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Jueves, 21 de febrero de 2002

Angeles con caras sucias

POR TED KESSLER

La discusión sobre si los Strokes merecen ser desplazados de las altas cumbres del rock permanece inconclusa. “La mejor banda del mundo”, dice Noel Gallagher. “Demasiado retrospectivos”, suspira Elton John. “Bastante lindos”, se moja Courtney Love. Pero en el corazón de los Estados Unidos, donde tradicionalmente se libran las batallas más sangrientas por la inmortalidad del rock’n’roll, las mentes y los corazones jóvenes están rindiéndose ante los cinco neoyorquinos.
Es la 1 de la mañana de un jueves en el centro de Filadelfia. Los Strokes abandonaron el escenario una hora atrás y desde entonces han estado tomando cerveza, fumando porro y hablando pavadas en el camarín.
Sin embargo, la multitud en torno de la entrada del Theatre of Living Arts en South Street sigue ardiendo. Este puñado de adolescentes –predadoras minitas rockeras y chabones solitarios en trajes mod– sabe que sólo hay una puerta de salida del boliche. Y los Strokes van a tener que irse tarde o temprano.
Filadelfia ya vio esta clase de amontonamientos, por supuesto, pero pasaron muchos años desde que jóvenes elegantemente despeinados, portando guitarras antiguas, provocaron la clase de manía que los Strokes están generando. La clase de manía que hace que adolescentes modernos quieran lucir como yonquis de los suburbios. La que hace que supermodelos y diseñadores de moda vayan a boliches tan exóticos como Colchester y Oxford, y la que lleva a Noel Gallagher a formar parte de su público y a dar entrevistas por televisión en las que declara que son la única esperanza joven para la salvación de la música.
Los comentarios alrededor de los Strokes vienen zumbando desde que aparecieron en órbita un año atrás, y por entonces la banda lucía aburrida y confundida en las fotos, o mientras descargaba sus mensajes de rabia desde el escenario. “¿Por qué todo ese escándalo sobre la manera en que lucimos o actuamos?”, preguntaban ellos a la prensa. “Lo que importa son las canciones, man.” Y tenían razón –he ahí buena parte del asunto–, pero hay mucho más que eso, también. Son pibes cool muy bien vestidos, tocando música nueva e intensa con instrumentos antiguos: la perfecta definición de una banda clásica de rock’n’roll. No habíamos tenido una de ésas durante años.
Sólo lleva un segundo definir el linaje: los Rolling Stones en 1963, los Stooges en el ‘67, u Oasis en el ‘93. Lo que uno reconoce es el magnético aura de una banda joven y muy dotada en el principio de lo que podría ser una magnífica, posiblemente peligrosa aventura. Viéndolos tocar su frenética, apasionada música parece tan simple, tan bueno y tan obvio que te preguntás por qué a nadie se le había ocurrido hacerlo durante tanto tiempo. Además de ser una pandilla tremendamente fachera, tienen a un compositor –el cantante Julian Casablancas– capaz de llegar así de lejos con esas canciones singulares que a la vez suenan a hits inmediatos. Sus canciones son concisas y aun así originales, y las letras son románticas y misteriosamente autobiográficas. Y él canta esas historias con eso que Rolling Stone describe como “una lágrima suplicante en su voz”, zumbando su mensaje a través de eso que suena a interfono: insistente, desesperado, lascivo, implorante.
Es la música que ofrece un respiro entre el rap-metal macho que domina la era, y muchos están buscando refugio en los Strokes de la misma manera en que los Smiths ofrecían abrigo entre la música descartable de principios de los ‘80. Provocan el tipo de devoción que hace que los fans se imaginen que, si se acercan a ellos lo suficiente, tal vez puedan captar algo del espíritu mágico de los Strokes.
Eso es lo que la maníaca multitud está esperando a la salida del Theatre of Living Arts. Julian Casablancas, 23 años, y el guitarrista Albert Hammond Jr, 21, son los primeros en salir al suave aire de la ciudad e inmediatamente dos comitivas de fans dividen al dúo, taladrándolo conpedidos. Firmá esto. Tocá aquello. ¿Alguna vez escuchaste esto? ¿Te gusta lo otro? ¿Me puedo sacar una foto con vos? ¿A dónde vas después? ¿Tenés un rato libre? ¿Alguna vez intentaste...?
