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Domingo, 4 de enero de 2004

La otra mejilla

 Por Claudio Zeiger

“Tenía yo poco más de seis años cuando le dije al criado que nos cuidaba a mi hermano y a mí que quería acostarme con él. Yo sospechaba que él lo había hecho, o podía hacerlo, porque lo había oído hablar con el amigo con el que andaba. Me atraía. Se llamaba Wenceslao y era negro. Mi padre lo trajo a la casa seguramente sacado de algún calabozo porque era de confiar. Así se conseguía la servidumbre entonces en esa provincia.
–¿Qué me pide, niño? ¿Qué va a decir el subcomisario?
El subcomisario era mi padre, por eso lo del calabozo.
“Debí haberle dicho que ni él ni yo iríamos a contarle nada al uniformado, pero me quedé mirándolo, grabando ese momento en que estábamos solos, yo sentado en el baúl viejo que había debajo del emparrado, y él de pie, frente a mí. No hablamos más. Después lo vi murmurar con el amigo y señalarme. Fue la primera vez que me sentí rechazado.”
Así empezó todo. Y así –entre la confesión y el recuerdo, entre la historia de vida y la memoria, entre el realismo crudo y la fuerte marca de la lectura de Proust– lo fue contando en sucesivos libros. Y todo terminó hace diez años, cuando el Negro Oscar Hermes Villordo murió de sida en el Hospital Británico en la mañana del primer día de 1994.
El rechazo primigenio puede relacionarse con otros rechazos que Villordo y su literatura irían sufriendo a lo largo de su carrera literaria. A veces por prejuicio, otras por prevención. O por las dudas. “Tengo la impresión de que por mi condición sexual se ha juzgado a veces lo que he escrito, pero esto tampoco es trágico”, declaró poco antes de morir.
Desde su muerte no se reeditaron sus libros y más allá de avatares editoriales, que eso son, avatares, lo peor es que poco y nada se lo ha tomado en cuenta a Villordo a la hora de balances, estudios y listas de escritores del bendito “sistema literario” argentino. ¿Olvido? ¿Desliz? ¿Prevenciones estéticas?
Salvo la inclusión de unos fragmentos de sus novelas en la antología Historia de un deseo (2000) de Leopoldo Brizuela, nadie cita la importancia que tuvieron en su momento (y a futuro, en la eventual reconstrucción de una literatura de temática homosexual en Argentina) La brasa en la mano y La otra mejilla, y así Villordo va a engrosar la lista de olvidados, marginados y afines.
Convengamos que cada libro de Villordo a partir de La brasa en la mano (el primero de los suyos en tratar abiertamente la temática homosexual) era recibido con muchas reservas, o convocaba unos esfuerzos retóricos que daban siempre la impresión de que había algo forzado por parte de la crítica. Si nos remitimos a los comentarios de entonces, siempre parecía haber una objeción, una incomodidad, que llevaba a recurrir a adjetivos patéticos (resaltar una temática “valiente”, por ejemplo), a eludir el tema o pedir que el libro fuera otra cosa de lo que en verdad era, reclamar un aliento mayor, algo más que mera pulsión en obras en construcción y baños públicos, eso que precisamente articulaba políticamente la poética descarnada de los textos.
Valga como ejemplo del prejuicio de época la reseña favorable que se le hizo a La brasa en la mano en el medio “progre” por excelencia de entonces, la revista Humor (medio en el que luego Villordo ejercería la crítica de libros y donde leería con estrechez de mira la novela Los reportajes de Félix Chaneton de Carlos Correas), en agosto de 1983: “Resulta muy difícil hacer un comentario de esta novela de Oscar Hermes Villordo. El autor, de vasta trayectoria como poeta, crítico y periodista, asume su condición de homosexual sin escamotear detalles, en una historia difícil de tragar para gente que no puede desprenderse de ciertos prejuicios, como somos los de la redacción de Humor (el destacado es mío). El asunto está muy bien escrito –Villordo narra excelentemente y engancha al lector desde la primera página y seguramente puede llegar a convertirse en un best seller. Hay que reconocer que no cualquiera se anima, en un país como éste (destacado mío) a describir el amor pan con pan. Y por eselado, aunque uno no comparta sus inclinaciones (destacado mío), hay que concederle al autor el mérito de la valentía. Con respecto al título, se nos ocurrieron un montón de variantes. No nos animamos a publicarlas”.
