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Lunes, 17 de junio de 2002

EL EXTRANJERO › EL EXTRANJERO

Youth

J.M. Coetzee
Secker, 2002
169 págs.

 Por Rodrigo Fresán

Dicen que el sudafricano John Michael Coetzee (Cape Town, 1940) no es un tipo fácil. Poco dado a las entrevistas (cuando concede una, responde casi siempre con monosílabos), parco en las pocas mesas redondas a las que acude, ganador de dos premios Booker (el último no fue a recogerlo) y autor de libros breves –nada es casual– a los que nos les falta ni les sobra una palabra y parecen siempre escritos bajo un sol justiciero, bebiendo a Kafka y a Beckett para calmar un poco la sed.
Youth –su nueva nouvelle, escrita después de la formidable Desgracia y de ese ensayo/ diatriba/ narración que fue La vida de los animales– rompe ligeramente el molde de un Coetzee típico para llevarnos de Cape Town al Londres en mutación de finales de los años cincuenta y principios de los años sesenta, y acompañar al estudiante de matemáticas y lingüística John en la búsqueda de las luces de la gran ciudad.
Historia “de iniciación”, en Youth –título inequívocamente deudor de Conrad, otra de las más evidentes influencias coetzeeanas– John adora la idea de Europa como viejo y sabio mundo, quiere ser escritor, quiere ser parte del nacimiento de la “nueva política”, quiere vivir una gran pasión, varias, todas. Lo consigue y no lo consigue y, al final, Youth –que se insinuaba como un libro amable e inocente– acaba siendo un (otro) descenso a los sótanos de la frustración y del fracaso. Y del subgénero de moda. Youth –al igual que Infancia, que puede ser entendido como su primera parte– es un fiction-memoir escrita en esa ambigua tercera persona del singular a la que Coetzee contempla como si se tratara de una imagen en un espejo o alguien que se le parece demasiado, da casi igual, para someterlo a un ejercicio entre sádico y masoquista de demolición.
Youth es, también, volver a hacer un viaje conocido al lugar común del artista adolescente que llega desde el fin del mundo a la gran urbe imperial para ejecutar el proceso alquímico que hará que “sus emociones se conviertan en poesía”, apenas protegido por el epígrafe de Goethe que abre el libro: “Aquel que quiera entender al poeta deberá viajar a la tierra del poeta”.
Está claro que John quiere sufrir por su arte. Y consigue sufrir -sufrir mucho– sin que esto beneficie su desarrollo artístico. Así, habitaciones sucias, sórdidos romances (uno de ellos termina en embarazo), un trabajo kafkiano y burocrático como programador de computadoras para la IBM apenas redimido por una investigación sobre la vida y obra del escritor Ford Madox Ford, la escritura casi compulsiva de demasiados versos y –para el lector– un pasaje de ida al paisaje claustrofóbico de la conciencia de John de la que una vez que se entra ya no se puede salir. Todo escrito y descripto con el lenguaje seco y lacónico de aquel que se planta a mitad de camino entre la víctima y el victimario a la hora de presentar a un “héroe” por el que cuesta sentir simpatía, sentir algo: un personaje poco agradable y casi zombie, escrito con partes iguales de desprecio y maestría al que –cabe pensarlo– Coetzee exorciza de la mejor manera posible. Al final no importa si John es o no es Coetzee; lo importante es que ha quedado atrás.
Adiós a todo eso –a aquella temporada en el infierno– y hasta el cielo del próximo libro.

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