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Domingo, 2 de marzo de 2014

EL HOMBRE QUE ESCRIBE EN LA PARED DE LA CASA ROSADA

Esto que voy a contar es cierto. Juro que es cierto. Salió en todos los diarios, lo que no es ninguna garantía, pero además es cierto. La historia es así: el hombre estaba ahí, escribiendo sobre la pared de la Casa Rosada, que da sobre Hipólito Yrigoyen, entre el gentío que viene del Bajo a tomar el subte, entre los carros de policía que rondan con sus vigilantes de casco y ametralladora. Bueno, ahí mismo, absorto, despacito, con buena letra, apretando quizá la punta de la lengua entre los dientes, estaba Pascuo Siesta, y con una de esas lapiceras de dibujo, con carga de tinta, escribía despacio, como si hiciera caligrafía “Viva Pe...” (y no precisamente Perette) en la pared de la Casa de Gobierno. Había venido escribiendo así por las calles del barrio sur, sobre las paredes húmedas, grises, sobrias, de esas casas bajas, de principios de siglo, con angelitos sobre las puertas y balcones al ras de la vereda y vidrieras polvorientas que exhalaban un resplandor amarillo. Había escrito por todas esas calles angostas que todavía tienen por inercia los rieles de los tranvías que ya nunca pasarán. Y seguramente se había dicho que escribir ahí no tenía ninguna gracia, que había que decir las cosas donde las vieran todos. Y entonces estaba escribiendo ahí, en esa pared de la Casa de Gobierno, ajeno a todo, con esa lapicera que le había robado a su hijo. Y es probable que sintiera que la Casa Rosada estaba como vacía, o como si perteneciera a otro país, un país de generales mistificadores y políticos de tres por cinco que no le daban ni la hora, un país con el cual no tenía nada que ver. Y quizá por eso pintaba con tanta parsimonia, como en un desafío. O quizá no pensaba en todo esto. Es lo más probable. Pero el hecho es que ahí estaba nuestro hombre, pintando. Entonces cayó la policía, se lo llevaron preso, está incomunicado y ahora le cayeron encima como veinte decretos inventados en todos estos años de histeria. Pobre Pascuo.

Y miren que no es ningún chico. Tiene más de cuarenta años. Por algo había hecho lo que hizo.

–Es un loco –me decía la otra noche un taxista, comentándolo.

¿Pero en realidad está tan loco y maniático, o esa es la píldora que nos queremos tragar todos? Porque el taxista, en tácita solidaridad amargada agregó: “Tá bien, estamos todos de acuerdo. Pero no gana nada con eso”.

Yo creo que sí ganó algo. Todos los días uno siente en la calle esta bronca espesa, agria, sorda, que sube como el agua de la pava al fuego. Todo el mundo tiene un miedo bárbaro, pero también unas ganas enormes de hacer lo que hizo Pascuo Siesta o algo parecido. Y eso es lo que se ganó con este asunto. El amigo Pascuo lo hizo.

En todos estos años de histeria, en los que no hace falta mucho para verle la hilacha al hambre, todos los días, en las colas de quinientas personas que a las diez de la noche esperan que salga la página de los clasificados para agarrar un diario y correr a hacer otra cola delante de alguna oficina o fábrica, chupando frío toda la noche hasta que levanten la cortina o abran el portón; en estos años en que, delante de las pocas construcciones que todavía quedan, todas las noches hay decenas esperando hasta el día siguiente para pedirle algún laburito al capataz; en estos años, muchos Pascuo Siesta se quedaron con el lápiz en el bolsillo, rumiando su bronca impotente.

Muchos Pascuo escribieron su rebeldía en las paredes de los baños o en las esquinas oscuras. Muchos, y de todas las edades.

Además, el amigo Pascuo trajo toda una innovación. Digo que seguramente le habrá robado la lapicera al hijo porque me lo imagino viviendo allá, por la avenida Montes de Oca e Ituzaingó, cerca de algún inútil comité radical con el frente lleno de lamparitas y las paredes cubiertas de afiches de candidatos espectrales.

Me lo imagino con una mujer que atiende un bolichito de esos en que se venden cuadernos, cigarrillos, agujas y juguetes baratos de material plástico. Un negocio con una lamparita, un par de escalones y piso de maderas que crujen debajo de los zapatos de los clientes, con una puerta vieja, que se cierra con tranca. Y me imagino que su casa puede ser uno de esos corredores largos, llenos de piezas prefabricadas, llenas de parientes, y con un vecino pared de por medio que se levanta a las tres y media de la mañana para ir a trabajar, el cual tiene una hermana viuda que se pasa el día gritándoles a sus hijos, a los de Pascuo Siesta y a los de todo el barrio.

Y me lo imagino a Pascuo como alguien que hizo todo tipo de trabajos y que ahora puede estar cesante o incluso puede andar “tirando” en un laburito, lo mismo da.

Porque de cualquier modo no le pagan. Y quizá su hijo sea uno de esos muchachos que se las ingenia para escribir con pintura en las paredes. Pero estas pintadas no son ninguna novedad. Por eso este asunto del amigo. Pascuo es formidable. Y único. Es innovador y auspicioso. Y por eso, vaya aquí nuestro homenaje.

Esta aguafuerte fue publicada en la revista Compañero, el 5 de julio de 1963.

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