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Jueves, 19 de febrero de 2004

HENDLER-BURMAN, DEL ONCE AL OSO

Mamá, papá... ¿qué pasó?

Frente y perfil del protagonista y el director de El abrazo partido, la gran sorpresa argentina en la Berlinale.

Hendler
Ya en el aviso de Telefónica, llamó la atención por su air antipublicitario: aspecto cansino, mirada torva, cabizbajo, un antihéroe moderno nacido para promocionar el Speedy (toda una paradoja). El cine se lo llevó como a un hijo pródigo, y llegó el puesto de actor fetiche a las órdenes de su alter ego, Daniel Burman. Los dos Danieles (Burman y él, Hendler) son “el-típico-chico-judío” que recibe muchos besos marcados con rouge de las amigas de mamá. Podrían, por qué no, semejarse a un discípulo joven y más revoltoso del gran Woody: intelectualizándolo todo, hasta el mínimo detalle, y haciendo de ese capital un nicho (cine sobre chicos judíos). Encantador en Esperando al Mesías, heredero de la dinastía del Once en El abrazo partido, Hendler representa una especie de ideal de “acá nomás”, el buen chico de “la vuelta de la esquina”.
En El fondo del mar, de Damián Szifrón (otra delicia de la idishe mamme), Hendler agregó a la modulación lenta, deslizada, muy a desgano, otro valor: la obsesión neurótica aguda. Fue un celador compulsivo que imaginó conspiraciones hasta verlas consumadas, uno que –sobre el final– aprendía a vivir un poco mejor. Sólo en Sábado, de Juan Villegas, se salió por un rato de la cofradía para ingresar a una raza tan contemporánea pero más despreciable: fue un típico ejemplar palermitano en tránsito constante de la casa al bar, manteniendo –eso sí– el espíritu que no puede faltar a ningún personaje alla Hendler: convertirse en un afable perdedor.
Daniel no es de ésos a los que se verá llorando a mares, en estallido feroz, ni de los que se agarrarán a puñetazos. Ni tampoco se le escuchará una sonora carcajada. En pantalla gigante, le asignan lo que mejor le sale, siempre igual a sí mismo: la emoción contenida que se escapa solamente en el tartamudeo al comenzar las frases. Así, dicen, se lo encontrará en abril en el estreno de El abrazo partido. Con esa fidelidad a sí mismo se ganó el Oso de Plata. Chapeau. J.G.


Burman
Obsesivo y meticuloso hasta lo insoportable, Daniel Burman filmó su última película casi a escondidas en el barrio del Once. Para las escenas exteriores usaba una Trafic: descendía de improviso, armaba el trípode y planteaba rápidamente la escena, haciendo lo imposible para pasar desapercibido. Y no era complicado. En verdad, todo pasa un poco desapercibido entre la multitud de comerciantes que le ponen belleza y fealdad a las calles atravesadas de recuerdos y olores del presente. En los ojos de Burman, el barrio judío, peruano, boliviano, coreano, chino y negro del Once adquiere una especial armonía visual. “Es la belleza de lo feo”, dijo alguna vez. Porque en el Once, él sabe, hay pequeñas personas con grandes historias. Y El abrazo partido acaba de llevarse en Berlín el Premio especial del jurado.
Pero en el trasfondo de la historia de un padre judío que decide dejar a su familia para ir a pelear en la Guerra de los Seis Días, y no vuelve por décadas, existen recién llegados que venden lencería de bajo precio, historias de migraciones y éxodos, convivencias ridículas y anécdotas de persecuciones en casas de todo por dos pesos, detrás de mostradores atendidos por personajes de paso.
Burman tenía 24 años cuando estrenó Un crisantemo estalla en cinco esquinas, aunque antes, cuatro años atrás, había realizado el corto Niños envueltos. Luego vendría Esperando al mesías, donde aprendió a llevarse de memoria con Daniel Hendler, y probaría con la producción comercial de Todas las azafatas van al cielo, con la actuación de Alfredo Casero. Su próxima película es un telefilm llamado Un cuento de Navidad.
Aprendió a mirar el mundo desde ese lado de Buenos Aires que aún vive en estado de tensión, con policías parapetados en cada esquina, detrás de vallas antiatentados, con cámaras que filman cada vereda sospechosa desde la voladura de la AMIA. Burman conoce el Once desde la época en que ni siquiera llegaba a los mostradores. Siempre se preguntó cómo hacían esos negocios para sobrevivir vendiendo todos lo mismo. M.B.

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