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Domingo, 25 de septiembre de 2005

EL EXTRANJERO › EL EXTRANJERO

Nunca dejar testigos

Cerrada su sólida Trilogía de la Frontera, Cormac McCarthy vuelve a publicar después de años. Ahora, una novela que bien merecería una adaptación de Sam Peckimpah.

 Por Rodrigo Fresán


No Country For Old Men
Cormac McCarthy
Knopf, 2005
309 páginas

La segunda mitad del 2005 está ofreciendo y ofrecerá una cantidad inusual de títulos de autores importantes de la literatura en inglés. Paul Auster, John Banville, Julian Barnes, J. M. Coetzee, Joan Didion, E. L. Doctorow, Bret Easton Ellis, John Irving, Rick Moody, Salman Rushdie, Zadie Smith y Edmund White son algunos de ellos.

Pero todos los ojos se han posado, especialmente, sobre la flamante novela de Cormac McCarthy. Varios motivos para esto: McCarthy no publicaba desde el último volumen de su Trilogía de la Frontera –Ciudades de la llanura, 1998–, obra que no sólo había afirmado su estatura de clásico vivo norteamericano sino que, además, lo había elevado a lo más alto de las listas de best-sellers. La expectativa era tal que McCarthy –quien no hace tours promocionales, no firma ejemplares, no promociona en TV, ni redacta elogios para las contratapas de colegas o amigos– tuvo que dar una muy breve entrevista al mensuario Vanity Fair, la primera que concedía desde 1992, en su oficina del Santa Fe Institute, guarida de científicos donde él se encierra a hacer literatura más cerca del silencio de las ecuaciones que del fragor de las letras y su mundillo.

Y No Country For Old Men –la primera que terminó, según se dice, de las cinco novelas en las que trabaja simultáneamente– ha sorprendido a todos. Muy pero muy lejos de los sensibles cowboys iniciáticos que le dieron la fama, y bastante más cerca de las muy tenebrosas novelas de sus inicios, No Country... es una vertiginosa, ultraviolenta y muy negra novela más allá de maniobras formales como la prosa sincopada y la ausencia de apóstrofes, signos de interrogación y guiones de diálogos. Y su trama es tan sencilla como fácil es derramar sangre: el cazador y veterano de Vietnam Llewelyn Moss descubre por casualidad la escena todavía caliente de una carnicería entre narcos en algún lugar de la frontera entre Texas y México, 1980. Moss descubre también, entre los cuerpos agujerados y los paquetes de heroína, algo más de dos millones de dólares. Lo que activa a esa implacable máquina de matar que es Anton Chigurh –un mercenario a sueldo de los capos del cartel– para quien recuperar el dinero de sus jefes es apenas la excusa para gatillar una y otra vez su extraña pistola cruzada con martillo neumático y poner en práctica su mantra: nunca dejar testigos. Entre uno y otro, clásicos personajes marca McCarthy: esposas fieles y curtidas y un viejo sheriff veterano de la Segunda Guerra Mundial recordando los viejos buenos tiempos y escondiendo un secreto que le duele pero lo mantiene vivo.

Varios rumores y acusaciones circulan por ahí: que No Country... era en realidad un guión de cine (sus derechos ya fueron comprados; lástima que no esté Sam Peckinpah para hacerse cargo), que tenía 600 páginas y que su editor la dejó en la mitad, que es un divertimento muy apresurado, y que no le llega ni a los talones a Suttree y mucho menos a esa indiscutible y acaso insuperable obra maestra que es Meridiano de sangre.

Aun así vale la pena leer No Country..., porque –entre los muchos paisajes que ya ha ofrecido McCarthy– ofrece el más novedoso e inesperado de los panoramas: la postal de un gran escritor disparando al aire y divirtiéndose mucho al escribir una novela que podrían haber firmado, todos juntos, Ernest Hemingway y William Faulkner y, last but not least, Jim Thompson.

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