m2

Sábado, 22 de mayo de 2004

El abordaje más cruel

Las tendencias dictatoriales de Le Corbusier. El antisemitismo del plagiario Johnson. El museo Guggenheim como inodoro. La artista brasileña Karin Schneider exhibe en Buenos Aires una serie de potentes ironías sobre las vacas sagradas de la arquitectura modernista, a las que transforma en muebles y electrodomésticos, y les recorta la solemnidad.

 Por Luján Cambariere

Karin Schneider tiene 36 años y es una artista brasileña radicada desde hace ocho en Nueva York, que trabaja con maquetas de casas emblemáticas de la arquitectura moderna del siglo XX transformadas en objetos funcionales o electrodomésticos. Ocho modelos, cada uno construido con una función diferente, le sirven para criticar la arquitectura moderna americana, por cuestiones sociales que trascienden sus programas. Así, previo riguroso estudio y análisis, la Glass House de Philips Johnson se convierte en una heladera para latas de Coca-Cola, icono de la cultura popular americana. El famoso Museo Guggenheim de Nueva York de Frank Lloyd Wright se transforma en inodoro. La Villa Planchart construida en Caracas por Gio Ponti, emblema de la burguesía de la ciudad, vira en caja de golosinas y cigarrillos. La terminal TWA de Eero Saarinen troca en sombrero. Y la casa de la madre del arquitecto Venturi, el primer americano en criticar el modernismo, en aspiradora.
Algunos modelos o edificios emblemáticos son tomados para la crítica aguda. Otros, a los cuales admira, en tren de devolverles, aunque más no sea en sus performances, el programa original del autor (este es el caso de la King’s Road House de Rudolph Schindler, hoy museo, transformado por ella en mesa de sushi). Aunque siempre son un medio para hablar de las cuestiones que le preocupan –las diferencias de género, el capitalismo, el imperialismo, la familia– desde su mirada del sur del mundo. En todas sus obras, involucra al espectador. Ya sea para dar vida a la casa o fundamentalmente para invitarnos a mirarlas de un modo menos dogmático o reverente.
Schneider expuso internacionalmente y en la Argentina en instituciones como el Mamba o el Malba. Es cofundadora junto a su marido, Nicolás Guagnini, de Unión Gaucha Productions, compañía de cine experimental y hasta el 26 de junio exhibe en Buenos Aires su muestra “Un nuevo paisaje doméstico”, donde invita a ver qué hay más allá del concreto.
–¿Siempre tuvo contacto con la arquitectura?
–Me dedico al arte desde los 6 años. En la escuela en Brasil, hice mi especialización en arquitectura. Seguí un par de años la carrera, que luego abandoné. En Río, los lugares a los que más me gustaba ir era el Museo de Arte Moderno y el Carmen Miranda, de una arquitectura absolutamente fantástica. Cuando llego a Nueva York en el ‘86 no puedo mirar nada más que la arquitectura. Es algo tan presente, está tan adentro de la cultura. Es algo visceral. Caminas por las calles mirando edificios. Nueva York es una ciudad de piedra. Paralelamente, con mi marido, fundamos una compañía de cine y nuestro primer proyecto consistía en mezclar arte con arquitectura. En el ‘98 vengo a Argentina para estudiar la arquitectura de la calle Florida. Y es en el ‘99, a través de una invitación a participar en una muestra itinerante que me hace la arquitecta y curadora de arte Julieta Gonzálvez, empiezo a dar forma a la primera obra de la serie, la casa Coca Cola.
–¿Por qué toma al modernismo americano?
–La historia del modernismo me fascina y empecé a pensarlo a través de otras concepciones afectivas. El modernismo empieza en los Estados Unidoscon la guerra. Los europeos se instalan en Estados Unidos llevando sus proyectos utópicos de cambiar la historia de las viviendas de las clases pobres. Eso ya viene de Le Corbusier, que para mí es un dictador. Yo estoy totalmente en contra de su manera de pensar. Es brillante, pero llevó a la arquitectura a un lugar muy miserable. La arquitectura que más me impacta en Nueva York es el estilo internacional, que es el de las grandes corporaciones y decidí trabajar sobre ese concepto. Pero me gusta la idea del colapso del modernismo, del fracaso del modernismo. Esa es mi obsesión.
–¿Cómo llegá a la Glass House o en su versión, a la Coca Cola House?
–Empiezo a pensar en las corporaciones, en el estilo internacional y llego a Philip Johnson, que roba literalmente la idea de la casa de vidrio a Mies Van der Rohe, que sí era un tipo magnífico y utópico que realmente quería cambiar el método de construcción. Johnson que es un fascista con conexiones con los nazis, va a su estudio, roba la idea y hace en un año la Glass House. Un rectángulo de vidrio totalmente transparente donde el único espacio privado es la chimenea y el baño. En uno de sus textos, Johnson habla de las ruinas de Hitler, entonces dice que si su casa se destruye lo que queda es la chimenea. Soy judía, y no tengo que aclarar que esto no es menos que un homenaje a la quema de judíos. Entonces yo hago mi crítica a través de la Coca Cola, icono de dependencia para nosotros los latinoamericanos. Yo uso la lata como medida de la casa. La Coca Cola es la chimenea y la casa se torna una heladera. Con eso sostengo que el estilo internacional no es otra cosa que refrescar una lata de Coca Cola. Y uso justamente el doméstico, que es lo más deleznable para los arquitectos que generalmente son todos hombres. Así, la función doméstica es lo que va a criticar el programa de la casa.
