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Domingo, 22 de febrero de 2004

ENTREVISTA

La vuelta de Russo

Con una larga trayectoria como editor que va desde el Centro de Publicaciones de la Universidad del Litoral, pasando por Espasa-Calpe, El Ateneo, Adriana Hidalgo e Interzona, Edgardo Russo adelantó a Radarlibros parte del catálogo de El Cuenco de Plata, un nuevo sello editorial que se propone como una cooperativa con proyecciones en México y España, y que comenzará a distribuir sus primeros títulos en el mes de marzo.

POR WALTER CASSARA

Además de editor, Edgardo Russo (Santa Fe, 1949) es también poeta y narrador. Publicó, entre otros libros, Reconstrucción del hecho y Guerra conyugal. En diálogo con Radarlibros, habló de su nuevo sello, El Cuenco de Plata, que se lanza al mercado en marzo de este año con una apuesta fuerte y novedosa: una biblioteca de textos inéditos de Manuel Puig, además de un interesante conjunto de ensayos y narrativa latinoamericana e internacional.
¿En qué consiste la propuesta editorial de El Cuenco de Plata?
–La propuesta de El Cuenco de Plata es una ampliación del proyecto que trabajé para Adriana Hidalgo desde principios de 1999 hasta fines del 2002, y del que armé para Interzona durante el 2003 y cuyo perfil no llegó a definirse. Un rasgo diferencial de El Cuenco de Plata es que no la promovemos como una “empresa de capitales argentinos” (porque eso no es garantía de nada, y porque además hay un socio boliviano), y que existe una pasión por los libros que no está fundada en el prestigio social ni en la genealogía. Se trata de algo parecido a una cooperativa, donde los integrantes, además de sus ahorros, aportan solvencia intelectual y propuestas (se incluye también un consejo editorial). Habrá rescates y novedades, una colección de narrativa internacional inédita en español con prólogos y traducciones cuidadas (los primeros títulos son la última novela de Henry James, La protesta, y El amor de Platón de Leopold Sacher Masoch), la colección “Latinoamericana”, que incluirá obras inéditas de Mario Bellatin y Marosa di Giorgio, por ejemplo, sumadas a La purga de Juan Filloy, Ars poética de Hugo Padeletti y Brasil transamericano de Haroldo de Campos; “Ensayos”, que se abrirá con El amor puro: de Platón a Lacan de Jacques Lebrun (en coedición con Ediciones Literales); “Documentos”, con El señor de los venenos de Enrique Symns y la colección “Narrativa/Tokonoma”, a cargo de Amalia Sato, que publicará textos clásicos y contemporáneos de la literatura japonesa y de otros países de Oriente. La verdadera novedad quizás sea la publicación de inéditos de Manuel Puig, cuyo primer volumen, Un destino melodramático, saldrá a la venta en marzo. La edición está sumamente cuidada, y se debe en gran parte al talento de Graciela Golchluck y a la sensibilidad e inteligencia de Carlos Puig para avanzar en el proyecto.
A su juicio, ¿cuál debería ser la función social del editor?
–El libro como objeto sagrado (Biblia o Talmud) se superpone siempre a la realidad más procaz del libro como mercancía. A partir de allí se generan equívocos insolubles y a menudo ridículos. La vieja disputa “cultural” sobre el best-seller vs. libro de calidad sólo se dirime en el tiempo. Un clásico absoluto de la literatura norteamericana, como los poemas de Emily Dickinson, podría no haberse publicado jamás (los manuscritos fueron casi azarosamente encontrados en los cajones de su escritorio después de su muerte). Esto quiere decir que una cosa es la escritura y la literatura, y otra, no siempre coincidente, el mercado y la industria del libro. A nadie se le ocurriría batallar por la supervivencia y conservación de un libro de autoayuda o new age (salvo como souvenirs antropológicos del futuro). Sin embargo, el éxito de ventas no debería identificarse con mediocridad u oportunismo –Boquitas pintadas de Puig es un buen ejemplo de la ceguera de algunos intelectuales adornianos de la época (exceptuando a Piglia) al momento de su consagración como best-seller. Recuerdo que se lo envié a un amigo que vivía en Francia (ahora un escritor famoso), quien me respondió diciéndome: “Podrías haberte ahorrado las estampillas”.
