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Sábado, 23 de mayo de 2015

70 metros, 56 vagones

El macrismo permite una torre sobre un edificio catalogado del Club Italiano, mientras llama a los interesados en que les regalen las “brujitas” del subte A.

 Por Sergio Kiernan

La destrucción de Buenos Aires a manos de los especuladores tiene dos lugares particularmente simbólicos para los que recuerdan cómo eran: Belgrano y Caballito. Muy distintos entre sí, los dos barrios habían formado un excelente conjunto de edificios de primera agua, bien pensados y mejor construidos, con espacios vivibles y niveles de densidad bajo control, como para que no se notara la falta de verde. Belgrano era una verdadera colección de casas en todos los “neos” posibles, un libro de arquitectura tridimensional al que se accedía apenas se dejaba Cabildo. Caballito era más urbano, más especializado en edificios mayores y dueño de un tramo de la avenida Rivadavia tachonado de lugares especiales.

Estas glorias pueden hoy apenas adivinarse entre los centenares de edificios en altura de mala calidad, fallutos y perezosos en su diseño, que ahora los definen. Hay que tener el ojo alerta, con tanto tránsito, tanto local que arrasa la planta baja, tanta remodelación descuidada, tanta falta de cielo y de plaza. Las avenidas principales de los dos barrios son pesadillas de tránsito y ruidos, tanto que hasta al más canoso le cuesta recordar que una vez fue deseable vivir sobre ellas, y por eso tienen edificios de tanto fuste.

Como esta historia toma una de las viejas glorias de Caballito, hay que acercarse a la avenida Rivadavia justo antes de llegar al parque homónimo, el de la feria de libros y las peores rejas de la ciudad. Escondido entre locales olvidables y una concesionaria particularmente guaranga, todavía se puede encontrar la linda entrada del Club Italiano. Uno ve el resto de un muro de estilo tradicional, perforado por uno de los locales, un portón de buena factura con ornamentos y lámparas, y atrás una cúpula roma, preciosa y todavía recortada en un cielo despejado. La existencia de los dos locales ya indica que el Italiano tiene una vocación inmobiliaria que lleva su tiempo, lo que explica lo que viene ahora.

El club tiene un terreno muy irregular, que básicamente toma el centro de la manzana y se asoma con un gimnasio hormigonudo y feo sobre Yerbal, y con un muy lindo edificio bajo sobre Campichuelo. Este edificio tiene un tratamiento muy italiano, con cinco amplios ventanales con arco de medio punto, un portón de la misma forma y un sabio tratamiento de fachada con placas para rusticarlo y un remate de hojas de acanto. Todo muy cuerdo para una institución italiana aprovechando que la arquitectura todavía era parlante. La desventaja del edificio es, pobrecito, la misma de todo el patrimonio edificado: es pequeño, no satisface la codicia actual por sacarle el jugo a todo terreno hasta el último centímetro.

Con lo que el Club Italiano logró que la dirección general de Interpretación Urbanística le aprobara la destrucción del edificio para la construcción de una torrezota grosera de setenta metros de altura. Esta espectacular decisión pública tiene en estado de furia a muchos socios del club y a muchos más vecinos del barrio. SOS Caballito ya está señalando cómo esta idea es exactamente lo último que necesita una zona donde se construyeron tres millones de metros cuadrados en los últimos años y donde la densidad poblacional tocó los 28.000 habitantes por kilómetros cuadrado, el doble del promedio de la ciudad.

Caballito es además el centro geográfico de Buenos Aires capital y un nodo de tránsito norte-sur y este-oeste, con lo que el tránsito es simplemente estupendo. Su zona sur fue recientemente rezonificada para frenar esta tendencia al apilamiento loco. No fue una iniciativa de planeamiento urbano del macrismo, por supuesto, sino un reclamo vecinal que combatieron hasta donde pudieron. La torre de setenta metros es otra muestra de falta de vocación por solucionar problemas reales con alguna inteligencia.

Para peor, la destrucción del edificio está prohibida por la legislación patrimonial. Dora Zajac, vecina y activista en SOS Caballito, logró que la Defensoría del Pueblo porteña hiciera una actuación sobre el caso. Así se enteró de que hasta el inefable Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, tan sensible a los intereses de la industria, consideró que el Club era sitio de interés histórico pese a un incendio en 2005, a los locales y a las intervenciones mal hechas. De hecho, el CAAP destacó la fachada sobre Campichuelo, que hasta hace poco tenía su equipamiento y mobiliario originales. El edificio tiene catalogación cautelar como edificio singular.

Pero nada de esto impidió, parece, que les dieran permiso a los directivos del Club para cargarse su propio patrimonio y hacer un negocio de 23 pisos residenciales en la ya anticuada tipología de torre exenta. Los socios se preguntan, de paso, desde cuándo está en los estatutos de un club eso de construir viviendas.

Brujitas se regalan

Si el macrismo fuera un vecino del consorcio, sería ese que siempre habla de “modernizar” el edificio pero nunca quiere gastar en arreglarlo. Es el que propone cosas cuerdas, como poner más luz en la puerta o instalar una cámara de video, pero más cosas como poner una moquette arriba del mármol de la entrada o cambiar las puertas de herrería por otras más modernas. Esta vocación cosmética explica que el macrismo sea el vecino que destruye su baño de época, cambia mayólicas por azulejos y arranca la pinotea para poner porcelanato.

El macrismo, por desgracia, es más que un vecino de consorcio y tiene el poder hasta de regalar el patrimonio de los porteños. Es lo que acaba de hacer con la Convocatoria Pública a Manifestación de Interés 01/2015 publicada el 11 de mayo para regalar 56 brujitas, los queridos vagones de la línea A marca La Brugeoise. Hasta el 3 de julio se pueden descargar los pliegos gratuitos de este disparate en el sitio http://www.buenosaires.gob.ar/subte/2015, y hasta el 13 se puede tratar de conseguir uno o más de los vagones, sin costo alguno.

Cuando el gobierno porteño cambió los vagones lo hizo con el nivel de confusión e incompetencia habitual. Por ejemplo, resultó que sacaron los vagones de madera sin tener la flota necesaria para reemplazarla. Tampoco tuvieron en cuenta el valor patrimonial de los vagones y se tuvieron que aguantar que la Legislatura los declarara como patrimonio cultural porteño con la ley 4886. El esfuerzo macrista no se concentró en frenar la ley sino en incluir el artículo cuarto, que explica que los vagones “podrán ser donados o cedidos a las instituciones previstas en dicha ley o utilizados por la CABA con fines culturales, educativos, sociales y/o turísticos”. De hecho, el artículo doce de la ley hasta permite venderles vagones a universidades o museos privados, nacionales o extranjeros. Sólo los que queden en manos de la Ciudad seguirán siendo protegidos por la ley. Y lo de protegidos es literal, porque los privados no tienen demasiadas obligaciones de preservarlos como patrimonio.

Quien obtenga un vagón o vagones tendrá que pagar el transporte al lugar donde lo quiera poner, tendrá que asegurar que el público podrá verlo sin pagar entrada, y que lo va a “conservar, preservar y mantener”, sin mayores detalles. Sólo si el vagón está en mal estado se habla de “restauración”, nuevamente sin dar detalles del standard que se espera: ¿manito de pintura?, ¿trabajo de acuerdo a las reglas del arte?

Además de la pereza del macrismo en todo lo que no de para una foto, queda en evidencia las ganas de sacarse de encima 56 piezas patrimoniales que fastidian.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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