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Jueves, 20 de mayo de 2004

EL RITUAL DE LAS HINCHADAS DEL ROCK, TODO UN PALO

Es un sentimiento, no pueden parar

Hay epopeyas mínimas que tal vez terminen de explicar por qué La Renga, Los Piojos, Bersuit Vergarabat y Las Pelotas son los grupos de rock más populares de la Argentina. En este singular universo anónimo de hinchadas y aguantes, pasan cosas inexplicables para la razón. Pero entendibles desde el corazón...

LOS PIOJOS.
Plaza Once presenta el mismo aspecto de todos los sábados al atardecer. Un pastor de traje predica, tres prostitutas caminan la zona y un par de policías comen medialunas al lado de la parada del 32. Un detalle que rompe con la monotonía: junto a la boca del subte, sobre Rivadavia, cinco pibes de 20 años promedio despliegan un arsenal de banderas que pronto colgarán sobre las rejas del monumento del medio de la plaza, como si fuese el alambrado de una cancha de fútbol. No hay nada más parecido al folklore del fútbol que el folklore de Los Piojos. “Mirá, éste me lo hice porque es lo más.” Ariel, de 18 años e hincha de Boca, muestra un Maradona de cuerpo entero tatuado en su pierna. “Cuando arranca una canción que me gusta, por ejemplo Quemado, se me pone la piel de gallina, como si fuera un gol.” Patricio, Martín, Juanjo y Juan ratifican. Más allá de Maradó hay elementos que unifican a la banda con el fútbol y engloban el sentir de sus incondicionales. No existe cancha, de ascenso o Primera, que prescinda de banderas piojosas. Tampoco club que no esté representado en cada show. “La puerta de la cancha de San Telmo está toda pintada con cosas de Los Piojos”, cuenta Martín, agitando unas diez pulseras con los colores de River. “El fútbol y la música te salvan, loco. ¿En quién creer...? ¿En los políticos?”, pregunta Juan. “Son dos vías de escape que te permiten huir de esta vida de mierda”, razona Patricio, cuyo tema preferido es Angelitos. Con alguna excepción (los tres aplausos y el movimiento de muñecas en Ay, ay, ay o la mención de todas las banderas en Finale), cada ritual es muy similar a lo que ocurre con La Renga (ver aparte). Martín cuenta que se fue a Mar del Plata con monedas que pidió en las calles de Ramos Mejía, y opera como arquetipo del piojoso que viaja por todo el país, gasta buena moneda en petardos o se junta antes del recital para llegar a la cancha en grupo. “Lo más importante es el show que les hacemos. Es un ida y vuelta. Nosotros ponemos las banderas, la fraternidad; y ellos, la música. Por ahí te jode que te pasen los gordos transpirados por encima, pero ves un chabón con una bengala y te emocionás”, dice Juanjo. Para los chicos, hay un ser piojo definible. Martín asegura que hay que ser piojoso “en sí” y Juanjo aporta: “Si vas a un recital y ves a un chabón con un celular y una carterita, ese tipo no es un piojo. El piojo está todo chivado, tiene una remera vieja del grupo y las Topper”. “Además es de clase media baja, detesta las letras boludas y lo muy comercial”, clarifica Patricio. Entre los gustos del piojo, resaltan además Intoxicados, Divididos, Bersuit, Sumo, Las Pelotas, La Renga... Lo que determina otra singularidad: el patriotismo. Siguiendo al Ciro de San Jauretche o Globalización, los chicos sostienen un nacionalismo prudente. Dice Patricio: “Yo quiero a mi patria, pero no creo que una nación sea más importante que otra. El nacionalismo tiene su cosa de mierda. Eso sí, somos antiimperialistas... y amamos a la Selección”. Ninguno discute la afirmación. Todos, a su turno, trabaron algún tipo de relación espontánea con los músicos: Juanjo estuvo en la casa de Micky, Juan se encontró con Ciro, mientras la policía lo “enganchaba” como testigo de un choque –”le dije: ‘Te sigo a todos lados, no puedo creer esto’... Y me preguntó qué me había pasado”– y Juanjo le vendió un diario a Tavo en un puesto de Santos Lugares. “No caía, me daba un peso y le dije: ‘No, loco, vale 1,30’”, cuenta y todos se ríen. “Sí, a mí no me descuentan el valor de la entrada”, justifica. Pese a la admiración que sienten por Los Piojos, los ven iguales y perfectibles. “No me gusta que no den entrevistas, salvo a la Rock and Pop. ¿Cuál es el contacto que hay entre nosotros y ellos, más allá de los recitales? No digo que los entrevisten todo el tiempo porque no son Mambrú, pero una cada tanto pueden dar”, se queja Patricio. Juanjo agrega un dato mal visto desde la tribuna: “Cantan Globalización y después van a tocar a Estados Unidos”.”Estaría bueno que vuelvan a los lugares chicos, como La Renga”, pide Martín, para no perderse la oportunidad de decirles algo a sus héroes.