–¿Y a las demás?
–Mi trabajo no es lineal ni didáctico. No hay una manera ni una intención de abarcar. Yo critico la máquina, entonces no puedo meterme en ella. Es una forma muy orgánica de trabajar. Y para que la casa funcione tiene que ser activada por un cuerpo.
–¿Una forma de involucrarnos a todos?
–Exacto. Muchos vivimos y compramos ese modernismo.
–¿Por qué le interesaba ironizar sobre eso?
–Más que ironizar, me gusta dar una visión alternativa de estas casas. Sobre todo porque nunca se las objeta. Me interesa demostrar cómo los americanos captan un momento muy utópico europeo para transformarlo en la arquitectura de las corporaciones. Y cómo eso se puede volver a un lugar más real, más doméstico. Además generalmente elijo casas que los arquitectos han hecho para sí donde ellos son su propia rata de laboratorio.
–¿Cómo son los buenos arquitectos para usted?
–Los buenos arquitectos son los que quieren cambiar el mundo.
–¿Los malos?
–Los que no tienen estilo, los deformes.
–¿Cómo sigue su análisis y búsqueda?
–La casa Coca Cola me accionó. Así doy con Rudolph Schindler, arquitecto austríaco que llega a California a principio de 1910 y se da cuenta de que es un estado maravilloso, lleno de verde, pero con una arquitectura cerrada que no mira a la naturaleza. El lo que hace es cambiar la historia. Empieza a construir casas donde incorpora el afuera. Además, en su época, el estilo japonés es el cliché. El lo usó para construir su casa. Un hábitat para dos familias (la suya y la del ingeniero). Una vivienda magnífica hecha de cemento completamente abierta. Esa casa ahora es un museo controlado por el gobierno austríaco, vacía y sin vida. Cuando en su tiempo era centro de la cultura de la época. A ella, yo decido transformarla en mesa de sushi. Contrato a un sushi-man y cada vez que lamuestro vuelvo a generar un espacio de encuentro devolviéndole a la casa su programa original.
–¿A unas las critica y a otras les devuelve su magia?
–Sí. Yo odio las reglas. En el arte no puede haber una marca registrada. Yo no creo en el artista que es esclavo de una forma. El artista tiene que hablar de lo que le pasa. Así llegó, por ejemplo, al inodoro que creo en respuesta a la exposición “Brasil 500 años”, de la que estuve totalmente en contra, ya que representa al autocolonialismo para exportación. Yo estaba irritada con esa situación y como brasileña necesitaba decir algo. Entonces transformo el Guggenheim en un inodoro y hago una animación donde una muñeca negra vestida con la indumentaria del equipo de fútbol brasileño cae dentro. La cultura brasileña transformada en mierda.
–¿Por qué elige la casa Venturi?
–Empecé a estudiar la arquitectura vernácula americana y llego a Venturi. El hace una casa totalmente manierista para su mamá, con todos los estilos. Hay Le Corbusier, hay rococó, y al mismo tiempo es una casa de diseño muy simple, casi el dibujo de un niño. El escribe un libro, Complejidades y contradicciones en la arquitectura donde critica al modernismo. Es el primer arquitecto que critica al modernismo americano. Dice que está atrapado en leyes absolutas y por eso empieza a ponerlo en un lugar más libre, más espontáneo.
–¿Qué otras problemáticas sociales va abordando a través de sus casas?
–Me gustó transformar la villa Planchart de Gio Ponti en Caracas en caja de cigarrillos. Ahí me río de cierta burguesía caraqueña, que compra todo por encargo a un italiano. También toco temas más actuales como la inseguridad, la paranoia que tenemos hoy todos al viajar, gracias a la política estúpida de Bush y convierto la terminal de aeropuerto de Eero Saarinen, que es una escultura maravillosa, muy futurista, en un sombrero antiparanoia.
–¿Qué es en lo personal, para usted, el hábitat?
–Es un lugar afectivo. Un espacio afectivo.
–¿El arte debe tener una misión?
–Me parece fundamental que el arte vaya más allá. Yo toco a las personas a través del humor. Ese es el componente básico de mi obra. No el shock. Lo cual me parece una manera más dulce de llegar. Después cada cual hará su clic.

Hasta el 26 de junio en Dabbah-Torrejón Arte Contemporáneo, Sánchez de Bustamante 1187, 4963-2581. Web: www.dabbahtorrejon.com.ar

Compartir: 

Twitter

En tapa, la Glass House de Philips Johnson transformada en heladera para una lata de Coca. Sobre estas líneas, la Villa Planchart de Caracas como bandeja de cigarros y caramelos, y la King’s Road House de Rudolph Schindler como mesa de sushi. Abajo, la terminal de Saarinen en Nueva York como sombrero.
 
M2
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.