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Viernes, 6 de noviembre de 2015

Un palacio frente al río

La muy deteriorada Aduana de Lanús y Hary está casi completamente restaurada en su exterior. Un ejemplo de cómo revertir intervenciones dañinas y décadas de descuido.

 Por Sergio Kiernan

Uno no arriesga a decir si el siglo veinte argentino fue corto o largo, para seguir la regla histórica que habla del “largo siglo 19”, terminado realmente en las trincheras de la primera guerra, y el “corto siglo 20”, liquidado con la caída del Muro en 1990. Pero en materia de ideas arquitectónicas, nuestro siglo veinte realmente fue cortísimo y trazó un arco que hasta 1930 fue de palacios y búsqueda de belleza, y que a partir de los sesenta fue una vergüenza de malos tratos, peores intervenciones y una íntima convicción de que no valía la pena preservar cosas viejas.

Este período adolescente sigue firme en cuanto a obra nueva, con los arquitectos convencidos de que el mazacote cuadradón, mal construido y sumiso a la rentabilidad del comitente es arquitectura. Pero por suerte hay una verdadera ola de renovación en cuanto al patrimonio edificado, con el Estado protagonizando obras de primer nivel. En los últimos años se vio renacer al Ministerio de Agricultura y al Congreso, ambos de la mano de Julián Domínguez, al Instituto Biológico como sede de la Auditoría General, y al Hotel Majestic para la Afip, por citar algunos grandes emprendimientos. Quien se asome por el Bajo podrá apreciar cómo está terminando una obra de esta serie, el edificio de la Aduana Nueva, cuya restauración de la envolvente ya está casi lista.

La Aduana fue inaugurada oficialmente por Figueroa Alcorta en 1910, pero fue terminada realmente en 1911. El proyecto es de un dúo que le dio tantas alegrías a Buenos Aires y al país, Lanús y Hary, criollo e inglés que hicieron desde residencias mayestáticas a sedes de los poderes públicos, petit hoteles encantadoras y departamentos que siguen siendo elegantes y valiosos. Lo que planearon los socios es un edificio de raíz francesa, muy francesa, pero con un ordenamiento sobrio muy británico, con lo que dentro de su indefinibilidad ecléctica se lo puede etiquetar como una pieza victoriana tardía, alegre en su falta de rigidez estilística.

El edificio se recuesta sobre Azopardo, pegadito a Belgrano y frente a una plaza que ahora domina Perón. Es largón, tiene un basamento bien marcado por una faja de piedra gris y una planta baja muy rusticada, se alza en dos pisos a la francesa muy livianos y elegantes, y termina en una mansarda con dormers ornamentados. Pero lo que realmente lo hace recordable y no apenas una pieza en piedra París de tantas es su sólida y original implantación. En cada esquina el edificio se proyecta hacia adelante, la planta baja tiene un tímpano creado por un importante balcón curvo en el primer piso, los dos pisos por encima se elevan con dos columnas monumentales pareadas, de doble altura, y la mansarda se amplía, flanqueada por chimeneas. Es un toque muy seguro, de diseñadores que saben lo que hacen.

Para mejor, la entrada principal, justo al medio de la fachada sobre la plaza y la ciudad, también se proyecta hacia adelante con dos fuertes fustes que sostienen pares de columnas, un gran arco y una gran mansarda ornada con un enorme y escultórico escudo nacional. Sobre las columnas hay esculturas importantes sobre la industria, el agro y el comercio, y el arco contiene un ventanal monumental. Desde la vereda de enfrente se pueden ver las dos torres ornamentales, colocadas con acierto en el eje central del edificio, cada una a un cuarto de distancia de las fachadas menores, laterales. Esa ubicación acompaña el ritmo del edificio, porque las torres aparecen justo en medio de las mansardas de las esquinas y la gran mansarda central.

