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Domingo, 18 de marzo de 2012

Kennedy Toole cita a Trotsky

 Por  Greil Marcus

Hay una historia que me viene dando vueltas desde hace mucho tiempo, un relato en un recorte de diario que he conservado por décadas, aunque su trasfondo se remonta a más de veinte años atrás. A principios de los sesenta, un misántropo de Louisiana llamado John Kennedy Toole escribió una extensa y disparatada sátira que llamó La conjura de los necios. El héroe del libro era un tal Ignatius Reilly, un paranoico muy gracioso que iba al cine sólo para indignarse; un estudioso de la obra de Boecio para quien la totalidad del mundo contemporáneo era una máscara que confirmaba su misión sagrada de loco y de profeta gnóstico; un charlatán gordo, feo, que no para de hablar al pedo (literalmente, por desgracia), que anda por las calles de Nueva Orleans con una espada y un escudo, fantaseando con conducir “muchas marchas de protesta repletas de carteles y pancartas que rezarían ‘Basta de clase media’, ‘Que se vaya la clase media’. Llegado el caso, no dejaría de lanzar un par de bombas Molotov”.

El título del libro está tomado de Swift: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificárselo por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. Incapaz de interesar a un editor, Toole se suicidó en 1969, a los treinta y dos años. Gracias a la insistencia de su madre, Thelma D. Toole, que contó con la ayuda de Walker Percy, una caja de manuscritos (“una copia a papel carbón, apenas legible, todos manchados” –escribió Percy–), se transformó en un libro publicado en 1980 por Louisiana State University Press. Fue un best seller y ganó un Premio Pulitzer.

Cuatro años más tarde, el 15 de enero de 1984, Charles C. Hardy y John Jacobs, dos periodistas del staff del San Francisco Examiner, realizaron un informe sobre las inminentes primarias presidenciales de New Hampshire:

Hannover, N. H.- Alguien podría pensar que la Convención Nacional del Partido Demócrata se había reunido esta semana en el viejo Hannover Inn en el Colegio Dartmouth, y no dentro de seis meses en San Francisco.

En la víspera del debate de hoy entre los ocho principales candidatos presidenciales demócratas, transmitido por la televisión pública, este antiguo y elegante hospedaje hervía de rígidos y severos agentes del servicio secreto; hordas de gente de prensa con tarjetas de identificación multicolores colgando del cuello y candidatos presidenciales por aquí y por allá.

Mientras los candidatos charlaban con la multitud de periodistas en una gran habitación con muebles antiguos, cómodos sofás y candelabros de bronce, un hombre, solitario y bien vestido, caminaba por el frente del hotel portando un cartel amarillo que llevaba escrito: “¿Por qué los demócratas no dejan debatir a Toole? ¿De qué tienen miedo?”. El hombre que sostenía el cartel, John Kennedy Toole, un neoyorquino de treinta y nueve años, afirmaba que estaba haciendo campaña para presidente para llamar la atención sobre los dos millones de indigentes de este país “viviendo afuera, en el frío”.

“El criterio para ser parte de este debate”, le decía al único reportero a la vista, “parece ser la cobertura mediática a nivel nacional. En ningún lugar de la Constitución se habla de algo así”.

“Nadie quiere hablar conmigo. Está claro que preferiría eso a estar acá parado con este cartel.”

Si no era el John Kennedy Toole que escribió La conjura de los necios (como prueba, el uso por entonces pedantemente correcto de la palabra “criterio” por parte del hombre era más perturbador que el hecho de que La conjura... termina con Ignatius Reilly abandonando Nueva York con su novia judía), entonces era alguien que había leído el libro y, tomando el nombre de su autor como homenaje, había decidido hacer de él. O al menos eso era lo que yo creía en 1984, o lo que me hubiera gustado que fuera. Aunque los ensayos que forman este libro fueron publicados como textos cotidianos de crítica a lo largo de casi dos décadas, de 1975 a 1993, ésa era la historia que condensaba las sospechas y preocupaciones que están por detrás de cada una de ellos. La preocupación es que nuestro sentido de la historia, tal como aparece planteado en la cultura cotidiana, resulta estrecho, empobrecedor y aplastante; que la presuposición más aceptada de que la historia sólo existe en el pasado es una mistificación que se resiste con fuerza a cualquier indagación crítica que trate de revelar que dicha presuposición es un fraude o una prisión. La sospecha es que estamos viviendo la historia, haciéndola y deshaciéndola sin cesar –olvidándola, negándola–, en modos que desconocemos.

¡Son gente aislada y triste; han fracasado, su papel terminó! ¡Váyanse adonde pertenecen: al basurero de la historia! (León Trotsky a los mencheviques, en el Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets, 25 de octubre de 1917.)

“El basurero de la historia” es una expresión que equivale a algo concluido, a poner la historia en el pasado, adonde parece pertenecer. Ya estaba allí, cuando Trotsky hablaba sobre las etapas de la historia mundial, mientras las ironías actuales se enroscaban alrededor suyo como una serpiente invisible. Estaba allí, en Hannover, New Hampshire, materializándose ante los ojos si uno estaba leyendo la historia justa en el momento justo: no una cosa del pasado o para el pasado, sino una trampa, una sentencia de muerte, o tal vez una meta, una tierra prometida que puede aparecer en cualquier momento. Puede tragarte; tal vez uno pueda escaparse de ella. León Trotsky tiró a los mencheviques al basurero de la historia en 1917 y allí siguen todavía, en compañía de su sombra. John Kennedy Toole se tiró al basurero de la historia en 1969, y en 1980 fue rescatado de él, aunque escribió la clase de libro que, no importa cómo o cuándo fue hallado, no importa cuántos premios y elogios aparezcan en su portada, sólo habla desde el basurero de la historia.

Los textos de Greil Marcus así como el extracto de la introducción a cargo de Pablo Schanton pertenecen a la edición que Paidós acaba de distribuir en la Argentina.

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