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Sábado, 25 de mayo de 2002

CESAR PELLI, ARQUITECTO

“Babel fue peor que los atentados”

El arquitecto tucumano radicado en Estados Unidos sigue sembrando rascacielos por el mundo, pese a los miedos que despiertan después del atentado a las Torres Gemelas. En este reportaje explica su fascinación por las alturas y afirma que no es cosa suya: es una atracción humana.

Por Agusti Fancelli

l–¿Se continuarán construyendo rascacielos tras el atentado del 11 de setiembre?
–En los próximos tres o cuatro años el atentado va a tener un efecto muy fuerte en este tipo de edificios. Pero luego, si no hay nuevas desgracias, pasará. En Hong Kong estoy construyendo un rascacielos. El 11 de setiembre íbamos por la planta 20. La obra no se detuvo. Tendrá las 88 plantas previstas.
–¿No cree que esta forma
de edificar se replantee?
–Los rascacielos siguen teniendo grandes ecos emocionales en el público. Los seres humanos somos verticales, con los ojos colocados en la parte alta del eje. Nuestra condición erguida hace que tendamos hacia lo alto. Los faraones estaban enterrados en el sótano, pero encima se hacían construir unas pirámides que hasta hace relativamente poco fueron las construcciones más altas de Occidente. Los zigurat mesopotámicos, los campanili italianos, las torres de defensa están ahí como un deseo de crecer. La Biblia explica el fracaso de la torre de Babel. Para los rascacielos, ese fracaso fue más grave que los atentados.
–Esa torre cayó por un
pecado de soberbia.
–Es cierto. Pero su misma presencia es síntoma de un anhelo compartido por toda la humanidad de tocar el cielo. El pecado de soberbia es ése, querer llegar al cielo, no construir en altura. Hoy el cielo es mucho más alto que entonces. Hay que acercarse a él con devoción, amor y respeto.
–Reconocer, sin embargo, que este tipo de construcciones son siempre representaciones del poder, tanto si se trata de una torre de defensa de San Gimignano –los nobles rivalizaban en altura u poderío– como de un rascacielos de una moderna compañía.
–Bueno, eso depende de lo que haya dentro del edificio alto en cada momento. Si hablamos de una catedral gótica, se trata de poder religioso, lógicamente. Pero los rascacielos de hoy son lugares de trabajo, las fábricas de los trabajadores modernos. Las Torres Gemelas de Nueva York no eran de ninguna compañía en particular. El impulso de construir hacia lo alto es independiente de los significados que luego adquiera lo construido. Construir en altura es algo que existe desde siempre, como existen las montañas.
–Ya, pero lo simbólico parece indisociable de la construcción alta. El accidente de la avioneta contra la Torre Pirelli de Milán tuvo una repercusión enorme por ese carácter.
–Y de paso ha encarecido los seguros una barbaridad (bromea). La gente quiere sentirse más segura, es normal.
–¿El rascacielos parte de
un deseo de singularizarse?
–No. Si se convierte en expresión personal, escultórica, del arquitecto, se transforma en un acto de soberbia. Los rascacielos siguen normas básicas que no se pueden romper jamás: la simetría del eje vertical, cierta prestancia del edificio, el hecho de sugerir que se llega a un punto determinado y ese punto debe quedar convenientemente rematado. Gaudí era un maestro en eso: las torres de la Sagrada Familia son ejemplares.
–Usted ha construido en Estados Unidos, en Europa, en Asia. ¿Qué diferencias ha encontrado?
–Muchas. Construir el Canary Wharf en los muelles del Támesis (1991) fue muy difícil, había que hacerlo con una planta dada y una altura concreta. De hecho, en esa zona se habían construido ya torres (hasta 30 plantas), pero en la zona central se optó por un rascacielos de 52 plantas, no por la cifra sino por lo que implica de edificio con carácter. Pero en Londres, como en muchas otras ciudades europeas, eso puede hacerse sólo lejos de los centros históricos, por un problema de escala, contrariamente a lo que ocurre en Estados Unidos. Desde el puente de Westminster el Canary Wharf se ve, pero hay que buscarlo muy a lo lejos. Como La Defense de París. Lo mismo se está haciendo en Barcelona. Las torres que se construyen ahora en Diagonal Mar están lejos del centro, y hacen bien.