Cuando aún no existía la corrección política, era posible usar esa descarnada primera persona del plural que no se desprendía de prejuicios (y lo decía abiertamente), y que no compartía las “inclinaciones” del autor justo “en un país como éste”, vale decir, un país que todavía asumía naturalmente un Nosotros para delimitar bien hasta dónde podían expresarse Ellos.
El abismo entre esos años –1983 a 1990 aproximadamente, nuestros años ochenta– y el presente es inmenso. Es indudable que la actitud y las intervenciones de personas como Oscar Hermes Villordo (que no fue ningún militante de minorías sexuales, por cierto), como las de los hermanos Carlos y Roberto Jáuregui (que sí fueron militantes) han contribuido al cambio: han educado sobre el tema sin ponerse histéricos. Hoy, cuando están a la orden del día tanto la corrección política como las confesiones interesadas (dicho sea de paso: las apariciones públicas de Villordo resultaban infinitamente más interesantes que las de tantas estrellitas mediáticas de hoy), vale la pena resaltar esas actitudes porque no fueron en vano.

De Machagai a Manucho
La “novela de aprendizaje” de Villordo registra algunos rasgos típicos –el advenimiento desde el pueblito perdido del interior a la gran ciudad– y otros no tanto. Nacido en Machagai, un pueblo de Chaco al que hubo que cambiarlo de lugar porque se inundaba continuamente, tuvo una infancia ligada a la tierra y a las raíces indígenas que él narraría con cierta idealización en su último libro, Ser gay no es pecado (opúsculo escrito al borde de la muerte, por encargo, y contra los arrebatos autoritarios del pesadillesco monseñor Quarracino, parodiado en el texto como el sensual monseñor Quatrocchio). En ese libro da cuenta de una sexualidad prematura y naturalizada. Para distinguir a los hermanos, los vecinos los nominaban “el asmático” y “el puto”. Pero más allá de los estigmas, la sensualidad iba y venía libremente entre los chicos en medio de la selva y el río. Villordo da a entender claramente que no tuvo una infancia desdichada.
El padre aparece como una figura singular, un comisario de campaña que trataba bien a los presos, los usaba de criados en su casa y que encarcelaba al hijo en la comisaría cuando cometía una falta. Pero en la comisaría el niño Villordo era tratado con devoción por presos y policías por ser el hijo de.... El padre era a su vez un buen lector, y sumado a un tío historiador y una abuela de origen francés y muy culta, pudieron haber influido en su afición por la literatura.
Terminado el colegio, Villordo recibió una beca para estudiar literatura en Catamarca y finalmente se trasladó a seguir el profesorado en Buenos Aires. ¿Cómo el niño de Machagai llegó a relacionarse en los tempranos años ‘50 con Manuel Mujica Lainez, la revista Sur, el diario La Prensa? Hay varias tramas entretejidas en la respuesta.
Villordo ganó un premio del Ateneo popular de la Boca en 1953 por Poemas de la calle. Ese libro merecería al año siguiente la Faja de Honor de la SADE. Manucho pronto lo tomó bajo su ala, algo que, bastante obvio, tenía tanto que ver con su vocación literaria como con su condición sexual. Villordo guardaría toda la vida una devoción sin fisuras por Manucho, y en los últimos años le dedicó una biografía muy edulcorada aunque chispeante, mucho más “positiva” que la que dedicó al grupo Sur y a Victoria Ocampo (publicada póstumamente). También trabaría amistad con Pepe Bianco, quien le rechazó más de un texto en la revista Sur (quizás por un exceso de elocuencia con respecto a las escenas sexuales, como contaría Villordo) hasta aceptar publicarlo.
