libros

Domingo, 11 de enero de 2004

HOMENAJES

Jean Cocteau o la prueba del tiempo

Homenajeado como una de las grandes figuras de la vanguardia europea, Jean Cocteau (que se jactaba de haber nacido el mismo año que la torre Eiffel) sigue siendo un modelo de artista total y un emblema de Francia.

Por Betina Keizman, desde París

Ensayemos una adivinanza:
“dandy” de principios de siglo, artista multimedia aun antes de que la palabra existiera (hizo teatro, cine, poesía, escribió novelas, fue diseñador, pintor y publicista). En el centro del escenario europeo durante un lapso que abarca entre los años ‘20 y los ‘60, fue amigo de los dadaístas y de los más grandes pintores de la época. A la muerte de Apollinaire parece su heredero natural. Podríamos seguir, pero en definitiva esta enumeración muestra hasta qué punto Jean Cocteau es una figura representativa de aquello que se dio en llamar la modernidad. Algo casi anticuado, del otro lado del tiempo, si se piensa en sus aspiraciones de creador total que dividía su trabajo en poesía de la novela, poesía crítica, poesía del teatro, poesía del cine, considerándolas manifestaciones de una experiencia que podía abarcarlo todo.
Cuenta la leyenda que siendo el niño mimado de los salones del París de la belle époque, Diaghilev resistió su proverbial encanto y le lanzó un desafío que cambiaría el curso de su vida. Parece ser que lo observó desde su monóculo, que podemos imaginar inclinado, y le dijo: “¡Asómbrame!”. De esa experiencia Cocteau extrajo dos conclusiones sublimes: asombraría siempre y a todo el mundo, y la otra, no tan evidente: estaría en el centro de la escena, sería observado pero jamás volvería a someterse a la mira de un monóculo como aquél.
Desde entonces, el joven convertido en maduro y luego prodigioso anciano no dejó de mostrarse sustrayéndose en mil máscaras. Lo encontramos en películas de arte y en informativos frívolos (¿es Elizabeth Taylor la que sonríe junto a él?). Siempre mira la cámara de reojo, como sin mirarla, solamente para asegurarse de que la controla. La famosa imagen de Cocteau con los ojos falsos (¿han visto a Kitano haciendo de ciego en su película Zatoïchi?), que no necesita ver sino que lo veamos, parece una expresión de este mismo afán.
Casi no hay práctica cultural ni zonas del estereotipo que Cocteau no haya transitado: el poeta, el escritor, el opiómano, el elitista, el director de teatro, el artista plástico, el homosexual, el publicista, el diseñador, el iconoclasta. Esta sospechosa ductilidad lo lanzó en el centro de la tormenta: fue el camaleón, posible arribista en cada arte.
Es cierto, la duda respecto de la calidad de su obra parece (palabra horrorosa) razonable, pero se disipa cuando se piensa en La voz humana, pieza teatral justamente célebre en la que desarrolla con ritmo magnífico y dolorosa precisión el monólogo de un mujer abandonada; o en sus películas, consideradas iniciadoras del cine, que muestran hasta qué punto la representación realista que signó la producción cinematográfica casi hasta la actualidad no era la única posible y que tal vez Cocteau estaba en lo cierto al pedirle al cine todo lo que podía ser: el arte más íntimo que iluminaba el inconsciente y hacía hablar a los muertos. Entonces la duda huye y, enfrentados a la portentosa variedad y eficacia de sus creaciones, no podemos más que preguntar: ¿es que todo ya estaba inventado?
Esa es la sensación que uno tiene frente a su obra, la impresión de conocerla pero en una forma menos pura, más inexacta, y que prueba en qué medida Cocteau ha dejado un sello inequívoco en el mundo de las artes. Sin embargo, sus obras respiran un aire único que surge de su valiente inmersión en las posibilidades de cada propuesta. Cocteau mismo es como ese hombre que en sus películas explora cada milímetro de una pared, se adhiere a ella, la indaga con los dedos, la cara, los ojos, los pies, el cuerpo completo, y sobre todo con la imaginación que deshace puertas y las transforma en lagos de agua que permiten el ingreso del personaje a otros mundos. Hemos visto esta imagen mil veces, pero cuando la vemos en la película de Cocteau nadie deja de saltar, un paso atrás, como si aquella superficie tuviera el poder de salpicarlo.