LA RENGA.
Es domingo y anochece en Parque Lezama. Santiago y Queju esperan a Hernán –uno de los “mismos de siempre”, con 28 años y muchos viajes en su haber–, mientras despliegan la bandera para la foto. Tiene los colores de Argentinos Juniors (Queju es fanático del bicho) y dice “En tu andar veo mi andar”, una frase aplicable a sus dos pasiones. “Mi vieja no me entiende... Antes de ir al norte, me dijo: ‘No te vayas que vienen tu viejo y tu hermano a casa’. A mi viejo no lo veía hacía mil, pero por La Renga dejo todo”, cuenta. Los dos tienen al Che en algún rincón de sus ropas: Santiago, estampado junto al corazón; Queju lo tiene en su gorra. No hace falta más para descubrir cómo es un seguidor tipo de La Renga: el ideal rebelde condensado en Guevara; amor por el barrio y una propensión a la charla franca sin rollos intelectuales, ni abstracciones estéticas. “Al final de cada show me pregunto qué hay entre ellos y nosotros. Y no me lo puedo responder. ¿Qué me lleva a viajar mil kilómetros, estar dos horas escuchando música y volver”, se pregunta Santiago. Apenas el viejo le subió la bandera de largada, el pibe destinó su vida a viajar por el país. “El cuerpo te pide viajar –asegura–, organizar un viaje es más fuerte que el recital mismo... Eso de juntarse con pibes de los pueblos a contar historias. No existe diferencia entre porteños y no porteños para la comunidad renga.” Queju despliega el trapo sobre el césped un tanto húmedo del Lezama, se sienta encima y coincide con su amigo. “Una vez renuncié a un laburo para irme a San Luis. Otra vez llegué a Santiago del Estero a las 3 de la mañana, me senté frente al hotel hasta que salió el sol y fueron llegando pibes de todos lados. En una de esas salió el Tete a hablar por teléfono y se quedó con nosotros. Nos dio entradas y se tomó un par de birras. Ahora tengo un laburo re-grosso, pero me quiero ir a Jujuy... Qué sé yo... inventaré un casamiento de tres días.” El pibe fundamenta sus arrebatos en su canción preferida: Hablando de la libertad. “Hablar de la libertad significa ver tu país por la ventana de un tren. Liberarte, como dice Chizzo, es el consuelo de la locura.” Ya de noche aparecen Hernán, con la remera de Detonador de sueños, y su chica, fana de Callejeros. Se los nota cansados. “Un quilombo venir en coche desde Victoria”, se queja. “Loco, te perdiste la foto”, se ríe Santiago. Hernán cuenta su historia. Debutó en Argentino de Quilmes en 1997 –antes de Atlanta–, pero la cruzada mayor fue a Chile. “Viajamos seis. Cuando llegamos, estábamos cagados de hambre. Nos vio Tete y dijo: ‘Vengan a comer al hotel’. Después nos llevó a la habitación: cerveza, faso y charla toda la noche. Nos quedamos a dormir y hasta nos trajo el desayuno. Imaginate: hasta las 4 de la mañana hablando profundo con él. El sueño del pibe.” Santiago y Queju escuchan y no intentan interrumpir. “¿Te das cuenta, cómo no los vas a querer? Tete es el amigo de todos. La última vez que los vi fue en un encuentro de motos en Mercedes. Tocaron tres canciones y me fui al ‘camarín’ –en realidad, eran dos mesas de camping-. Estaban con 20 mil amigos y yo decía: ‘Estos chabones tocan en River y mirá la simpleza que tienen’. Iban a dormir en carpa, igual que siempre.” En esta especie de agradecimiento recíproco, los pibes destinan sus pocos pesos a preparar cada fiesta como si fuera la última. Pasan días zurciendo alguna bandera, comprando bengalas o morteros. “Aunque sean un par de cosas, comprás... Una estrellita, lo que sea. Te liberás dos horas y eso se agradece.” Hernán cuenta que su tema preferido también es Hablando de la libertad. “Es para toda la vida”, dice. Coinciden los tres, incluso Santiago que había optado por Cuándo vendrán. Y se quedan sentados sobre la bandera, preparando el próximo viaje.

