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Sábado, 7 de julio de 2007

MEDIO AMBIENTE Y CALIDAD DE VIDA URBANA

Entre el humo y el ruido

La agenda ecológica no consiste sólo en abrazar árboles o salvar ecosistemas. Hay una ecología de la vida urbana que consiste en gastar menos dinero en energía desperdiciada y dejar de vivir entre el humo y el ruido del transporte público.

 Por Sergio Kiernan

Suele pasar que los trenes van más rápido de lo que podemos verlos en este lejano arrabal, por lo que los perdemos. Argentina en general, y Buenos Aires en particular, siguen con perfecta indiferencia el tema ecológico. Claro que hay chispazos, ONG y puebladas, como las de Esquel contra la minería y la famosa de Gualeguaychú contra las pasteras. Y también temas que se siguen en las páginas principales de los diarios, como el papelón de la desorientación oficial sobre qué hacer con el Riachuelo. Pero lo que está completamente ausente de todo el temario es la polución de la vida cotidiana, del mismo funcionamiento básico del tejido urbano. Cosas municipales, como el increíble humo que generan todos los colectivos, casi todos los camiones y muchísimos autos que circulan libremente por la ciudad. O el espectacular nivel de ruido de nuestra vida urbana. O la falta total de toda idea de reciclado con orden.

Estas cosas a veces cuestan plata, a veces mucha plata, a veces nada. Esta semana, la ciudad de Nueva York cambió sus ordenanzas sobre ruidos en la vía pública, buscando aumentar todavía más el notorio silencio que se disfruta allá, donde un embotellamiento de diez cuadras produce menos bochinche que el tránsito normal en Callao y Corrientes. Por ejemplo, quien tenga un perro que ladre por más de diez minutos pasadas las ocho de la noche recibirá una multa. Y el local cuyo ruido se escuche desde el cordón de la vereda. Y el vehículo de cualquier tipo que tenga un escape audible, por no decir libre (que están absolutamente vedados hace añares).

La polución del aire es más complicada. Ningún gobierno quiere aumentar las tarifas del transporte, medida de lo más impopular, pero resulta que si el transporte es barato, los transportes son físicamente una porquería. Basta pararse en cualquier esquina de cualquier ciudad argentina para ver que el parque automotor público consiste básicamente en ruinas. Para peor, la vasta mayoría de los motores son diésel, tecnología que requiere mantenimiento regular para no emitir grandes cantidades de humo. Ese mantenimiento, obviamente, no se hace, por lo que los bondis circulan fumigando a todos con una de las sustancias más siniestras, venenosas y cancerígenas conocidas por el hombre. El humo de motor de explosión en estado puro y respirado en directo es uno de los factores más claros en la lista de problemas que bajan la esperanza de vida en este país.

La fobia a que el transporte público sea seguro pero más caro es una tradición argentina, con gobierno militar o cuartelero, lo que explica por qué los colectivos y camiones argentinos salen ya de fábrica con niveles de ruido y polución inaceptables. Sus marcas son de la primera A, casi todas europeas, pero el producto final no: en Suecia, Alemania o Italia, esas carcachas a estrenar no pasarían del portón de la fábrica. Ni hablar de los carrozados argentinos, que simplemente se ahorran toda aislación acústica al espacio para el motor.

El humo y el ruido son dos temas urbanos fáciles de entender, porque se ven y se escuchan. Otros quinientos, como dicen en Brasil, son los temas más de fondo de esta ciudad. Por ejemplo, el increíble desperdicio de energía que nos caracteriza. La eficiencia energética de un edificio ni siquiera suele ser tema a la hora de proyectarlo o remodelarlo. No se trata de hacer edificios “verdes”, utopía más lejana para los argies que el socialismo interplanetario, sino simplemente de ahorrarle plata al prójimo. Porque sucede que a la energía hay que pagarla en forma más que directa, como boletas de luz y de expensas. Las megatorres que tienen embelesados a tantos resultan carísimas de hacer funcionar por la simple razón de su consumo: electricidad para ascensores interminables, para bombear agua hasta alturas antinaturales, para controlar temperaturas en espacios que son cajas acristaladas, indefensas como bebés ante la naturaleza.

Que se sepa, nadie está pensando en forma integral hacer que Buenos Aires, la mayor ciudad argentina, comience a ganar al menos niveles de cordura. Un ejemplo es la separación de basuras por tipo para su reciclado, cuestión mitificada y complicada al cuete. Nuevamente Nueva York cambió esta semana algunas cosas (tienen un gobierno bastante activo) y explicó otra vez las reglas. Los vecinos tienen que hacer un paquete con todo lo que sea papel o cartón, otro con todo lo que sea vidrios, otro con lo que sea cierto tipo de plásticos y otro con lo que es realmente basura, que viene a ser todo lo demás. O sea que hay tres tipos de reciclado y uno de basura. Los porteros o vecinos sacan la basura todos los días y cada tipo de reciclado se retira una vez por semana. Para basuras tóxicas, como heladeras o computadoras, se llama para avisar y le dan un “turno” para ponerla en la puerta. Claro que aquí tenemos cartoneros, a los que se les podrían derivar estas tareas, en todo o en parte, integrándolos al reciclado y eliminando la necesidad de romper bolsas y revolver todo. Como se notará, el Estado no tiene que invertir o gastar, son todas obligaciones para los ciudadanos.

El país que más se tomó en serio estos temas es Gran Bretaña, impulsado por una mezcla de mentalidad isleña, nostalgia por el campo y corrección política New Labor. En este verano boreal, los británicos van a recibir una cartilla donde se explica cuánto carbono emite cada actividad humana, desde prender una lamparita hasta hacer un asado, pasando por cada kilómetro en auto o bus. Es una herramienta para que cada persona pueda calcular cuánto medio ambiente “gasta” y trate de bajarlo. El librito traerá además una tabla para calcular cuánto “ahorra” cada uno con actividades de reciclado.

Si alguna vez logramos llegar a esto, será realmente un milagro. Pero el ejemplo inglés vale como contraste y para indicar que podemos, aunque sea, dejar de vivir entre el veneno.

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