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Sábado, 2 de julio de 2005

La primera del Cuervo

Infinito acaba de reeditar el pequeño y muy ilustrado librito de Le Corbusier sobre su primera obra. Es un álbum de dibujos, fotos y reflexiones que muestra alguna de sus mañas y mucho de su ideología.

 Por Sergio Kiernan

Como un homenaje y como un aporte a la bibliografía especializada, Ediciones Infinito acaba de publicar una edición cuidadísima de Una Pequeña Casa, el librito-álbum de Le Corbusier sobre su primera obra. Como se sabe, el suizo estrenó su carrera como tantos otros, construyéndole una casa a sus padres. Este encargo familiar se realizó en 1923 a orillas del lago Lemán, en Suiza, y se ganó el librito en 1943 al cumplirse veinte años de construida. Una Pequeña Casa sale justo para los cuarenta años de la muerte de Le Corbusier, que se cumplirán el 27 de agosto. Releerlo con atención, algo que toma minutos, permite ver ciertas ideas y actitudes del maestro modernista que pasaron a caracterizar el movimiento que encabezó intelectualmente y que hoy es dominante.

En 88 páginas, un Le Corbusier cuarentón hace un balance de su primera obra y cuenta su historia. El lago Léman es un lugar habitado secularmente, con viñedos aterrazados y muros de contención de las aguas que llevan siglos ahí. Es un lugar encantador y con una vista espectacular, que el muy joven Le Corbusier explora en sucesivos viajes de tren desde París en busca de un terreno que se adapte a la casa que ya tiene diseñada. Como él mismo remarca en la primerísima página del librito, la casa ya existe y ahora hay que buscarle un terreno.

Nadie puede negarle la coherencia a este suizo y su primera obra ya era una máquina de habitar donde “a cada función se le había asignado una superficie mínima”. La casa tiene sesenta metros cuadrados en una sola planta, con sala, dormitorio, un baño, un curioso y no muy modernista “guardarropa y reserva de ropa blanca”, cocina y “saloncito-dormitorio de huéspedes con una cama en la cavidad a nivel del piso, oculta por una segunda cama-diván”.

Le Corbusier lleva y trae a sus padres a las orillas del lago hasta que en 1923 encuentra el “verdadero” terreno, que “casi podría decirse que esperaba esta pequeña casa”. La construcción comienza de inmediato, con el arquitecto ignorando olímpicamente las advertencias de sus vecinos viñateros de que no se pone una casa a apenas cuatro metros de la orilla, y aceptando con fastidio evidente la altura mínima reglamentaria de dos metros cincuenta, que considera excesiva.

Buena parte del texto de Le Corbusier es, de hecho, un catálogo de fastidios. Como no puede supervisar la obra –vive y trabaja en París, a muchas horas de tren de distancia– el constructor hace cosas como usar ladrillos huecos de hormigón, ya que “no se toma muy en serio semejante arquitectura”. Tampoco asienta muy bien los muros, con lo que uno filtra prontamente y hay que revestirlo con tejuelas metálicas, lo que al autor le termina pareciendo un accidente “muy bonito”. Mal que mal, la casa se termina en fecha e incluye dos elementos que deleitan al arquitecto: un ventanal que toma casi toda la longitud del muro hacia el lago, y “la única obra de arquitectura” del lugar, un banco realizado con un tablón sobre dos tocones frente a las troneras del sótano.

El techo es de hormigón armado, algo inusual en la época, y Le Corbusier lo tapona con tierra en la que prontamente crecen pastos, yuyos y algún arbusto, lo que nuevamente lo deleita. El suizo afirma, con razón, que el jardín es un buen aislante del frío y el calor, pero afirma curiosamente que no necesita ningún mantenimiento ni crea problemas de humedad.

Esa imperturbable seguridad de Le Corbusier se quiebra solamente cuando tiene que admitir que su primera casa, justamente, se quebró. Resulta que los rústicos viñateros tenían razón: no se construye tan cerca de la orilla. El arquitecto no sabía que lo que él veía como terreno firme tras el muro de contención del lago Lemán en realidad funciona como una enorme esponja, que sube y baja, como quien respira, con las mareas. La casa también subía y bajaba, ayudada por su muy estanco sótano, hasta partirse. Le Corbusier tuvo que instalar una chalana de cobre en la azotea, ya que su hormigón no funcionaba como las techumbres de tejas de las casasvecinas, que se movían un poquito sin mayores trastornos. Y tuvo que revestir otro muro de aluminio, para disimular la notable grieta.

Esto hubiera deprimido o al menos hecho pensar a una persona menos altanera que Le Corbusier. No es el caso. Aunque su casa se partió donde las casas tradicionales no se parten, y aunque sus vecinos le avisaron y él se negó a escuchar, Le Corbusier escribe de su “deleite” al revisitar la casa veinte años después de construida y comprobar “el saber arquitectónico contenido en esta simple empresa de 1923”. Es más: los ignorantes vecinos le regalan un capítulo final lleno de sarcasmo, porque apenas terminó su Petite Maison se reunieron en concejo deliberante y votaron una ordenanza por la cual se prohibía hacer otras casas modernistas. Le Corbusier, encantado, escribe que lo acusaron de “crimen de lesa naturaleza”.

Nadie nunca dijo que el Cuervo fuera una persona simpática, pero lo que traduce el tono de todo el libro va más allá de su carácter. Es una ideología en acción, una en que todo lo viejo es ignorado, donde se hace el diseño y luego se le busca el terreno, donde lo real es intercambiable y el contexto no tiene la menor importancia, sea cultural, humano o paisajístico. El arquitecto aparece aquí plenamente como el dueño de la suma del conocimiento y el único capaz no ya sólo de concebir y construir un edificio, sino también de darse cuenta de su valor. Los vecinos son unos bárbaros atrasados que no entienden y buscan prohibir el futuro.

En fin, es el mundo en que vivimos, perfectamente expresado hace seis décadas y comenzado a construir hace ocho, en el que un edificio puede estar en Puerto Madero, Kuala Lumpur o Atenas, sin modificación. Y en el que por primera vez la arquitectura exige ser tratada como la pintura abstracta, algo excluyente de toda alternativa, que debe ser aceptado como válido. Porque lo dice Le Corbusier n

Una Pequeña Casa (Une Petite Maison), por Le Corbusier. Ediciones Infinito, Buenos Aires, 2005, 88 páginas. www.edicionesinfinito.com.

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La casa del lago Léman, con el ventanal hacia el paisaje.
 
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