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Sábado, 29 de octubre de 2016

Amarcord

 Por Jorge Tartarini

La Venus de ébano, Josephine Baker, estuvo en Quilmes en 1929. Así lo testimonia el libro de visitas de la cervecería fundada por Bemberg en 1890. Poco antes la había visitado el tenor Beniamino Gigli junto a los integrantes de la compañía del Teatro Colón (1925). Grandes estrellas, figuras, personalidades, visitaban establecimientos industriales. No era para menos. Entonces la Argentina había pasado del modelo agroexportador a su primer desarrollo industrial significativo, y conocer su industria tenía cierto atractivo. Así lo evidenciaban las visitas de políticos, artistas y deportistas consagrados, publicitadas en diarios y revistas. Eran símbolos de progreso, pero también lugares redituables para ambos. Para el visitante y para la visitada. Para esta última, un impulso publicitario que favorecía las ventas. Para el personaje, otro peldaño para escalar, permanecer o tan solo no desaparecer del candelero.

En ocasiones la industria salía a la calle para ganar potenciales clientes, no ya desde la publicidad en la vía pública, sino con promociones en lugares no convencionales. Estamos hablando de lo que pasaba en los años 50 y 60 del siglo XX. Ahora todo aquello puede parecer ingenuo, pero entonces rendía sus frutos. Corrían los agitados 60 y los hombres de corbatines de la Coca Cola, con jopos engominados y sus yo-yo Rusell (ióió decían ellos, en un español rudimentario) iban a los colegios y nos dejaban embobados con sus pruebas (la más fácil era la del ióió dormilón). También era día de fiesta cuando aparecían los que regalaban figuritas. No tenían el glamour americano de la gaseosa. Eran simples mortales con cajas de cartón repletas de paquetes que entregaban a regañadientes a la salida del cole. Era el primer paso hacia la iniciación (la adicción a romperle la paciencia a los viejos para comprarlas luego) y su anhelada culminación: ir en bici al mayorista de golosinas con el álbum lleno para recibir el premio (casi siempre una pelota de goma).

En aquellos años la industria nacional del juguete no había sucumbido frente al aluvión importador y era común que cuando nos llevaban a los programas de TV, tras los juegos facilongos de rigor (en los programas de Capitán Piluso y El gordo y el flaco), nos regalaran desde triciclos de plástico (la industria plástica estaba en la cresta de la ola y desplazaba a materiales tradicionales) hasta hélices voladoras. Para no hablar del hulahula, esos grandes aros de plástico que agitaban las caderas en maratones musicales interminables.

La industria automotriz de los 60 se parecía más a la brasileña de hoy que a su modesta expresión local posterior. Córdoba y Santa Fe se comportaban como emporios industriales que producían tractores, vagones y variedad de automóviles. Era emocionante para cualquier niño ir a las concesionarias con sus padres a retirar el auto nuevo. Los nombres de las suspensiones (Twin I Beam), los olores de los plásticos y tapizados y la amabilidad del vendedor, de sonrisa impecable y trato afable, terminaban conquistando al grupo familiar. Aquel olor a nuevo era irresistible. Y lo sigue siendo, a decir del nombre con que un conocido aerosol bautizó a una de sus fragancias más vendidas para automóviles.

El Pop art y el styling norteamericano se metía en la estética de las nuevas campañas publicitarias. Atrás habían quedado los años de radio. Ahora las industrias de alimentos promocionaban sus productos con Doña Petrona pero desde la pantalla de la TV, en blanco y negro. Lo mismo hacían las bodegas de vinos, que veían caer su mercado tradicional a manos de las gaseosas y la cerveza. Muchas de ellas habían virado su negocio sustituyendo sus vinos añejos por otros masivos de pobre calidad. Le llevó muchos años a la industria vitivinícola recuperarse luego de la transformación.

Solo fue un puñado de recuerdos. Cada uno de nosotros podrá tener semejantes o distintos, según su edad y vivencias. En unos y otros el denominador común sigue siendo el mismo: nuestro querido país y sus vaivenes. Por eso, a menudo, antiguos juguetes, alimentos, automóviles, dicen mucho más que el paso de usos, modos y costumbres. También en ellos perviven los vaivenes de nuestra industria, economía y sociedad. Y, al igual que en el film de Fellini, cuando los evocamos a uno le queda un sabor mezcla rara de ironía, farsa y esperpento.

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