Al principio, Casablancas está tan ocupado haciendo caras y tirando saludos heavy metal a las cámaras de los fans que no se da cuenta de la chica rubia que se escabulle detrás suyo. Está firmando remeras y copias de su álbum, Is this it, chocando manos de pibes temblorosos y marcando sus mágicas iniciales en la bombacha de una chica con una remera de los Strokes. Se da vuelta, lapicera en mano, y queda helado por lo que ve.
La chica está parada frente a él. Sostiene una gran foto enmarcada. Dos fotos idénticas dominan el cuadro, que es más ancho que el cuerpo de la chica. Julian Casablancas contempla a los dos Julian Casablancas en tamaño natural, su doble mirada retocada con una expresión de anhelo debajo de los lentes. “Dios mío”, se ríe. “¿Vos hiciste eso? Es... genial.” Su cara dice otra cosa. Se lo ve perplejo, asustado y, quizás, un poco triste. Firma sus dos caras enmarcadas. No alcanzan todos los sueños adolescentes del mundo para preparar a la flamante estrella de rock a momentos como esos, y Casablancas probablemente está peor preparado que la mayoría. Es que todo sucedió tan rápido.
Un año atrás estaba trabajando en un bar de Manhattan y en su tiempo libre le daba los toques finales al primer demo de los Strokes que realmente les gustaba. Hasta entonces, todos en la banda coincidían en que no eran muy buenos. Pero estas tres canciones definitivamente sonaban mucho mejor. “Ahora –pensaba Casablancas– vamos a poder tocar en boliches más cool.” Su manager era un tipo de 23 años llamado Ryan Gentles. Era el encargado de fichar bandas para el club Mercury Lounge de Nueva York y manejaba a los Strokes sólo porque le gustaba lo que hacían y sabía un poquito más que ellos acerca del negocio de la música. Sin embargo, el golpe de suerte lo propició un colega de Gentles, también del Mercury Lounge, que hizo sonar el casete a través del teléfono mientras hablaba con alguien de Londres. El que estaba del otro lado de la línea era Geoff Travis, dueño de Rough Trade Records, el hombre detrás de Pulp y los Smiths.
“Después de quince segundos, decidí editarlo –dice Travis–. Lo que escuché en los Strokes fue el talento de un escritor de canciones de primera clase y una música que es la destilación del rock’n’roll primal mezclado con la sofisticación de la sociedad de hoy. Lo primitivo en lo sofisticado, parafraseando a Jean Renoir. También tiene una cosa de no-machismo, de delicadeza y amor, que me conmueve.”
No todas las repercusiones fueron tan poéticas desde entonces, pero la respuesta del público en general ha sido igualmente elogiosa, en especial en Gran Bretaña. El demo vendió 30 mil copias ahí, mientras su segundo simple, que incluye “Hard to explain”, y la abrasiva “New York City Cops”, sorprendió a todos entrando a los charts en el puesto 16. Las bandas fichadas por sellos indie como Rough Trade Records no suelen entrar en el top 20.
La prensa finalmente tenía a la banda por la que más se había desesperado desde la aparición del brit pop: Time Out y New Musical Express los pusieron dos veces en tapa aun antes de que editaran un álbum. No importa cuán genuinos fueran los sentimientos, la histeria hizo que los Strokes cosecharan tantos amigos como enemigos. La banda, sin embargo, no era autora de su hype. Ellos simplemente grabaron un demo y lo mandaron a algunos pocos lugares para tocar.
Pero todos los escépticos que esperaban un LP debut decepcionante quedaron azorados cuando salió Is this it. Acompañado de un universal clamor de la crítica, el disco se posicionó en el segundo puesto del chart británico en agosto. Actualmente, en los Estados Unidos vende un promedio de al menos 15 mil copias por semana.