Este diseño detallado, cariñoso, solvente y buscador de la belleza fue carcomido por el descuido, el qué-me-importa y la pereza de tratar las cosas de la manera más rápida y baratieri posible. Por ejemplo, en algún momento algún genio decidió cambiar el gran alero de hierros y vidrios que protegía de la lluvia a la entrada principal, un objeto de garbo y elegancia. Seguramente roto y deteriorado, en lugar de restaurarlo lo cambiaron por un rectángulo rígido de hormigón con ladrillos de vidrio, elemento que quedaría muy bien en una fábrica o un galpón portuario. También se tiraron sin dejar rastros las esculturas que ornaban las esquinas, ocho en total, que deben estar en la quinta de algún olvidado jefe de Aduanas o en el cementerio de la arquitectura porteña clásica, el relleno del río.

Al encarar la restauración, se descubrió que otro genio (o el mismo) había decidido no reparar la piedra París original sino tratar las fachadas de un modo realmente complicado y caro. Primero se cubrió todo con un fijador, luego se puso algún enduido y finalmente se pintó todo. Así se perdió hasta la textura del material original y se hizo un contrato realmente jugoso, bizantinamente complejo. Para colmo, alguna mano pintó el escudo nacional con colores pastel, como en un Billiken o en un cuaderno infantil...

Con lo que el arquitecto Rubén Otero, asesor de la AFIP en estas cosas y ya autor de la restauración de fachadas del Majestic, pasó largas horas estudiando patologías y preparando los pliegos de obra. El resultado es un renacimiento del palacio, un trabajo endiabladamente largo y una sumatoria de decisiones entre lo técnico y lo estético. Para empezar, hubo que decapar el revestimiento trucho de la última intervención, usando como guía un paño de fachada sobre Belgrano que milagrosamente estaba sin intervenir. La cementera especializada Tarquini aportó los materiales y la supervisión técnica de su ingeniera Claudia Arce, con lo que se repuso lo que faltaba y se trataron los muros. Ahora es posible apostar que no es posible ver la diferencia entre el paño original y el tratamiento nuevo.

Las fachadas necesitaron de mucho, mucho trabajo por las pérdidas. Alguien (¿otro genio?, ¿el mismo?) decidió hacer mansardas minimalistas y arrancó todas las tejuelas, dejando un panorama de metales pintados de negro. Hubo que recolocar las pizarras, reconstruir las zinguerías, fabricar marcos para las ventanas ovaladas y recolocar los ornamentos que impiden que las líneas aburran sin llegar a una crestería excesiva.

También hubo que restaurar el escudo, al que se le caían los ojos del sol, y las esculturas laterales, que daban pena. Algunos ornamentos, como las grandes cartelas con guirnaldas al pie de las columnas, se salvaron porque el genio minimalista dejó una, con lo cual se pudo hacer un molde y copias. Por supuesto, se demolió el odioso alero de hormigón y ladrillos de vidrio, ya reemplazado por una pieza liviana de metal y vidrios que refleja, sin copiar exactamente, la original destruida. En fin, el taller de moldeado tuvo mucho, mucho que hacer.

El trabajo incluyó la azotea, que parece una refinería de YPF por los equipamientos de frío/calor centrales. Se cambiaron las cubiertas de chapa de los techos, se restauraron las partes traseras de las mansardas principales y sobre todo se encaró la restauración de las torres. Estas estaban muy deterioradas porque miran al río y están sujetas a toda sudestada porteña, sin que nada les corte el viento. Habían llegado a un punto de colapso, con lo que necesitaron un complejo trabajo técnico de refuerzo estructural, un tratamiento de hierros y mamposterías y una serie de ajustes generales. Las torres ocultan con elegancia los tanques de agua del edificio y ahora son por dentro un pequeño museo de tecnología metálica para sostener pesos pesados.

Por fuera, casi terminadas, se ven como los pequeños edificios autónomos que son. Arriba tienen una suerte de lucarna de zinguería que les da base a mástiles enormes. El último pisito tiene un balcón perimetral que hubo que reconstruir por completo: pararse ahí era simplemente suicida. Los muros estaban tan carcomidos que parecían papel secante arrugado, de tan erosionados. Ahora, con sus líneas limpias, las torres hasta te admiran con sus portales impecables, con pedimentos triangulares y todas sus molduras en su lugar.

Con lo que la AFIP se gana otro mérito, un bis del Majestic, y levanta la hipoteca de descuidos que llevaba encima. Ojalá que estas obras sean realmente un despunte de una tendencia a futuro.

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