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Sábado, 5 de julio de 2003

La vuelta a la semilla

Oscar Niemeyer recientemente viajó por primera vez en muchas décadas a Brasilia, la ciudad que lo hizo famoso. Fue por invitación de Lula, un presidente que admira. Curiosamente, fue la segunda vez que entraba al palacio presidencial que diseñó: la última fue hace 43 años.

Este año, por invitación del presidente Lula, Oscar Niemeyer volvió a pisar Brasilia después de muchos años. Y, nuevamente de la mano del primer presidente al que apoya este viejo comunista desde los tiempos de Juscelino Kubischek, que fue su mecenas, Niemeyer entró por segunda vez en su vida al Palacio de la Alborada. No entraba a la sede presidencial que inauguró hace 43 años desde la muerte de Kubischek. En la entrevista, Lula estuvo obsequioso y conversador. El arquitecto nonagenario, en cambio, tuvo poco que decir: de la ciudad que lo puso en el mapa mundial de la arquitectura sólo parece gustarle la curvilínea catedral.
Fue un momento simbólico para un creador lleno de contradicciones. Es que Niemeyer es un modernista acérrimo que detesta los aviones y viaja a todos lados en auto –llegar a Brasilia le tomó dos días–, un urbanista explícitamente a favor de la ingeniería social que no vive en la ciudad planificada que diseñó sino en la caótica Río de Janeiro. También es un ávido creyente en la tecnología que considera al hormigón armado una materia liberadora, pero que se niega ofendido a usar una computadora.
Muy a la brasileña, Niemeyer esquiva ciertos enfrentamientos que puedan resultar irritantes. Si se le pregunta sobre el gran tema de Brasilia, el de la alienación que sienten tantos que viven o vivieron en ella, se pone a hablar de lo que le gusta de Río. Si se le pregunta quiénes fueron sus maestros, da una breve conferencia sobre la importancia de la cultura artística y el escaso, nulo, peso de la educación arquitectónica. “La arquitectura no tiene la menor importancia para la sociedad”, dice, provocador, y sigue hablando de que lo que a él le gusta es dibujar curvas, cosas curvadas, redondeces como las de las montañas cariocas.
“Cuando llego a una solución para un proyecto –dice Niemeyer en uno de los raros temas que le interesan–, escribo un texto con los argumentos para explicarlo. Un texto bien escrito, simple, directo, es lo que la gente comprende mejor. Creo que la mayoría de mis proyectos fue aprobada gracias al texto. Si cuando lo releo me satisface, inicio el diseño definitivo. Siempre hice la arquitectura que me gusta hacer, una basada en el cemento y la curva, porque así lo exige el cemento.”
Así como sigue siendo un comunista irredento que no se adaptó a decir “Rusia” –dice, por ejemplo, que le encargaron diseñar una plaza “en la Unión Soviética” que tiene que entregar este año– sigue comulgando en el altar modernista más ortodoxo: el de la novedad. “Si usted va a Brasilia, le podrá gustar o no, pero no podrá decir que había visto algo parecido. Es la sorpresa. No critico a nadie y admiro a Mies van der Rohe, no me interesan las arquitecturas que no aportan alguna novedad. Quiero especular con el cemento, reducir los apoyos, hacer una arquitectura más audaz y al mismo tiempo más simple.”
De vuelta de su excursión a Brasilia, Niemeyer sigue trabajando en su estudio de Copacabana. Es el único arquitecto de una pequeña firma de dibujantes y pintores, “porque la arquitectura es algo muy personal”. Sus proyectos son “traducidos” por otro estudio, que dirige una de sus nietas.

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El estilo Niemeyer es tan inconfundible como él mismo dice. Una escalinata de su pabellón de la Bienal de San Pablo, el Memorial de América Latina
 
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