Cuando llegó a Buenos Aires, Villordo había empezado a trabajar en periodismo. Durante muchos años lo hizo en el diario La Prensa (fue expulsado después de quince años de trabajo por adherir a una huelga liderada por Raimundo Ongaro, a quien Villordo adoraba) y finalmente en La Nación, su último destino periodístico.
Así, su inserción en el mundo literario se iba desplegando con cierta naturalidad, aunque desde un puesto más poblado de sombras que de luces. Fue el biógrafo de todo un segmento elocuente del campo intelectual: Genio y figura de Eduardo Mallea (1973), Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (1983) y la ya citada Manucho (1991); hizo prólogos y anotaba ediciones de obras de otros autores (Miguel de Unamuno, Marcos Sastre, Florencio Sánchez), escribía libros de poemas y cuentos costumbristas. Publicó un libro simpático y sensible llamado Consultorio sentimental. Para hacerlo, aprovecharía una curiosa experiencia como redactor en una revista femenina, donde contestaba las cartas de las lectoras bajo el seudónimo de Luisa Lenson en el correo sentimental, una sección llamada “Secreteando” (en realidad, una suplencia en la que reemplazó a Luisa Mercedes Levinson). Esta novela, en la que el narrador utiliza el seudónimo de Jacqueline Saint Pierre, es la mejor estructurada y lograda de este período, los años setenta. A pesar de haber insinuado el asunto en algunos poemas, y a pesar de lo que decía Villordo de sí mismo (“no creo que quien me conozca se haya llamado a engaño nunca”), lo cierto es que en esa época todavía estaba lejos de convertirse en el escritor tremendo, de la crudeza realista y del “tema áspero” y la “temática valiente”.
Cuando en 1983 apareció La brasa en la mano, Villordo se fue convirtiendo en un personaje público que aparecía por televisión y daba entrevistas hablando abiertamente de su homosexualidad. Llegó a sobrepasar los sesenta mil ejemplares en los días de la incipiente democracia. Como parte del destape en cierne era bastante elocuente. Villordo había cruzado la línea del pudor típico con el que la alta literatura había tratado el amor homosexual.
Villordo sacó chapa de auténtico escritor. Ahora tenía un tema propio. Ese libro cambió su vida y en cierto modo lo condicionó, y le dio un sentido de “misión” pública que, diez años después, se concentraría en la lucha contra el sida.
Pero, primero, ese libro cambió su literatura.

Pateando el tablero
El núcleo de la vivencia homosexual que narra Villordo en sus libros desde 1983 está anclado en la década del cincuenta. Así lo explicaba en una entrevista: “El año de La brasa en la mano es 1950, cuando no había libertad pero se podía conversar, los homosexuales se mezclaban en la corriente como podían. Esa experiencia es la que está en el libro. También los lugares. La ciudad entera es el escenario de la novela. Está la estatua de San Martín a propósito, el héroe impoluto que señala con el dedo, y la plaza San Martín, que era un centro de yiro, de búsqueda. Había unos mingitorios al que ya se sabía que entrando allí se encontraban buscas. Los marineros del puerto que estaban cerca, los colimbas de franco iban allí. El comercio no era exclusivamente monetario. Había interés en la homosexualidad, eso siempre estuvo presente, pero generalmente había que sostener económicamente al amado”.
Villordo admitía que la novela era una confesión, y que eso era lo que iban a encontrar los lectores: autenticidad, sinceridad, velos corridos. En todo caso, era una confesión amasada a lo largo de los años porque cuando se publicó hacía ya rato que la novela había sido escrita. Presumiblemente fue “vivida” en los ‘50 y escrita en los ‘60. Lo cierto es que en 1976, durante una estadía en Estados Unidos por una beca Fullbright, la pasó en limpio. Ese año –impensable en Argentina– hubo un intento de publicarla en México, pero no prosperó, así que tuvo que pasar toda la dictadura para que finalmente viera la luz.