Actualmente hay una muestra de Jean Cocteau en el centro Pompidou que recupera magistralmente los hilos de su busca creativa. Es una muestra del movimiento. Uno entra en ese espacio y, de inmediato, la música de vaudeville nos aligera, los cuadros parecen salir uno de otro, las fotos se repiten con variantes, en series, en la figura misma de Cocteau mirándonos desde los retratos que de él hicieron los pintores más importantes del siglo, Picasso y Modigliani, entre otros, desde sus propios cuadros simples, más de treinta autorretratos que indagan las expresiones de su rostro encuadrado, atravesado de palabras, poemas y evocaciones. Todo se ensambla: las imágenes del cine, las voces del teatro, los juegos del circo, las palabras. La muestra propone un trayecto si no circular, de derrotero ondulado.
Hay testimonio de la historia del boxeador negro Al Brown. Cuenta la leyenda –a la leyenda le gusta contar– que Cocteau encontró a Brown en el Caprice Viennois, un cabaret de mala muerte, se convirtió en su manager, lo ayudó a someterse a una cura de desintoxicación (como la que él mismo pasó para liberarse del opio en el que se había refugiado después de la muerte de su joven amante genial Radiguet) y, con el apoyo de Chanel (sí, Coco), lo regresó al box, lo ayudó a recuperar su título y en una muestra colosal lo filmó en el ring, saltando a la cuerda, ¿bailando? Sobre una pequeña pantalla vemos a Al Brown, vestido con traje de negro de music hall, saltando y haciendo girar la soga con gracia de bailarina. Cinco minutos de sonrisa en su rostro, puro disfrute y concentración en el gesto. Al final, cuando se detiene y saluda a su público, el cartel de Cocteau –quién más– agrega su propio rizo juguetón al espectáculo: “El campeón mundial de box Al Brown demuestra que la danza es un deporte”. Veamos bien, no dice que el deporte es una danza, sino que la danza es un deporte.
Seguimos caminando por el mundo de Cocteau. En una sala oscura gira la célebre cabeza en cable blanco cuya imagen Man Ray inmortalizó mientras Cocteau la construía, una de sus fotografías más impresionantes, con un Cocteau abismado en sus ocupaciones y muy parecido al doctor Caligari. La cabeza gira, la podemos observar desde todos los ángulos, su reflejo en la pared, en el techo, sobre nosotros mismo. Es una excelente metáfora de las aspiraciones de la muestra, Cocteau desde todos los ángulos, desde cada esquina, la máscara, la forma.
Su inquietante voluntad de ser, de exhibirse, domina cada sala. Lo olvidé, la música de canción francesa con resabios de melodía de cine mudo, parece ser, no está probado, también fue compuesta por él.
¿Algo más? Siempre puede agregarse algo: En 1955 fue elegido para formar parte de la Academia Francesa, descubrió a Jean Genet, supo golpear las puertas adecuadas para encontrar mecenas. Egocéntrico evidente, gustaba del trabajo en colaboración; nadie deja de recordar que murió apenas unas horas después que su amiga Edith Piaf y él mismo repitió innumerables veces que había nacido el mismo año que la torre Eiffel.
Lo admirable es que en medio de esta avalancha tuvo tiempo para desarrollar una escritura preciosísima, imágenes cinematográficas que se quedan en las pupilas cuando la cinta acaba de rodar y la inocencia entrañable de exhibirse sin piedad. Es posible, hay algo de maravilloso en su seguridad de creerse una especie de semidios al que ningún ámbito le está vedado. Hizo de Orfeo su alter ego, hubiera querido morir para renacer eternamente y la única solución que halló a este menudo problema fue convertirse en un eterno iniciador; y en esa ambivalencia hasta se dio el lujo de envejecer. Por eso, lo más asombroso de Jean Cocteau es lo humano de su elección, porque querer ser un dios fue para él el camino más humano. Tal vez su figura de creador total tenga algo de anticuado, pero en cambio sus obras –su cine, su literatura y su teatro– siguen espantando con eficacia al monstruo del tiempo que siempre evitó.

Compartir: 

Twitter

 
RADAR LIBROS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.