Nada de esto era previsible, sin embargo, cuando Casablancas dejó orgullosamente su demo en el Mercury Lounge. El creía que, en el mejor delos casos, aquello podía derivar en una gira como grupo soporte de alguna banda indie decente. Pero su mundo explotó como un millar de sueños imposibles hechos realidad. “Cada día ha sido como una versión amplificada del día anterior”, es la manera en que el baterista Fabrizio Moretti, 21, describe el año en que su vida cambió por completo. Nada en su mundo permaneció igual desde que terminaron ese demo.
Y aunque Julian Casablancas está para esperar lo imprevisible, lleva algún tiempo acostumbrarse a firmar duplicados de retratos propios. Julian rodea con el brazo al simpático nerd Gentles y le susurra al oído: “Esto es tan enfermo, Ryan. ¡¿Viste lo que le hizo a mi cara?!”. “Ya sé”, contesta Gentles, con una mano posada en la boca. “Ya sé.” Casablancas se da vuelta y juntos avanzan entre la multitud rumbo a un taxi estacionado junto a la vereda.
“Vamos a zarparnos”, dice Julian metiéndose en el taxi, su voz es una mezcla de un lujurioso apetito para la destrucción y cansancio resignado. Como suele pasar con semejantes pronunciamientos, el tipo cumple su palabra.
A las 5 AM trepa hasta su cucheta etiquetada en el micro y se queda dormido sobre los sonidos de una película porno –Dr. Jeckle & Mrs. Hyde– que se proyecta a todo volumen en el área lounge del ómnibus, para los plomos de la banda. Su cucheta se debate sobre los contornos y los baches de la autopista que une Filadelfia con Pittsburg. Esta es su rutina doméstica para el camino. El pequeño maravilla está nostálgico. Lástima que sea la primera noche del tour.
Hay muchas cosas que deberías saber acerca de los Strokes antes de lanzarte a la ruta con ellos. Primero, que son tan apegados y leales como hermanos. Todo el tiempo se están abrazando, agarrando, tocando y besándose entre ellos. A veces se dan besos de lengua. Colgate con ellos el tiempo suficiente y harán lo mismo con vos. “¿No sabés sobre la importancia de El Abrazo?”, me preguntó Nick Valensi, el alto, fuerte y hedonista guitarrista de 20 años en un estacionamiento durante un encuentro a principios del año pasado. “Las bandas que se abrazan permanecen unidas.”
La banda es igualmente unida a la hora de pelear. El año de los Strokes estuvo caracterizado, también, por la enorme cantidad de riñas con cualquier extraño que intentara enfrentarlos o dividirlos. Su agente de prensa británico dice que rara vez pasa un rato con ellos sin tener que mediar en alguna clase de disputa física: con barderitos de la calle en Nueva York, con novios celosos y, a veces, con miembros de su propio público. Albert Hammond Jr no tenía idea de a lo que se estaba enfrentando cuando se mudó de Los Angeles a Nueva York, en el otoño de 1998. Recién salido de la escuela secundaria, se estaba tomando un año libre antes de empezar a estudiar en la Universidad de Nueva York, y no quería desperdiciar un año vagando en LA. Lo habían echado de la banda de su ciudad porque “el cantante pensaba que yo no estaría capacitado para actuar en vivo” y, mientras tanto, sus amigos incursionaban en la senda del descubrimiento químico. “Me gustan las drogas”, dice, “pero quizás no como una carrera de tiempo completo”.
Así que el plan de Albert era mudarse a Nueva York cuanto antes, inscribirse en un curso de cine, llegar a conocer la ciudad y pasar el tiempo practicando guitarra sin distracciones sociales. Un día, dejando su nuevo departamento, se encontró con un viejo amigo de la escuela saliendo del edificio de enfrente.