“Manucho jamás había admitido que yo era un escritor aunque nos conocíamos desde hacía muchos años”, contaba Villordo. “Cuando le di esta novela primero me dijo: ‘Ponés muy bien los puntos y comas’. A mí me enfureció. Pero después me escribió una larga carta y supe que admiraba esta novela. Le intrigaba lo autobiográfico. Me decía que no reconocía a nadie y quería saber cuál personaje era yo. El narrador tiene mi entonación pero él se daba cuenta de que no era yo. Yo soy Myriam, le dije, un personaje más bien secundario, el que recibe las bofetadas, el escarnio de los otros homosexuales.”
En el libro, la imagen de Myriam/ Villordo aparece con fuerza dramática: “El Myriam ‘terrible’ había aparecido: el que por obstinación, porque conocía, porque no quería renunciar, se acostaba en el balneario con los guardiamarinas, los ‘bañistas’, el último borracho del bar, el chofer que iba a orinar en el yuyal, el primer encontrado, los prostituidos que acaban por desear otro cuerpo, los estibadores de la madrugada, el enfermo escapado del hospital, el muchacho perdido, los desocupados que lo llenaban de bichos y se peinaban con el pañuelo atado al cuello para no salpicarse; todo eso que está al margen y era la ola de su balneario que aparecía y desaparecía según los reclamos de las cárceles, los hospitales y la policía”.
La brasa en la mano es un ejercicio de narración arborescente. En la medida en que el narrador intenta contar a sus amigos lo feliz que está porque un joven amante le ha declarado su amor, se va por las ramas de las historias de vida de esos amigos (Beto, Myriam, Adolfo, Babá) y cuando termina de recorrer las ramas el amor ya se ha terminado porque el amado lo abandona para irse de viaje. La raíz proustiana del relato es evidente, así como algunos de sus tópicos centrales (los celos, las idas y vueltas del amor por un “inferior” social). La fiesta de la marquesa de Saint Euverte (pasaje célebre que corona Un amor de Swann) encuentra aquí un equivalente carnavalesco en la fiesta de Babá, a cuyo término se precipita el final de la relación del narrador con Miguel como en Swann se precipita su relación con Odette –la mujer que al fin y al cabo no era su tipo– tras la aristocrática reunión social.
Banquete, desborde, celebración de la decadencia y fiesta de suburbio se dan cita a los postres en la fiesta de Villordo, “cuando el banquete tenía las señales del rimmel de la ojera de Conce, que se le había corrido marcándole una estría en la cara blanqueada, la sofocación de la Viuda, cuyo calor iba en aumento, la costra de Babá, más pegajosa, y su sonrisa más blanda, porque aunque él no tomaba bebía furtivamente de mi copa. Y tenía, sobre todo, la alegría de la borrachera colectiva, su fuerza, que si bien desata las convenciones crea a la vez otras, las inventa, y ya no se sabe ante cuál de ellas se está, porque cuesta reconocerlas en la exageración”.
El relato es además una formidable cartografía testimonial de la sexualidad más o menos clandestina de los años ‘50, de sus prototipos, códigos y lugares: los soldados, los “señores con plata”, las plazas y el suburbio con sus ranchos descampados, la sexualidad del proletariado urbano y suburbano, los lugares más secretos de mezcla social, los bares portuarios, las paradas de camioneros.
Cuando Villordo puso este libro sobre la mesa, inexorablemente pateó el tablero. En principio, rasgó el velo de su propia literatura, más elusiva, más costumbrista, como en El bazar o Consultorio sentimental. El viraje de ese costumbrismo amable y sensible a un testimonio apretado de vidas secretas, ocultas, es notable. Además, no se había escrito hasta el momento de la manera como Villordo describe la iniciación sexual de su alter ego Mario-Myriam, a los nueve años, con un muchacho de veinte.