LAS PELOTAS.
Los seguidores acérrimos de Las Pelotas se concentran en grupos de a 15, en tres lugares del Gran Buenos Aires: Tigre, Luis Guillón y Hurlingham. “Somos pocos, pero vamos a todas partes”, dice Gabriel de 24 años, perteneciente a la columna oeste. Cucu, de barba frondosa y pelo muy largo, aporta una mirada sensible. “Las Pelotas me genera un refugio en el que nunca me siento solo. Abarca mucho dentro de mí, mis alegrías, mis tristezas, mis ganas de que este mundo que tenemos sea para todos. Desde lo más chiquito hasta lo más grande, lo encuentro reflejado en sus canciones y en su gente, que para mí es lo más importante.” En el camping de San Pedro, durante el último festival, esta parte de la banda extendió una bandera de casi 9 metros de largo por 20 de ancho sobre el césped que, por la noche, estaba flameando sobre la cabeza de sus seguidores. “Nos costó 800 mangos –informa Tati–. Primero hicimos rifas para amortiguar un toque el bolsillo y después pusimos algo entre todos.” La bandera tiene el dibujo de Amor seco en el medio y abajo una frase extractada de Corderos en la noche –”Llevanos a donde no hay dolor”–. También menciona a Dock Sud, Udaondo, Ramos Mejía y William Morris. “El tipo de letra es la misma que la de Máscaras de sal. Por eso representa a los primeros tres discos”, cuenta Tati. “La llevamos a todas partes, pero no pudimos entrarla en Cosquín. No entiendo por qué”, reclama Gabriel. La banda de Hurlingham recorrió buena parte del país en la camioneta de un amigo en común. El móvil sirve también de hotel cuando no llevan carpa, y de bar cuando llueve o no se puede comer afuera. “Aunque a veces ni dormimos”, cuenta Gabriel. La relación con los músicos también es directa. Tati, que los vio por primera vez en la plaza del barrio en 1991 (“fue en un festival, cerraron ellos arriba de un camión”), dice que van a los ensayos, a la quinta y que, más de una vez, Sokol y Cía. los ayudaron con dinero para volver de alguna provincia. “El Ale es uno más de nosotros. Una vez fuimos a Necochea y, después del recital, se quedó en la playa con nosotros y se volvió en el tren tocando la guitarra en el vagón comedor.” El rasgo que caracteriza, al menos, al grueso de la hinchada de Las Pelotas es una especie de sectarismo orgulloso. “Sólo vamos a ver a Las Pelotas. Con Divididos está todo mal porque Mollo luquea con Sumo. Nuestros gustos van por el lado de Creedence o The Doors”, revela Tati. La próxima cita es el 29 de mayo en Rosario. Y los pibes ya están agitando hace días, “para ponerle un poco de adrenalina”. “Planeamos algún asado, nos aseguramos de que los pibes estén en la lista de invitados y compramos pirotecnia para asegurar la fiesta... Porque, por más que la lista de temas sea la misma, siempre pasa algo distinto. Somos una familia con años de tragos.”

BERSUIT.
Se los conoce como psicópatas. El mote surgió de la afinidad asumida de Cordera por los internos del Borda. “En Bersuit todo gira alrededor de la locura y la bohemia”, dice Diego. “Tal vez por eso La Argentinidad al palo nos parezca muy careta.” Pochi, incondicional y loco como pocos, jura que es así. “Recién llegamos de Córdoba. Tocaron en la Vieja Usina y nos pareció frío el recital.” Pochi –el “Pochi Cordera” según sus amigos– conoció al grupo hace diez años y se transformó en infaltable a las ceremonias bersuiteras. Trabó relación con el Pelado -que vivía a cinco cuadras de su casa, en Dock Sud–, hizo amistad y logró que lo incluyan en la lista de invitados de todos los shows. A él y a sus amigos. “Vamos seis o siete... no puedo meter a todo el Docke tampoco”, se ataja. La casa de Pochi funciona como lugar de reunión para los incondicionales bersuiteros: allí se guardan las banderas, se organizan los viajes y se habla del grupo con naturalidad y cercanía. Casi no pueden creer que el Pelado sea tan famoso. Pochi, por ejemplo, solía visitarlo el día de su cumpleaños o asistirlo como plomo en los shows. “La gente está re-fanatizada, ve al Pelado y se vuelve loca. En Cosquín fue una locura... parecían los Stones. Yo ni en pedo me saco una foto con él.” Diego y Casta se ríen. Ellos también tienen cero cholulismo. “Yo a Cordera lo conocí tomando whisky en la barra de un bar, entendés... Era pendejo y la banda me asombró por las malas palabras: coger, hijo de puta, toda una fascinación. Pero de ahí a pedir un autógrafo... ni ahí”, adiciona Pochi. Tampoco hay rollos sectarios entre ellos. Casta, pese al apodo, sigue a La Renga, a Almafuerte y es de los que promete quedarse atrás en los recitales. “Pero no puedo. Tocan la Murguita del Sur y salgo disparado hacia el agite.” Diego suma el ejemplo del micro en el que viajaron a Cosquín. “Iba gente de Bersuit, Los Piojos, alternativos... todo bien. Es una gilada dividir. La gente es la misma en todos los recitales.” Las reticencias van por otro lado. A Diego le da bronca que algunos vayan a los recitales “vestidos como para ir a bailar” y Pochi admite una contradicción. “Cuando la Bersuit se hizo masiva empezó a venir gente distinta. Te da un poco de envidia, porque pensás que la banda es tuya. Pero no. La banda no es tuya, por más que la sigas hace mil.”

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