Julian Casablancas se había hecho amigo de Hammond en el Instituto Le Rosey de Suiza, ya que eran los únicos estadounidenses allí. Julian no está muy seguro de qué estaba haciendo en un internado en Suiza, aunque su padre, el fundador de la agencia de modelos top Elite Modelling, John Casablancas, probablemente habrá creído que de esa forma sacaría derechito a su hijo. Julian era un alumno descarriado, incontrolable en su escuela de Nueva York, y había sido forzado a asistir durante una temporada alplan estatal de desintoxicación para corregir su alcoholismo. Suiza era el último recurso. “Era esa terrible y snob escuela privada europea a la que había ido mi padre”, recuerda lacónicamente. “Era una pesadilla total. ¿Qué puedo decir?” Irónicamente, no fue John Casablancas el que impulsó a Julian a un proceso de crecimiento interior; ni siquiera fue su madre –la ex mujer de John–, una ex Miss Dinamarca con quien Julian vivía en Nueva York. Fue su padrastro: un profesor de arte que un día envió a Suiza un paquete salvador. “Mi padrastro me mandó una copia de The Best of The Doors”, recuerda. “Esa noche me quedé en mi pieza y lo hice sonar una y otra vez. Escuché de una manera muy intensa cada instrumento, cada palabra, la manera en que los estribillos encajaban y entonces, ¡puf!, de repente fue como en The Matrix. Todo cayó en su lugar. Suena a lugar común, me doy cuenta, pero en ese momento supe cómo se construía la música.”
De regreso a la escuela de Nueva York, Julian empezó un régimen de entrenamiento. Se enganchó con los únicos dos pibes de su escuela que amaban la música y “no pensaban que eran chicos de su casa”, y formaron el prototipo de los Strokes. Fab Moretti y Nick Valensi podían estar un par de años debajo de Julian, pero al menos compartían una pasión por el buen rock (a saber Nirvana, eventualmente la Velvet Underground) y eran obsesivos con sus instrumentos. Julian invitó a su amigo más antiguo, Nikolai Fraiture, para unírseles como bajista. Pero la formación no fue un éxito inmediato.
“Antes de que Albert se sumara, éramos un desastre”, concuerda Valensi. “Un desastre. No era fácil. Mi mamá era estricta y no quería que yo pasara todo el tiempo tocando. Además, necesitábamos una segunda guitarra. Julian es un gran guitarrista, pero necesitábamos a alguien que no se preocupara tanto por cantar y componer. Yo era pesimista en cuanto a la posibilidad de encontrar al tipo indicado.” Pero entonces, de pura casualidad, Julian dio con el tipo indicado en la puerta de su departamento. Julian invitó a Albert a ir a tocar con el grupo. “Albert llegó al grupo como un cohete alocado”, dice Moretti. “Es una bola de energía e ideas, y usa esa ropa tan buena. No diría que es nuestro gurú estilístico, pero definitivamente encontró la manera de hacernos ver más importantes. Quiero decir, el tipo combina su cinturón con sus zapatos.”
La mejoría de la suerte del grupo no se materializó de la noche a la mañana, sin embargo. “Seguimos siendo un desastre durante el primer año luego de la llegada de Albert”, recuerda Valensi. “Pero de a poco se fue volviendo algo decente. Después se convirtió en algo bueno. Y ahora está encaminado hacia algo grandioso, creo, sin pretender sonar como un fanfarrón de mierda.”
La tarde siguiente, a bordo de un transporte en busca de escenarios fotográficos, los dos Strokes que vieron el amanecer desde la parte trasera del micro de gira se dedican a repasar la lista de aquellos que no pudieron sumarse al grupo. “Era terrorífico, hermano”, le dice Fab a Julian. “Impresionante”, coincide Albert. “Su pija era enorme, necesitaba dos chicas para chupársela. Era un deforme. Y vos sabés, nosotros tenemos sonido envolvente en el micro, entonces cada vez que la mina acababa, el ruido era tal que creía que nos iríamos a la mierda.”
Resulta una pequeña sorpresa enterarse de que Moretti y Fraiture fueron alguna vez monaguillos. Resulta menos sorprendente saber que ambos fueron expulsados por pelotudear durante la misa, tratando de impresionar a las chicas. Y si necesitabas una pista para captar la naturaleza del grupo, acá tenés una: los Strokes son ángeles con la cara sucia. “Yo lo veo más como que somos una gran bolsa de peluches”, decide Hammond. “Somos como una gran bolsa de peluches rodando uno sobre otro, jugando, peleando, divirtiéndonos. Somos peluches, pero peluches bien roñosos.” “Somos muy unidos”, concuerda Valensi. “Y lo que hacemos juntos ahora es lo que siempre hemos hecho en cuanto a beber, colocarnos, tomar drogas, buscar chicas. No estamos completamente arruinados, igual. Nos gustaenfiestarnos, pero nos gusta trabajar, también. Cada tanto nos gusta ponernos serios. Pero habitualmente nos gusta hacerlo juntos. Cada vez que nos encontramos, me doy cuenta de que nunca existió un grupo de gente con el que me gustara tanto juntarme a boludear.” Reconsidera la afirmación y decide calificarla: “A menos que se trate de una orgía”.
