libros

Domingo, 11 de diciembre de 2011

Una vez por semana

 Por Marcelo Camaño *

La primera experiencia de lectura que recuerdo con más nitidez y emoción, casi al borde del paroxismo tiene que ver con la televisión. Ni dibujos animados, ni El Zorro, ni Batman y Robin. No, muy lejos de eso. Rolando Rivas, taxista. Una simple novela semanal que paralizaba al país allá por el ‘72 o ‘73 y que yo no tenía idea que paralizaba nada, excepto mi percepción. ¿Qué sería lo que me llamaba la atención? La novela en sí, la historia que se contaba o la permanente excitación que todo eso generaba en mi madre que la miraba con piadosa asistencia? Entonces revelaríamos que mi primera experiencia de lectura fue leer su emoción y su rostro ante una novela de masas que era vista simultáneamente en muchas casas del país a la misma hora, casi al mismo momento. ¿Y qué era lo que había ahí escondido que me hacía vibrar de emoción a mí? Convengamos que un taxista con problemas amorosos y familiares era algo tan alejado de mi realidad como pensar la llegada del hombre a la Luna. Era lo mismo de lejano y arbitrario. Yo, un simple escolar que viajaba todos los días a la escuela, lejana en mi barrio, para el que subirse a un taxi era una cuestión de emergencia, que a los ricos los veíamos en el centro de la ciudad, que la barra de amigos de la esquina era en realidad una banda de forajidos que robaban niños, asaltaban ancianas y desafiaban a jóvenes muchachos que querían ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Lejos también estaba de mi percepción la voluptuosidad política que se vivía por esos tiempos, algunos clandestinos y otros tan inmensamente visibles. Pero lo que adivinaba detrás de ese relato que emanaba de la televisión era la convicción de que era construido. Que los seres humanos que se movían y modulaban su vida en pedacitos durante una hora y media, era eso, una verdad editada en pedacitos. Porque ahí no se los veía comer siempre, jamás se los veía bañarse, mucho menos dormir y roncar. Y ni pensar en los actos prohibidos que ya sabíamos que existían pero que también la experiencia nos indicaba que de tan prohibidos ahí nunca los hallaríamos. El tiempo se tergiversaba, la noche y el día se diferenciaban con una bocina de tránsito o con el sonido de un grillo resistiendo en la maceta del patio. Advertía que lo que parecía real era en verdad de mentirita, lo que era de mentira era muy pero muy falso. Que la diferencia entre un exterior en una plaza colmada de gente no se relacionaba con un decorado con puertas que cerraban mal y con teléfonos que sonaban de manera grandilocuente, pero eficaz para la historia, no para la vida. Donde los teléfonos no llegaban nunca, tardaban años en aparecer por las casas y el desfile de vecinos para usarlo era interminable. Entonces sobrevino la gran pregunta: si todo eso es construido, está siendo diseñado por alguien. Y ese alguien: ¿quién es? En este caso el alguien era un tipo que se llamaba Alberto Migré y que parecía tener seguidores en todo el país. Era conocido por construir relatos de esta manera, parecidos en su forma: es decir una vez por semana, a la noche, se encontraba ese tramo de la historia en continuidad. No asistir a uno de ellos era saltarse una parte imprescindible de la historia de esos personajes. Porque me explicaron, sospecho que en la escuela y vía una maestra arrobada en la figura esbelta de Rolando, esos no eran seres humanos normales como cualquiera de nuestros tíos o de los novios de nuestras tías. No, éstos eran seres humanos que hacían de cuenta que llevaban esa vida pero que no eran esas personas. Ahí se me armó un lío tremendo en la cabeza, porque entonces además del tan afamado Migré había un tal Claudio García Satur que hacía, movía, gesticulaba y sentía a Rolando, y una tal Soledad Silveyra que le ponía el cuerpo, el llanto, la risa y la emoción a Mónica, la mujer por la que sufría Rolando. Un lío, porque ese tema del cual se la pasaban hablando, discutiendo, gritando, llorando, peleando, maldiciendo, soñando y riendo se llamaba amor. La suerte, lo tranquilizador era que semejante lío molestaba a esa pobre gente una vez a la semana. Nada más. Menos mal.

* Marcelo Camaño es guionista.

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