–¿Por qué?
–Porque el centro histórico tiene su escala cerrada y un rascacielos cambiaría el sentido de los edificios que lo rodean. En cambio, Milán o Madrid puede que sí toleraran edificios altos en sus respectivos centros.
–En Bilbao usted se encarga
del plan rector del puerto,
en la zona de Abandoibarra,
y de la construcción de un
edificio para la Diputación Foral de Vizcaya. ¿Qué opinión le
merece el Guggenheim?
–Muy buena. Es un edificio que salió bien y los resultados han sido totalmente inesperados. Pero el Guggenheim no puede considerarse sólo un accidente afortunado. Se inscribe en el esfuerzo por crear una nueva zona en el antiguo puerto, entrado en decadencia.
–¿La singularidad debe siempre
circunscribirse al entorno?
–Por supuesto. La Pedrera de Gaudí queda perfectamente integrada en la cuadrícula del barrio del Ensanche. La novedad por la novedad rompe la continuidad formal esencial que debe tener toda ciudad. No es aceptable.
–¿En qué medida las
Torres Petronas de Kuala
Lumpur, con sus 452 metros
de altura, mantienen esa
continuidad urbana?
–Allí ensayé un diálogo con el mundo islámico. No me convertí al islamismo, nada de eso, pero sí me empapé de arte islámico. Para esa cultura las formas geométricas progresivamente complejas son más importantes que para la cultura occidental. La planta de las Torres Petronas parte de dos cuadrados entrelazados, una figura que se encuentra por todo el mundo islámico, Andalucía incluida. El cuadrado es básico: cuatro son los ríos de la felicidad del paraíso coránico. A partir de la figura simple el artista elabora la complejidad, que equivale a la incomprensibilidad de Dios. Pues bien, a partir de los cuadrados entrelazados llegué a una planta en estrella de 16 lados. Ese fue mi modo de dialogar con el mundo islámico. Aparte de que cada torre tiene 88 plantas oficiales. En realidad, tiene más, 92 creo, pero el ocho es el número de la suerte en la cultura china. El número 88 equivale a doble suerte. El rascacielos que construyo ahora en Hong Kong también tendrá 88 plantas.
–¿Los rascacielos plantean
problemas irresolubles de
densificación en las ciudades?
–Depende de a qué distancia del centro se construyan. Densifican una parte de la ciudad, no toda. Yo no creo que las ciudades que se dispersan sean mejores que las que se concentran. La cercanía me parece muy importante. Esta entrevista podríamos haberla hecho por Internet, pero no sería lo mismo. Estar juntos, verse, forma parte consustancial del ser humano. Aparte de que la dispersión crea unos costes sociales mayores por las distancias que obliga a cubrir a los distintos servicios.
–Usted ha declarado que las
vanguardias históricas no se han interesado por los rascacielos.
–Efectivamente. Ni Le Corbusier ni la Bauhaus desarrollaron una teoría de la altura como sí hicieron, en cambio, con los edificios de desarrollo horizontal. Supongo que eso se debe a que procedían de Europa. Pero en Estados Unidos tampoco se ha producido ese corpus teórico. De hecho, los arquitectos de rascacielos de los años treinta estaban considerados como autores de segunda fila. Y esa disociación entre vanguardia arquitectónica y arquitectura de altura perdura hoy en día.
–Sin embargo, otras vanguardias sí se han interesado por los
rascacielos. El cine, por ejemplo, y el mundo del comic.
–Lleva razón en eso, no lo había pensado. n
El País, exclusivo para Página/12

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