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Domingo, 15 de febrero de 2004

RESEñA

Géneros íntimos

84, CHARING CROSS ROAD
Helene Hanff

Trad. Javier Calzada
Anagrama
Barcelona, 2003
126 págs.

 Por Leonardo Moledo

Es difícil reseñar este libro delicioso y breve sin descubrir las dos o tres claves que lo sostienen y aceptar que se parezca por lo tanto a la detestable escritura de contratapas –género menor si los hay, rama degenerada de la crítica producida por la industria masiva.
Y es que, en cierta forma, 84, Charing Cross Road es un libro ex-post que, así como su autora, Helene Hanff, tuvo, en verdad, un destino extraño. Escritora norteamericana, mediocre y fracasada, consciente e identificada con su fracaso, dignamente resignada a llevar una vida pobremente sostenida por guiones televisivos que escribe sin pena ni gloria, a partir de 1949 empieza una correspondencia regular con la librería Marks and Co., situada, precisamente en 84, Charing Cross Road, Londres, dedicada a la venta profesional –altamente profesional, como comprobará el lector– de libros usados: pide títulos, los recibe; compulsiva escritora de cartas, intensifica la correspondencia allí donde otros habrían cesado. La publicación de esas cartas, finalmente, le traerá el éxito editorial efímero y no acompañado por el dinero (y una película, 84 Charing Cross road, que los lamentables distribuidores locales titularon Nunca te vi, siempre te amé). Cartas que, por cierto, revelan muy poco de ella; no hay nada que se parezca a la introspección (y a la introspección sensiblera, riesgo permanente de la ¿novela? ¿epistolar?).
Correspondencia un tanto desmañada y desprolija, casi siempre extravagante, que contrasta con el empaque inglés de sus corresponsales: Frank Doel y otros personajes de la librería. Los libros (y los paquetes de comida que viajan a una Inglaterra hambrienta) constituyen el eje alrededor de los cuales las cartas se articulan y adquieren continuidad y tensión; los actores devienen verdaderamente “personas epistolares”, fantasmas del correo, comensales, lectores, queribles criaturas que saltan del papel al jamón, a las recetas o a la minuciosa descripción de pequeñas deudas de centavos de dólar (“Sus cuatro dólares llegaron sin novedad y hemos abonado en su cuenta los 12 centavos sobrantes”). Envuelta en ese minimalismo cotidiano a ambos lados del océano que atraviesan libros y comidas, Helene Hanff salpica opiniones: “Cada primavera hago una limpieza general de mis libros y me deshago de los que ya no volveré a leer, de la misma manera que me desprendo de las ropas que no pienso ponerme ya más. A todo el mundo le extraña esa forma de proceder. Mis amigos son muy peculiares en cuestión de libros. Leen todos los best sellers que caen en sus manos, devorándolos lo más rápidamente posible... y saltándose montones de párrafos, según creo. Pero luego jamás releen nada, con lo que al cabo de un año no recuerdan una palabra de lo que leyeron. Sin embargo, se escandalizan de que yo arroje un libro a la basura o lo regale. Según entienden ellos la cosa, compras un libro, lo lees, lo colocas en la estantería y jamás vuelves a abrirlo en toda tu vida, ¡pero nunca lo tiras! Pero... ¿por qué no? Personalmente, creo que no hay nada menos sacrosanto que un mal libro e incluso un libro mediocre”.
Helene Hanff se desvanece por completo, se esfuma, se disuelve en su literatura, no averiguamos nada sobre ella (¿quién es Brian?, ¿quién es Q?). ¿Existe? ¿Existió alguna vez? ¿Quién la escribe a ella? Nos falta la serenidad, la leve quietud de la realidad o la ficción, no pisamos terreno seguro. Sólo tenemos la certeza absoluta de que la queremos, con un afecto amable al principio, que va extendiéndose (y profundizándose) en círculos cada vez más grandes hasta abarcar a todos aquellos conectados con la librería. Y, a la vez, haciéndose esencial.
Hasta llegar al Post-Scriptum de Thomas Simonnet y entonces a la vez que averiguamos todo, comprendemos (como comprendió Ezra Tull, el personaje de Reunión en el restaurante Nostalgia de Anne Tyler, al revisar los diarios de su madre), que a lo largo de los veinte años que dura la correspondencia, en realidad no pasa nada, que nunca pasa nada, que lo único que pasa es el tiempo. Costará despedirse.
Rara historia la de Helene Hanff y sus cartas. Aunque, si se lo piensa, quizás no fue tan extraño, ya que, al fin de cuentas, no le gustaba la ficción: “Me encantó la historia de la monja que comía tan delicadamente con los dedos que jamás se manchaba de grasa. Nunca he podido presumir de eso, así que empleo un tenedor. Por lo demás, no me han llamado la atención muchas cosas más; son sólo relatos inventados, y a mí no me gustan las ficciones. Pero si Chaucer hubiera escrito un diario”. O cartas, claro.
Si es posible, acompañar con vino blanco chardonnay o sauvignon blanc, no muy seco, y con el concierto para clarinete de Mozart.

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