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Sábado, 26 de enero de 2013

Molinos de viento

 Por Jorge Tartarini

La aparición del molino de viento, junto con el crecimiento de la red ferroviaria y la difusión del alambrado, fue uno de los principales factores de desarrollo y creación de establecimientos rurales y pueblos. Su llegada permitió obtener agua en lugares donde no existían cursos fluviales ni aguadas naturales, prescindiendo del condicionamiento geográfico y, en buena medida, de fatigosas excavaciones para acumular las aguas pluviales en cisternas y tajamares. Esta novedosa aplicación de la energía eólica transformó la realidad del campo argentino. Los primeros que llegaron a nuestro país se importaron de Estados Unidos por la casa de Miguel N. Lanús, importadora de maquinaria rural, en 1880. El molino había sido inventado por el norteamericano Daniel Halladay, quien comenzó su fabricación en 1854, y fue un elemento indispensable en la expansión agrícolo-ganadera y el poblamiento del Oeste americano. Los primeros modelos que llegaron al país fueron totalmente de madera, de la fábrica de Andrew Corcoran, de Nueva York, y habían obtenido medalla de plata en la Exposición Universal de París de 1878. En 1881, Lanús los presentó en la exposición de la Sociedad Rural en Palermo, y comenzó su fabricación en Buenos Aires en 1894, adquiriendo la patente del Corcoran. Estos modelos de madera fueron rápidamente reemplazados por los de hierro, a los que en 1901 se les agregó el tanque australiano. En los primeros años del siglo XX existían en Buenos Aires numerosas casas importadoras de molinos de viento, y también algunas fábricas que comenzaban la producción nacional. Entre estas últimas, una de las más conocidas fue la de J. A. Saglio, con su molino marca Hércules. Esta firma, a pedido de los interesados, podía agregar a las estructuras de hierro cuantas “ornamentaciones artísticas” estos quisieran, a decir de un aviso publicado en 1916. Es que igual que otros derivados de la producción industrial, los molinos a menudo se vistieron con formas y estilos en boga, a tono con la arquitectura de los grandes cascos de estancias. Aquellas esbeltas torres fueron, por su material –el hierro– y por sus formas, verdaderos símbolos de modernidad y progreso, en la inmensidad del vasto horizonte pampeano. No es de extrañar entonces que los modelos de mayor envergadura incluyeran una escalera de caracol vinculando distintos niveles de miradores sobre los tanques de hierro –para apreciar el entorno y tomar el té-, cresterías de zinc y delicadas barandas ornamentadas. Estos testimonios del pasado industrial se encuentran hoy en su mayoría desactivados, o bien modificados en su maquinaria original con la introducción de bombas eléctricas. No existe un inventario que ofrezca una idea cabal de la cantidad de molinos de hierro importados y nacionales que hoy se conservan, pero se sabe que en la Provincia de Buenos Aires existen modelos de gran interés, como los que pueden verse en la estancias El Malacara del Moro y San Martín, en los partidos de Lobería y Cañuelas, respectivamente; mientras que en la Provincia de Córdoba, en la localidad de San Esteban, se encuentra el mítico “Molino francés”, que habría sido adquirido por María Harilaos de Olmos, junto con otro de similares características, para sus estancias de Dolores y de El Duraznillo, en Río Cuarto. Aunque se adjudica su diseño al ingeniero francés Alexandre Gustave Eiffel (1832-1923), a poco de examinarlo surgen evidencias que contradicen tal afirmación. En efecto, se trata de un modelo fabricado por la firma del Ingeniero J. A. Saglio, que poseía su casa central en B. de Irigoyen 1460-70 de Buenos Aires, y talleres y sucursal en la ciudad de La Plata. La Casa Saglio, además de molinos, producía tanques australianos, bebederos, malacates, cocinas, columnas, bancos para jardines, bombas, norias, pozos semisurgentes e instalaciones completas de aguadas, cañerías, depósitos, torres, etc.; tal como lo afirma un catálogo de 1917. Tal vez su ornamentación, de inspiración Art Nouveau y Secesión, haya influido en la versión del origen galo. Lo cierto es que, por lo contrario, la pieza es un testimonio genuino del temprano desarrollo alcanzado por la metalurgia liviana nacional aplicada a la maquinaria rural. En el citado catálogo de 1917 aflora el orgullo de Saglio por su molino “nacido en la Argentina y perfeccionado paulatinamente en su Patria”, y así queda evidenciado en varias leyendas de la publicación: “¡¡La industria nacional imponiéndose a la Extranjera!!”, “Hércules. El Molino que tarde o temprano tendrá Ud. que adoptar”. En San Esteban nunca estuvo Eiffel, pero sí Carlos Gardel filmando una de sus primeras películas (1917, Flor de Durazno) y, por si fuera poco, esta valiosa pieza de nuestro patrimonio industrial, declarada recientemente Bien de Interés Histórico Nacional.

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