Pero también es cierto que los editores y editoras (incluyendo los aparentemente más progresistas) suelen aprovecharse del “limbo artístico” de la producción literaria para explotar al escritor (camuflando las liquidaciones de derechos) o al traductor (pagándole cifras irrisorias por millar de palabras, aun cuando reciban generosos subsidios). Sabemos que el mercado del libro no es el mercado del arte o el espectáculo, pero a la hora de repartir los beneficios, el editor suele relegar al escritor a la condición de “artista desinteresado”, mientras se enfunda los royalties. Quizás eso sea también característico del laissez-faire económico e ideológico argentino a partir de la Dictadura.
Además de editor, usted se ha dedicado también a la poesía y a la ficción. ¿Cómo ve el anterior panorama desde ese punto de vista?
–Naturalmente, también están las batallas internas dentro del ghetto no siempre confortable de los escritores. Nos cuesta imaginar a Dante enriqueciéndose con la Comedia, pero ahora vemos a un “refloxólogo” que alterna la novela con la filosofía casera, recibiendo “el libro de platino”. En el extremo opuesto, una poeta recientemente rescatada ataca a Alejandra Pizarnik como si estuviera disputando posiciones imperiales con una difunta (“¿Por qué a ella la leen tantos, y a mí que soy tan buena tan pocos?”). En todo caso, creo que el editor independiente debe atemperar los exabruptos de “los genios”, tarea a menudo complicada.
En tal sentido, me satisface haber podido reunir para Adriana Hidalgo (durante los años en que armé su catálogo) a poetas tan diversos como Leónidas Lamborghini, Marosa di Giorgio, Juana Bignozzi, Juan José Hernández y Diana Bellessi. En un auditorio harían explotar una verdadera guerra de los estilos (e incluso alguna o alguno de ellos hasta podría arrojar sobre los otros huevos o tomates), pero dentro del marco editorial convivieron en armonía.
¿Considera posible recuperar la tradición editorial argentina? ¿Existió realmente ese espacio? ¿Qué alternativas le parecen actualmente las más viables?
–Empecemos con una digresión “de actualidad”. La existencia de los cartoneros es un síntoma, la cultura cartonera es una enfermedad: parece una parodia de Fourier, a su vez parodiado por Engels. La división del trabajo encuentra aquí en lo cultural una coartada nefasta. El carácter dramático de la situación se vuelve casi obsceno en la parodia de un artesanato del libro mal pegoteado con engrudo, donde autores reconocidos prestan textos a un juego snob y sin retorno, souvenirs de una crisis que no padecen. En la Argentina, la situación es inmejorable para producir. Pero una vez más, ¿producir qué? ¿Cultura cartonera for export, como una variante renovada y desgraciada del “realismo mágico”? Los libros pueden seguir siendo bellos, e inclusive mucho más baratos.
En cuanto al justificado prestigio de la industria editorial argentina hasta mediados de los años setenta, va más allá de la atribución a algunos artífices del boom (indudablemente brillantes) y al apoyo de revistas culturales como Primera Plana. Paco Porrúa no sólo descubrió a García Márquez sino que fundó un sello como Minotauro; y anteriormente en Sur (“vapuleada de honor” de los años setenta por ignorancia de las izquierdas), José Bianco editó a escritores tan diversos como Kerouac, Mishima, Sartre, Nathalie Sarraute, Graham Greene o Genet. Pero por sobre todo estuvo el Centro Editor, a cargo del mayor editor que hubo (y habrá) en la Argentina, Boris Spivakov. Y existieron y existen además Jorge Alvarez, Galerna, De la Flor, Fausto (con sus memorables colecciones de poesía y narrativa), Siglo XXI Argentina (haciendo coincidir Foucault, Althusser y toda la literatura política de Pasado y presente con El infierno musical de Alejandra Pizarnik), o Tiempo Contemporáneo (donde la serie policial dirigida por Ricardo Piglia se codeaba con la traducción memorable de los dos primeros volúmenes de El idiota de la familia de Sartre).
Toda esta dinámica desaparecida estuvo indudablemente relacionada con el “campo cultural” –narradores, traductores, poetas, ideólogos, intelectuales y empresarios– que la hicieron posible (entre otros, Jorge Lafforge, Piri Lugones, Alberto Díaz, Willie Schavelzon, Daniel Divinsky, José Luis Retes, Hugo Levín). Pero todo hizo agua con la dictadura, y millones de ejemplares terminaron también fondeados en el Río de la Plata. A partir de allí empieza una verdadera descomposición, que va mucho más allá de la venta posterior de las “joyas de la familia” a los grandes grupos internacionales. En todo caso, editores y políticas editoriales no han faltado en la Argentina. Quizás sólo falte ahora un poco de memoria, reconocimiento del trabajo ajeno, y mucho método.

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