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Domingo, 14 de noviembre de 2010

Elogio de la locura: Plaza de Mayo

Erasmo de Rotterdam, sin duda, incluiría a las madres argentinas de la Plaza de Mayo en su Elogio de la locura y no sólo porque, cuando comenzaron su increíble e indomable lucha por sus hijos y por las treinta mil personas desaparecidas durante la dictadura militar, las llamaran “Las Locas”. Humanista racional, Erasmo celebraba no ya las oscuras pulsiones irracionales o los delirios totalitarios de las ideas absolutas, sino la auténtica razón, es decir, la plenitud de la comprensión, que incluye los conceptos así como los sentimientos y las pasiones.

Esta razón se opone tanto a la irracionalidad visceral como a los mezquinos cálculos falsamente realistas, que consideran inmutable la realidad del momento y se pliegan a ella. La verdadera razón, que no cede a las cosas, es siempre “locura” –como el cristianismo para San Pablo– a los ojos de los que se inclinan ante el mal por considerarlo inevitable; por ejemplo, a los ojos de las pretensiones realistas que, en septiembre o en octubre de 1989, opinaban que el Muro de Berlín debía seguir allí durante muchos años. Las Madres de Plaza de Mayo constituyen un ejemplo de extraordinaria valentía, humanidad y libertad, y también de magnífico y racional realismo político, como lo documenta el excelente libro de Daniela Padoan y otros testimonios de sus vicisitudes. El ejemplo de una “locura” que es clara, intrépida y amorosa inteligencia de las cosas, puesta al servicio del universal humano.

(...)

En los testimonios –y, más aún, en la práctica– de estas mujeres, la maternidad no se queda en el desgarro visceral, en el duelo privado. Estas mujeres descubren que su tragedia personal es una pieza de una tragedia colectiva criminal; que no se trata sólo del hijo de una o de otra, sino de miles de personas que hicieron desaparecer delictivamente. El sentimiento maternal inmediato se universaliza, se convierte en claro concepto de la responsabilidad más general. Cada desaparecido se convierte en el propio hijo y cada víctima es en realidad el hermano de todos, porque se trata de nuestro destino común y pobre del que, prisionero de una obtusa aridez o de una confusa mezcolanza sentimental, no se dé cuenta de ello y no se dé cuenta, por tanto, de que se labra su propia ruina. Cuando se ha llevado un niño en el vientre –dice una de las Madres, Hebe de Bonafini–, se lleva para siempre. Estas mujeres no se rinden ante la muerte, desmontan su falsa aureola de poder invencible; sus hijos –repiten– están vivos, siguen formando parte de la historia del mundo, y esos treinta mil desaparecidos son todos hijos de cada una de ellas.

Como Antígona, también ellas llegan espontáneamente a la acción política desde la universalidad de los valores y de los sentimientos humanos violados por la política, por la perversión de la polis, de la vida común. Y desarrollan un trabajo político de increíble lucidez, concreción y eficacia, que no sugiere ningún patético exceso de amor materno, sino, más bien, la lógica de Clausewitz o la astucia de los héroes brechtianos. A cada movimiento de represión responden con una táctica flexible e inventiva; si la policía les prohíbe reunirse, obedecen a la orden de circular iniciando su legendaria marcha; si les apuntan con fusiles, gritan alegremente a coro ¡”Fuego”! Eluden la censura con una genial estratagema pacífica y difícil de controlar: difunden en el país, ignorante de los crímenes del régimen, escribiendo la información en los billetes de banco que circulan por todas partes o en hojas metidas en los misales, o intercalándola, en reuniones de masa, en las oraciones en voz alta que nadie se atreve a interrumpir; atemorizan a los asesinos y sus cómplices con sus denuncias públicas, corales.

Después de las Madres de la Plaza de Mayo es imposible repetir las patrañas sobre las mujeres quizá más capaces de pasión y sentimientos que los hombres, pero menos dotadas de lógica o menos inclinadas a la universalidad de los conceptos: su acción política revela una extraordinaria racionalidad, una clara visión general capaz de traducirse en una correcta praxis, mientras que, en este caso, son a menudo los hombres –los padres, los maridos– los que se muestran temerosos, rehenes de los acontecimientos, prisioneros de estados de ánimo impuestos y más preparados para inflamarse en los mundiales de fútbol que para inventar formas creativas y racionales de lucha por sus hijos. Antígona no sólo ama, también razona mejor que Creonte.

En los momentos más dramáticos de su protesta, pocos escucharon a las Madres; incluso Juan Pablo II, cuya devoción a María debería haberle abierto los ojos, las recibió con una sequedad que no se cuenta entre los mejores momentos de la vida del Papa. Uno de los pocos que se mostró realmente sensible, además del cónsul italiano Enrico Calamai, fue Pertini, quien, entre otras cosas, sorprendió a los generales diciéndoles que mentían –y no podían evitarlo– pero que en el fondo de sus corazones, habrían preferido defender su honor de soldados en el campo de batalla a ensañarse con adversarios indefensos, privándoles por tanto de cualquier posibilidad de responder, y que no podían admitir que mentían o que preferían torturar a los indefensos que los riesgos de la batalla. (...)

Es cierto que, como está escrito en el Evangelio, quien está ansioso por salvar su vida la pierde y quien está dispuesto a perderla la salva, y salvar el alma salva también la vitalidad. Siempre necesitaremos a estas Madres, Abuelas, hijas, novias, porque, dice un verso de Brecht, aún es fecundo el vientre del que nació la bestia inmunda.

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Alfabetos. Claudio Magris Anagrama 401 páginas
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