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Sábado, 9 de marzo de 2013

Acriollamientos

 Por Jorge Tartarini

Que el Palacio de las Aguas Corrientes es sólo la punta del iceberg de un patrimonio visible e invisible vinculado a la higiene y salubridad es algo bastante conocido. Por lo menos para las 107.000 personas que en alguna oportunidad visitaron el museo que funciona en su interior. Desde luego que no es suficiente porque ese inmenso patrimonio industrial merece ser más conocido y disfrutado. Y porque además, a través de él, podemos acceder a otros igualmente valiosos. Como por ejemplo el de los artefactos que a diario conviven con nosotros en el cuarto de baño, testigos íntimos de frondosa historia. Como el bidet, por ejemplo.

Su origen se remontaría a la época de las Cruzadas y lo habrían utilizado los caballeros cruzados a su regreso de Jerusalén para lavar sus órganos genitales, antes y después de tener relaciones sexuales, como medida higiénica preventiva.

Más tarde, durante la Revolución Francesa, su uso era signo de refinamiento. Se llamaba “caja de limpieza” o “bidé”, y era utilizado por integrantes de la nobleza para el aseo íntimo femenino. Pronto se difundió entre la burguesía y, merced a una campaña de salud pública, para fines de la Segunda Guerra Mundial los hogares franceses tenían uno en su baño. Era bastante común entonces que los parisinos se burlaran de los turistas ingleses que veían un bidet por primera vez y lo utilizaban para orinar, lavarse sus pies o las medias. Pero a pesar de su difusión, según un historiador especializado en la vida cotidiana de los franceses, Roger -Henri Guerrand, muy pocos realmente lo utilizaban, quizás influenciados por las enseñanzas del catolicismo, que desaconsejaban el aseo ya que, en la postura de San Francisco de Asís, permanecer sucios les daría una idea del olor del infierno.

La primera referencia escrita del bidet sería de 1710, en Francia. Se sabe además que hacia 1750 apareció un bidet con jeringuilla, que permitía una lluvia ascendente usando una bomba manual alimentada por un depósito. La palabra bidé viene del francés bidet, nombre que pusieron al artefacto utilizado con las piernas abiertas, como cuando se monta a caballo. Otros afirman que los franceses tomaron la palabra bidet, que es el nombre galo de un caballo pequeño o caballito para niños o damas. En suma, un utensilio independiente, que podía trasladarse a la habitación de aseo, y luego arrojar su contenido siguiendo el viejo método del “tout-à-la-rue” o “¡agua va!”, como se conocía por aquí.

Estos primeros enseres generalmente presentaban una elegante decoración y contaban con un armazón de madera, respaldo y tapa que ocultaba una palangana de loza o de estaño. Cuando surgen los “cuartos de baño o de aseo” y el “cuarto excusado”, el uso de la silla agujereada se transforma, pues surge un ambiente fijo para las funciones íntimas. Bidés, palanganas y demás enseres de higiene, como jarros de loza, pueblan estos lugares, aunque todavía como elementos móviles.

Las características de esta “palangana con forma de guitarra” cambiaron con el tendido de las primeras de redes de provisión de agua y desagües cloacales. Contar con una red de cañerías que permitiese abastecer y evacuar el agua utilizada favoreció el desarrollo técnico de los artefactos sanitarios como el bidet.

El arquitecto Alejandro Christophersen rememoraba en 1933 que entre nosotros el uso de este “4 elemento de higiene” no estaba tan arraigado décadas atrás, y su empleo era considerado, por los más puritanos, hasta inmoral. Recordaba que en un remate un martillero anunciaba su venta como un “instrumento en forma de guitarra, de uso desconocido”, y que un estanciero se quejaba a su arquitecto de que “el lavatorio con ducha le resultaba incómodo cuando se lavaba la cara”. Christophersen aludía luego a una clienta a quien trataba de explicarle los planos de su casa y que, cuando él tímidamente nombró el bidet, la señora exclamó sulfurada que ella no era una prostituta francesa. A pesar de ello, su uso, con el tiempo, comenzó a generalizarse y fue considerado algo corriente e indispensable en los baños argentinos de las décadas siguientes. A tal punto se acriolló que dio origen a un dicho muy nuestro: “bidet: francés en su origen, argentino por adopción”. Acriollamientos que también encontramos en buena parte de la música, literatura, deportes, gastronomía, idioma y tantas otras expresiones llegadas desde lejos y que hoy forman parte de la rica diversidad cultural que identifica y singulariza nuestro patrimonio.

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