Pero más allá de todos los chistes, Julian Casablancas aparece, melancólico. Está más pálido que la primera vez que pisó un escenario británico, en enero del 2001, mucho más deteriorado y sarcástico que aquella joven alma brillante que conocí un año atrás. Tratándose de alguien que atraviesa el gran momento de su vida, parece un poco deprimido. “Extraño Nueva York”, dice. “Extraño la vida que creó este álbum. Todo lo que pasó es mucho más de lo que podría haber imaginado y estoy realmente agradecido. Pero nunca soñé con ser estrella de rock. Pensaba que sería cool ser un compositor moderno.”
Para Julian, sólo pueden conseguir la inmortalidad mediante la música que graben. El estilo de vida de una banda en la ruta sirve para que la gente escuche tu música, pero temen que, de continuar en esta onda de giras non-stop, no haya más música nueva para que la gente escuche. Su última gira duró tres meses, y los pocos días libres se perdían en entrevistas y vuelos. Como dice Albert: “La verdad es que no podés decir: Tuve un lindo día libre volando 25 horas a Australia”. Sienten que están perdiendo la cabeza. “Quiero ser una de esas personas”, dice Julian, “como los escritores, poetas, músicos, que dejan pistas para la próxima generación. Por favor, háganme saber si sueno como un pelotudo, pero la verdadera gente valiosa deja claves que ayudan al progreso de la especie humana. Esa es mi aspiración. Lo único importante son las canciones que escribimos y grabamos. Esa es la única prueba de que existimos e hicimos algo bueno. En este momento, en mi cabeza, es como vivir en una habitación sucia. Una vez que vuelva a estar limpia y linda, podré pensar claramente. Falta poco para eso”.
Por un instante, casi que sentís pena por él.
Abandonamos a los Strokes como los encontramos, conversando con los fans después de otro show explosivo, recibido con entusiasmo. Un show en el que, casualmente, se estrena una excelente canción escrita cuatro días atrás, llamada “Meet me in the Bathroom”. Tal vez se pueda evitar esa crisis creativa. Julian está en el vestíbulo de Nick’s Fat City, en Pittsburg, fumando porro con un grupo de vagos zarrapastrosos con gorras de béisbol. Cada tanto aparece un guardia de seguridad, agarra a un par de pibes y los expulsa del lugar. Se dirigen a la otra entrada del boliche, que está abierta, y se reintegran a la sesión. Evidentemente, fumar porro con los Strokes justifica el peligro de salir lastimado.
Frente al local, junto al micro de la banda, Nick y Fab están firmando autógrafos a un puñado de fans que manosean frenéticamente su ropa. Nikolai, mientras tanto, está solo en la puerta. “¿Qué tenés que hacer después, Nikolai?” “Oh, probablemente vayamos a un bar o algo y... –para de hablar durante unos segundos y mira a lo lejos, corriéndose un mechón largo de los ojos– ...beber.”
Fab se nos une y nos empieza a abrazar, de manera entusiasta. Qué bueno vernos, de verdad. ¿Por qué no seguimos de gira con ellos? Podríamos ir a Cleveland juntos, a Cincinnati, y a Chicago. Podría ir a beber y de compras, sería maravilloso.
Mientras él habla, vemos a Albert al otro lado del camino, junto al micro, con esa extraña chica inglesa que más temprano había seguido a la banda hasta un restaurant y, sin presentarse, se sentó a su mesa. Ella vino de Reading para seguirlos durante cuatro fechas y en la primera noche sacó el premio máximo. Los dos suben al micro y cierran la puerta detrás suyo.
“Dale, va a ser divertido”, dice Fab. Rechazamos el ofrecimiento. Los Strokes, mientras tanto, se pierden en la noche, haciendo nuevos amigos y conquistando territorio virgen a su paso. Cleveland los llama.

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