libros

Domingo, 18 de enero de 2004

Autoayuda para déspotas

Tamerlán
Enrique Serrano

Seix Barral
Buenos Aires, 2003
286 págs.

Por Jonathan Rovner

Hay algo de interesante en lo que recientemente se ha aceptado como “la nueva narrativa colombiana” y es la posibilidad de ver un conjunto de novelas de la más diversa naturaleza conviviendo en armonía, compartiendo, en forma pacífica, lo que quizás sea la única variable que estos relatos puedan llegar a tener en común, a saber: que fueron escritas por autores colombianos. Autores que han decidido agruparse en torno de una categoría que los identifique, más allá de sus diferencias particulares. En medio de este corpus heteróclito, llama la atención la última novela de Enrique Serrano, Tamerlán, “la historia del hombre que Alá creó para exhalar su ira; su vida fue el cumplimiento de una gesta divina y una prueba del implacable poder de lo inasible. Las pasiones de Dios son el alma del mundo y no podemos eludirlas; hay que soportarlas con el temple sereno de los sabios, y si no lo poseemos es preciso crearlo, por el bien de todos. (...) Yo, Mohamed Koagin, testarudo ayudante de las cocinas del Emir, con algo de miedo, empiezo a escribirte la verídica historia de tu gran abuelo, nuestro amado Gur Emir”.
El autor de La marca de España narra con la aleccionadora y solemne voz de un antiguo mayordomo de palacio, la vida e historia de Timur Leng, el guerrero conquistador turco-mongol nacido en 1336, cuya ferocidad retrasó medio siglo la caída de Constantinopla. Conocido en Occidente bajo el nombre de Tarmerlán, “su fama y su nombre se asocian a Genghis Khan por la crueldad extrema con que castigó a sus enemigos y vasallos, así como por la magnitud desmesurada de sus conquistas”.
Con una impronta que por momentos no puede dejar de recordarnos al Borges de “El inmortal”, el narrador de Tamerlán es intempestivo y confesional al mismo tiempo, casi siempre grandilocuente, con un tono que oscila entre el resentimiento y la megalomanía, entre el orgullo y la humillación. Encarna la figura del condenado; la historia que viene a contarnos es, también, la historia de su propia derrota. Y el relato que se nos ofrece en Tamerlán es el resultado de un castigo impuesto al narrador por el gobernante con el objeto de aleccionar al nieto de Timur en las artes del despotismo, la guerra y la justicia: que el propio destino del narrador sirva de ejemplo a las futuras generaciones.
Una historia de la crueldad y el coraje, una visión, como desde adentro de un código que nuestras sociedades han dejado de llamar “de honor” pero que en su momento era la base de toda organización social. “Timur fue durante años el único soporte de un conjunto de pueblos que no pueden entenderse entre sí y fracasó al intentar que alguno de sus hijos y herederos continuase la obra con la misma sapiencia”.
Tamerlán, sin lugar a dudas, puede inscribirse en la misma tradición que El Príncipe de Maquiavelo: especie de autoayuda para déspotas. La ventaja, en todo caso, es que Tamerlán es también el relato de la infamia que esas lecciones son capaces de generar.

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