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Viernes, 30 de abril de 2010

Una casa llena de vida

El Garden Buenos Aires es un pequeño hotel pensadísimo que ofrece la oportunidad de vivir en una casa porteña de fines del siglo XIX. Y es una casa cargada de historia y salvada del desastre con inteligencia.

 Por Sergio Kiernan

En la bajada grande de Piedras, donde la calle se anima un rato a ser ancha, hay una casa medio escondida tras un árbol. Es a metros de Caseros y uno llega a esta espalda del Parque Lezama con los ojos llenos de edificios lindos y patrimoniales, sabiendo que Barracas promete festines. Por eso es capaz de pasarse la casa, tan discreta. Sería una pena, por sus historias y por la belleza que contiene.

La casa es de bien de finales del siglo XIX, es inconteniblemente italiana con su fachada de ventanas altas y pedimentadas, su piel de piedra París y un aire respetable en lo que era entonces un barrio en ascenso, de vecinas bien construidas. Originalmente tenía uno de esos planteos de PH bien porteños, con un arriba de escalera de mármol y baranda torneada, una recepción soñada de luz –hay que ver el cerramiento de vidrios y metales que tiene– y pavimentada de colores, y una serie de habitaciones de techos desmesurados y estucados, siguiendo patios-pasillos.

Abajo era la misma paleta, con galerías abiertas de columnas de hierro de fundición, pieza al fondo, detalles romanos, peldaños de Carrara y pisos de pinotea retumbantes. La construcción era modernísima, pese a las ideas clásicas, con estructuras metálicas, encáusticos y un vanguardista pavimento en estilo Art Noveau en la planta baja. Era una gran casa para familias numerosas, una de pajaritos en sus jaulitas, malvones, puchero y un estilo de vida tranquilo y seguro.

Luego vino el desastre. Es que la gente se muere y los hogares se transforman en metros cuadrados a los que hay que sacarles provecho. Por la fantasía de que el barrio era ahora medio ratón, la casa no fue demolida sino transformada en inquilinato, ese purgatorio tan nuestro. Los patios y las galerías fueron sucucheados –como dice un ingeniero ingenioso– con casillas y cocinas, las piezas se subdividieron, la humedad fue reina y lo que se rompía se arrancaba a golpazos de martillo. La casa languideció en la mugre y el destrato, hasta que apareció su inesperable salvador.

John Fernandes es fotógrafo, indio de Goa vía Calcuta y un residente de muchísimos años en Argentina. A fines de los ochenta empezó un buen día a invitar amigos a su nueva casa, una tapera que tenía como puertas chapas clavadas, sin luz ni servicios. La aventura de rescatar la casa, después que cerraron el inquilinato y la pusieron en venta, arrancó con infinitos volquetes de escombros y una búsqueda de lo que quedaba abajo de los agregados. Fernandes pasó años sellando techos, cambiando instalaciones, reactivando servicios, rehabilitando ambientes. Arriba instaló su casa y estudio, abajo alquiló a una editorial, un estudio de video, amigos creativos. La casa se repobló con asados y reuniones.

Eventualmente, Fernandes tomó otros rumbos –anda por Corrientes, al frente de un pequeño hotel ya célebre entre viajeros del mundo– y la casa tomó otra vida de la mano de otra inmigrante. Pamela Murphy es norteamericana y está seriamente enamorada de esta casa, en la que hizo nacer Garden Buenos Aires, un hotel literalmente irrepetible porque sigue los contornos de esta casa porteña. La experiencia, novedosa para porteños nacidos y criados, irresistible para visitantes, es la de sentir un modo de vida que empapa estos espacios.

Una idea que Murphy mantuvo es la de no restaurar todo a nuevo, dejando las superficies exteriores con sus marcas de edad y cosas vividas. Esto termina reforzando, curiosamente, el aire italiano de la casa con molduras incompletas y muros marcados. Así, el frente sigue mostrando grietas y faltantes, con sólo dos puertas de madera de época recolocadas en reemplazo de las de metal de antes.