“Entonces lo dejó hacer, tanto, que el muchacho extremó sus cuidados, le dijo muchas palabras tiernas, y sólo cuando Mario quiso encogerse por el verdadero dolor, que presentía más que sentía, le separó brutalmente las nalgas y empujó. (...) Le decía que era guapo, que así debía ser, que hiciera el último esfuerzo, mientras lo levantaba por debajo y lo tocaba él también, y el peso del cuerpo lo apretaba hasta asfixiarlo, el alientole quemaba el cuello y la otra mano le hacía daño, lo abría entre las nalgas, nada más para llegar al final que ahora sí llegó, cuando se soltó y fue penetrado con un grito que lo ahogó, le llenó la garganta, le impidió gritar, lo aflojó, y tal vez con un desmayo, porque nada supo, insensibilizado por el dolor, cuando quiso reaccionar, el amigo se despegaba lentamente, ya no temblaba y con mucha delicadeza lo libraba del suplicio, poco a poco, para evitarle el sufrimiento, y caía a su lado y lo acariciaba, lo abrazaba con una ternura que lo hacía llorar, comenzando por las nalgas y el orificio obliterado (que le limpió) y siguiendo por las lágrimas, que tanto lo avergonzaron.”
Villordo cruzó la línea de su propia literatura y también del tratamiento sesgado y estetizante que se le había otorgado a la sexualidad en los círculos de alta literatura de la que él mismo se alimentaba: los desmayados pupilos de Bianco, los rimbombantes efebos de Manucho.
En el momento de publicarse, por cierto, la novela iba mucho más allá del valor de plantear una temática “difícil” o de ser “valiente”, pero era bastante obvio que por un tiempo se la iba a leer en función del módico destape de la posdictadura. Hoy es posible avanzar en una lectura política (es un libro no militante pero cargado de denuncias implícitas en la violencia social que describe) y verificar la tensión entre una estética realista/ testimonial y una línea carnavalesca/ barroca, quizás las dos líneas centrales que en prosa y poesía se disputaron la representación de lo homosexual en la literatura argentina entre los ‘50 y los ‘90, de Carlos Correas a Néstor Perlongher.
En La otra mejilla (1986) y El ahijado (1990) Villordo continuó desplegando su visión del tema. Vale destacar especialmente el primer texto, en donde despliega una línea insinuada en La brasa en la mano pero lateral: la represión, la cárcel a homosexuales por aplicación de los edictos policiales como parte de la cotidianidad de los personajes, que entre desengaño y desengaño, entre amorío y amorío, iban a parar al calabozo.

El final
El 9 de septiembre de 1993, a través de un artículo en La Nación, Villordo hizo pública la enfermedad que poco después le causaría la muerte. “A mí no me va a tocar. Pero me tocó. Tengo sida. Lo supe hace dos años. No lo dije hasta ahora para reservarme el sufrimiento y si lo digo ahora es con el único fin de ser útil. Si no lo consigo, desde ya pido perdón.”
Lo que había sido un secreto a voces en el mundo literario, con la revelación pública llevó a Villordo –entre internación e internación– a una militancia resignada pero activa. Dio entrevistas, reconoció sin vueltas (en un video sobre el sida) que se había infectado por su promiscuidad sexual de años, instó a hacerse el análisis y a no discriminar a los enfermos. Eran años donde aún arreciaba la presión de la Iglesia Católica sobre las costumbres, y los monseñores querían enviar a gays y lesbianas a vivir a una isla, entre otros dislates. Villordo, católico practicante, terminó enfrentándose a los voceros de su Iglesia aunque sostuvo su fe. Murió el primer día de 1994.
Su camino no fue lineal y sus contradicciones volvieron más interesante su literatura. A diez años de su muerte y a veinte de la aparición de la novela que lo cambió definitivamente como escritor, valgan estas líneas como recuerdo y homenaje.

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