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Sábado, 12 de diciembre de 2015

El siglo de una joya

La Galería Güemes fue la primera hazaña del gran Francisco Gianotti, un icono porteño y un ejemplo de modernidad que en plena restauración festeja sus cien años.

 Por Sergio Kiernan

Este martes nuestra ciudad está de festejo, porque la imponente y hermosa Galería Güemes cumple cien años. La primera obra individual del gran Francesco Gianotti en nuestro país fue un monstruo de innovación, un alarde tecnológico de 26.000 metros cuadrados y un asombro por sus catorce pisos de altura. En plena restauración, la galería volvió a la vida en los últimos años y llega al siglo más parecida a sí misma de lo que estuvo en décadas. De hecho, últimamente se ganó una posición de hito urbano frecuentado por turistas cámara en mano y por porteños que la caminan, hasta ellos encantados de que la ciudad tenga algo así.

Gianotti había llegado a Buenos Aires en pleno verano de 1909, joven, italiano e ilusionado con la nueva patria. Emigrar le iba a permitir construir, en rápida secuencia, dos edificios simbólicos de la ciudad que lo recibía. la Güemes y la Confitería del Molino. Primero fue conociendo el paño, trabajando para otros, aprendiendo el idioma, viendo “la ciudad baja, puntuada aquí y allá por alguno que otro edificio más alto”, como escribió en sus memorias. Para 1911 se presentaba a un concurso que iba a hacerlo famoso.

Resulta que David Ovejero y Emilio San Miguel, salteños ambos, ricos y politizados, decidieron construir un gran emprendimiento comercial en plena calle Florida, que ya era largamente la principal vía comercial de la ciudad y donde tenían un regio terreno de 29 metros de frente por 58 de fondo. Hicieron su concurso abierto y se encontraron con la sorpesa de que este italiano tan joven les proponía algo simplemente desconocido por aquí, una galería “a la italiana” que cruzara la manzana y desembocara por la Calle San Martín. Como el terreno sobre la otra calle, ligeramente más anccho, era en parte del banco Supervielle, Gianotti negoció en persona la asociación, que incluyó una servidumbre perpetua de paso y la obligación de construír “combinando” materiales y estética.

Lo que les presentó como diseño es una de las cosas más lindas jamás pensadas entre nosotros. La galería iba a tener más de cien metros de largo y ocho de ancho, doce de alto y con cúpulas internas de iluminación que se alzaban otros dos metros. Este espacio imperial se definía con locales con depósito subterráneo y oficina en entrepiso, y bajo cada cúpula, que marcaba una suerte de piazza interna, se colocaban las circulaciones verticales, con todavía novedosos ascensores. Cada frente tendría ocho pisos de altura y en el centro se alzarían seis más, coronados por una terraza con un bar/restaurante, y una torre/faro con telescopio y todo. La vista desde la torre sería impactante. El proyecto era tan lanzado que tomó meses hacer los trámites y terminó necesitando una ayuda del intendente Joaquín Anchorena para ganar una excepción de alturas (sí, ya en esa época hacían esas cosas).

Una de las cosas que hay que tener siempre en cuenta al hablar de Gianotti es la impecable técnica con que hacía todo: el hombre era un constructor capacísimo, sabía elegir directores de obra y estaba al tanto de cada novedad tecnológica. La Güemes tenía en su tercer subsuelo un sistema de maquinarias y tecnología único en sus momento, y el teatro del segundo subsuelo era, además de muy hermoso y de doble altura, dueño de un piso basculante de hormigón. Cuando se daba un baile o se organizaba una milonga, se lo ponía horizontal: cuando había teatro o conciertos, se lo inclinaba levemente para crear hileras de sillas.

Quien mire la torre/faro, tarea hoy más difícil por la proliferación de bodrios altísimos en el microcentro, verá que es pariente de sangre de la del Molino, aunque más sencilla. En los diseños de obra, la torre se alza sobre una suerte de bulbo muy Art Nouveau y remata un último piso muy ornado y trabajado como para marcar una mansarda. El diseño que se construyó es mucho más seco, con altos muros lisos, unos pequeños bow windows allá arriba y unas torrecitas en hilera hacia Perón. Los dos volúmenes más bajos, sobre Florida y San Martín, muestran frentes mucho más ornados y texturados, con cupulines y un gran arco de entrada. Este tratamiento todavía puede adivinarse en la vandalizada fachada de San Martín, pero no en la de Florida. Sobre este lado, un incendio les permitió a los modernistas sosos intervenir en la obra de Gianotti, creando una mediocre fachada de oficina suburbana y cegando el primer tramo de la galería para ganarse algunos metritos para alquilar.

La Güemes tuvo de movida una imagen contradictoria y mezclada. Era una obra imperial y moderna en una calle de moda, con lo que sus locales se poblaron enseguida con comercios de primera. Pero hacia abajo el teatro y el salón de baile se despegaron de la pacatería de hace un siglo, dándole un tono risqué. Para peor, la mayoría del espacio hacia arriba no era de oficinas, como hoy, sino de “departamentos de solteros”. Digamos que después del horario de comercio, el lugar era frecuentado por otro tipo de clientes.

Lo que no justifica la decadencia abandónica en la que cayó el edificio con los años. Para cuando comenzaron a rescatarla, la Güemes era víctima de esa confusión entre progreso y novedad tan argentina, y daba pena ver algo tan bello tan vandalizado y estropeado. Una nueva administración comenzó a ordenar el espacio y lanzó un programa de intervención que arrancó con el sector central del pasaje peatonal. Lo que resurgió fue glorioso, un espacio mágico, ornado como ya nada se ornamenta, con un tratamiento lanzado y a la vez impecablemente pensado y ordenado. Hasta volvieron a brillar esas raras lámparas que bordean los arcos del entrepiso, como sosteniendo el rusticado de la bóveda. La limpieza permitió ver los detalles de Gianotti, importados y pensados a medias con su hermano, y deleitarse con los tantísimos bronces que marcan las ascensores. Por ahí andan capiteles pseudobizantinos y hasta algún guerrero narigón, más azteca que otra cosa.

El programa siguió hasta completar la galería, incluyendo un ordenamiento de la cartelería de los locales y un despeje general de aperturas que hasta permitió encontrar fragmentos de cerramientos ya olvidados. Y comprobar que también en la Güemes los genios del marketing reemplazaron buenos bronces por vidrios atornillados... Hacia arriba, cada vez que un inquilino se va, entra la cuadrilla a arrancar divisiones, Durlocks, paneles, moquettes y demás porquerías. Se restauran los pisos, se repone todo lo posible, se pinta de blanco y se prohíbe por contrato volver a estropear el lugar, marketing o no marketing. En pleno renacimiento, el edificio vuelve gradualmente a ser lo que fue, y su teatro, ahora el Piazzolla, fue una de las sorpresas inesperadas. Lo habían cerrado a candado y los nuevos administradores lo encontraron polvoriento, abandonado pero intacto. Es, de hecho, una pieza única del ornamento Art Noveau por lo alto.

Lo que asombra es que la obra de la Güemes tomó apenas tres años, de 1912 a 1915, y que para cuando la terminó Gianotti ya estaba trabajando en el Molino.

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