libros

Domingo, 19 de junio de 2005

La vigilia del poeta

Por Osvaldo Aguirre

Alguna vez dijo que le gustaba considerar su obra como un móvil en el que la aparición de un elemento nuevo o el desplazamiento de los ya existentes creaban nuevas figuras y nuevos sentidos. En esa construcción permanente, Saer situaba como punto de partida “Algo se aproxima”, un cuento publicado en su primer libro, En la zona (1960). En ese trabajo aparecen algunos de sus personajes más conocidos –Barco, Tomatis, aún no identificado con ese nombre– y se narra una escena a la que volvió en otros textos posteriores y constituye una de sus marcas: el encuentro más o menos casual de un grupo de amigos, una larga conversación que transcurre en aparente desorden y vuelve, a veces de manera lateral, a veces con insistencia, sobre la literatura y la interrogación del mundo, de los objetos y de las formas de la percepción.

Esas escenas tienen un correlato en las reuniones que, por la misma época de aquel libro, celebraban Saer y un grupo de jóvenes escritores santafesinos que reivindicaban como maestro a Juan L. Ortiz, “alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día entero, la noche entera, la madrugada”. Saer no tuvo buenas relaciones con las instituciones de provincia. Empezó y abandonó estudios universitarios, y su experiencia como periodista en el diario El Litoral terminó abruptamente en abril de 1959, tras la publicación del cuento “Solas” (también parte de En la zona): la alusión a una relación lésbica entre dos prostitutas provocó protestas de lectores, la suspensión del suplemento literario y un breve exilio del autor en Rosario. En esta ciudad también conoció el prestigio guerrero que dan las polémicas: “Te vi por primera en una mesa redonda (o cuadrada) de escritores aquí en Rosario –recordó en una carta el poeta y editor Francisco Gandolfo–. Presidía la mesa el viejo (Luis Arturo) Castellanos y vos, que entonces eras estudiante, tomaste parte como público en la polémica y me acuerdo que tuviste una actuación muy fogosa. Te contradijeron la defensa de Borges, y cuando te impidieron seguir hablando te mandaste mudar iracundo a grandes trancos y mascando no sé qué términos. Lo hiciste poner muy rojo a Castellanos”.

En “Algo se aproxima”, Barco esbozaba un proyecto, o un deseo: “Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”. La literatura en ciernes no reconocía “una tradición que la sustente”. En ese vacío, que es el que descubre o más bien el que sanciona Saer, lector voraz desde sus primeros años, cobró sentido la figura de Juan L. Ortiz. En un artículo periodístico publicado en 1969, Carlos Mastronardi dijo que se había encontrado en Santa Fe “con fervientes admiradores de Ortiz que no podían razonar la causa de su admiración”. El juicio, por supuesto, no correspondía a Saer y a Hugo Gola, los miembros principales del grupo de Santa Fe. Ambos coincidieron en señalar a Ortiz como el fundador de una tradición, en la que tácitamente se inscribían. Gola fue quizá más radical, al señalar que el autor de En el aura del sauce inauguraba un modo de escribir poesía sin antecedentes; Saer, en cambio, lo ubicó en una serie que remitía a los orígenes de la literatura argentina (el Facundo) y a lo que él entendía como el cauce central, que era, desde ya, el espacio en que se situaba su propia obra: la “transgresión liberadora” de los géneros.

En su valoración de esa obra Saer destacó la aparición de “una forma poco utilizada en la poesía argentina, que podríamos definir como una lírica narrativa”. El poema-libro El Gualeguay, publicado por primera vez con la primera edición de la obra completa de Ortiz (1970), es el texto que muestra la consumación de esa forma, que no es sencillamente una parte más del conjunto sino la coronación de un trabajo poético iniciado sesenta años antes. Las reuniones de amigos fueron el ámbito donde el maestro transmitió esa lección a sus discípulos, con algunas derivaciones curiosas y a la vez reveladoras. “Me contaron –dice Sergio Delgado, que preparó la reciente reedición del libro– de una vez que Juan L. hizo una lectura de El Gualeguay, en alguna de sus frecuentes visitas al grupo que se reunía en Santa Fe, en Colastiné, en la casa de Saer o de Gola. Se trata del tipo de lectura que él hacía, es decir deteniéndose una y otra vez ante un verso o una determinada palabra para dar una explicación. Aquella vez la lectura, que avanzaba de interrupción en interrupción, se prolongó hasta la madrugada y el auditorio, en su gran mayoría, se había quedado dormido. La anécdota, que me la contó un testigo, ahora que la pienso se parece a la de Cristo en el Monte de los Olivos. La moraleja en todo caso sería la siguiente: es difícil luchar contra la vigilia del poeta, poseer sus ojos, su mirada sobre el mundo.”

La vigilia se formalizaba en una narración armada sobre una compleja red de alusiones o, para decirlo en términos de Saer, con briznas o astillas de experiencia y de memoria, para elaborar las posibilidades poéticas del acto de narrar. En la lectura de El Gualeguay puede encontrarse el origen del proyecto de escribir una novela en verso, que Saer consideró durante mucho tiempo y que finalmente desplegó en la sustitución de los procedimientos clásicos de los géneros, para “obtener en la poesía el más alto grado de distribución y en la prosa el más alto grado de condensación”.

El carácter marginal de Juan L. Ortiz fue para Saer un dato revelador respecto del sistema literario, del funcionamiento del aparato editorial y las instancias de reconocimiento. Y un argumento para embestir contra la crítica literaria y poner de relieve la arbitrariedad de las nociones de centro y de margen. Con los mismos términos se refirió a Antonio Di Benedetto, el otro escritor con el que construyó su zona. El valor que le adjudicó a Di Benedetto (“es inútil buscarle antecedentes o influencias en otros narradores: no los tiene”) creció en la misma medida que se distanciaba de Borges, precisamente el escritor que ocupó el centro de la consideración de la literatura argentina a partir de los ‘60, el momento en el que para Saer inició su declive como escritor y su regresión a formas estandarizadas. Su mirada sobre la obra de Borges, e incluso los reconocimientos que le tributó, estuvo matizada por advertencias y reparos; uno de los ejes de su crítica fue la misma definición de la obra, el hecho de que la firma de autor funcionara instantáneamente como sanción literaria.

Ortiz y Di Benedetto, leídos y asociados por Saer, comparten un rasgo central, el haberle dado al conjunto de sus obras “la forma inequívoca de un objeto bien diferenciado en el plano de la lengua”. Los textos de ambos, identificables a simple vista, por su disposición en la página y la peculiaridad de su puntuación, muestran que un escritor crea su propia lengua, a su manera. Si en su origen la escritura de Saer no encontraba referencias en lo que aparecía dado como literatura, en su desarrollo reconstruyó una tradición, definió sus características y la proyecta hoy como un legado susceptible de nuevas transformaciones.

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