Donde se concentraron los muchos trabajos de Murphy fue en crear habitaciones confortables y agradables, contenidas en una casa clásica de Buenos Aires. Al frente, como indica el sentido común, hay nuevamente un living a la calle, iluminado por altísimos ventanales, con un entrepiso colgante –muy ingenioso– que permite una oficina sin parecer que toma ningún espacio. Los techos son una desmesura de bovedillas curvas de ladrillo y suncho de metal, con lo que el ambiente tiene todo el volumen hoy olvidado en la construcción moderna.

La primera suite sigue la misma receta de ladrillería y pinoteas, que fueron desarmadas para limpiar y reforzar su estructura interior, eliminando humedades retobadas. Allí se encuentra lo que debe ser uno de los mejores baños de Buenos Aires, creado a partir de uno de esos locos divisores de roble y cristal biselado que separaban sectores de los living. El artefacto, que parece el frente de una capilla, se toma el muro entero y aloja una caja de mayólicas blancas, con artefactos de época, bañadera con patas y una araña sorprendente, zafada. Cuenta Murphy que, por razones que ella entiende, el lugar es simplemente irresistible para todas sus pasajeras.

Las siguientes tres habitaciones combinan pinoteas y cielorrasos en altura con baños muy modernos, receta que se repite en “la casita”, un duplex de living, dormitorio y baño autónomo que cierra el segundo patio. Entremedio y dividiendo ambas galerías, hay un living con una gran mesa para desayunar en invierno y una cocina abierta al público junto al patio trasero, irresistible en días lindos. En ese mismo patio se abre una discreta puertita que lleva a la sorpresa final, un enorme jardín que estira la casa hasta la calle Tacuarí, cien metros completos. Era un lote demolido hace tantos años que hasta le creció un boquecito criollo que ya taparía un tercer piso. Hoy abunda la grama bahiana, hay una casita muy alegre que es puro vidrio, madera y espacio, y un inesperado tanque australiano que dobla como fuente y piscina.

Un elemento que unifica ambientes tan diferentes –no hay dos iguales, ni remotamente– es la colección de arte y artesanías de Murphy. Todos los muebles son de épocas diferentes y aparecen cosas inesperadas como caballitos de calesita, trenes de juguetes y colecciones de barquitos hechos por artistas. Hay bibliotecas por todas partes: en el living una colección de guías porteñas, en la casita una de arte y otra de novelas, en cualquier rincón donde da gusto leer una pila de libros.

Arriba, Murphy siguió la idea original e hizo su casa y la de sus hijos. Los cambios más notables son de luz, con claraboyas y juiciosos retiros de esas mamparas sombrías que sellaban las galerías. En estos ambientes hay muchas, muchas horas de raspar incontables capas de pintura para exhibir maderas en los marcos, pisos pulidos para que vuelvan a brillar e instalaciones de ese milagro moderno, la calefacción.

La gran sorpresa está allá por el medio de la planta, en un ambiente que supo ser un vestíbulo ancho, medio difícil de entender y oscurón. Allí surgió un comedor de doble altura, que en esta casa es mucho decir, que se abre a una inundación de luz con una escalera escultura que lleva a los techos y un ambiente nuevo, el único construido de cero. Un muro del ambiente tiene una chimenea de ladrillos que se alzan como fluyendo hacia arriba, donde se curvan en un óculo inclinado, con cara de reloj solar. Es un vértice invertido de ladrillos tratados como agua, algo realmente notable y un choque sorprendente para el que lo vea.

¿Y cómo funciona este lugar? Un día cualquiera de este otoño tan amable, los pasajeros toman café en el jardín, duermen la siesta, salen a pasear, charlan bajo las galerías, exactamente como si estuvieran en casa de un pariente muy, pero muy tolerante y hospitalario. Pocos hoteles ofrecen este tipo de experiencia, la de usar una casa para vivirla como propia y colarse un poco al estilo de vida de una ciudad.

El Garden Buenos Aires hotel: www.gardenbuenosaires.com

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