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Jueves, 2 de mayo de 2002

El nuevo club de la pelea

 Por Pablo Plotkin

Jacinto El Zapatero está furioso. Sus subordinados no parecen entender la orden: “¡Salgan de la base, por favoooooooor!”. Es el Capitán Willard en versión púber, un hombrecito hundido en las tinieblas de esta Cambodia electrónica, al frente de un clan bastante disperso. Con sólo trece años, la histérica autoridad de Jacinto empieza a mostrar algunas flaquezas. “Nadie me da bola”, se queja, mirando de reojo al soldado La Furia del Pollo. Ahora Jacinto abandona por un momento el teclado, supervisa la situación de sus comandos terroristas y señala un enemigo que se pierde en la oscuridad azulada del lugar. “¡Disparaste desde la ventana!”, incrimina. El que responde es un pibe con una remera de Korn: “¡Sos un cagón! No hay ninguna regla que diga que no se puede disparar desde la ventana”. Alguien podría freír un huevo sobre la cabeza de Jacinto El Zapatero. “Sabés de lo que estoy hablando, pete”, dice. Para los consumidores del Counter Strike, un “pete” es un jugador que no tiene códigos morales. Este lugar debe estar lleno de petes, porque el conflicto de Jacinto El Zapatero es apenas un rumor en la belicosa inmensidad de Kimochi. Hay 120 monitores estallando en la oscuridad. Es viernes al atardecer. Esto recién empieza.

SANGRE NUEVA
Por si alguien no está al tanto, el Counter Strike es el más popular de los juegos en red. Trata del enfrentamiento de dos bandos –terroristas y policías de elite– que deben cumplir ciertas misiones en escenarios diversos. Poner bombas, rescatar rehenes, asesinar enemigos. La novedad con respecto a los jurásicos videojuegos de los ‘90 –más allá de cuestiones gráficas que lo dotan de una seductora e inquietante carga realista– consiste en la posibilidad de jugar en equipo, ya sea a través de Internet o confluyendo en esta clase de locales, que funcionan como bases de operaciones de los distintos clanes que se disputan la gloria. Cada clan tiene su nombre; cada jugador, su seudónimo. Kimochi, un tugurio futurista ubicado en Esmeralda y Lavalle, es sede de campeonatos nacionales. Está dividido en especies de jaulas que funcionan como cuadriláteros virtuales, y cada máquina cuenta con un par de auriculares. De otro modo, el ruido de las explosiones sería ensordecedor. Kimochi, como casi todos los locales de juegos en red, no cierra nunca. Vale un peso la hora. Casi siempre está lleno.
Santiago, el encargado de Kimochi, es un chino de pelo largo y saco de cuero que se pasea por el local con cierto aplomo samurai. “Acá viene mucho crack grosso”, se enorgullece el tipo que, al momento de sentarse frente a la máquina, responde al alias de Dark Moon. Comenta: “Cualquiera puede entrar a jugar a Counter Strike. Lo difícil es ser bueno. Beto Tony, por ejemplo...”. Al invocar semejante nombre, los jugadores más cercanos dan un respingo y desvían por un momento la vista de la pantalla. ¿Quién es esa especie de Kaizer Soze del Counter Strike? “Es el mejor artiquista de la Argentina”, revela Santiago. El artic es una de las armas predilectas del arsenal del juego, una ametralladora con zoom que el tal Beto Tony maneja con la pericia de un SWAT. “No es fácil manejar bien el artic”, pronuncia Juan Daniel, un chico de 18 años que juega al CS desde hace más de un año y medio. Para Juan Daniel, el juego no sólo consiste en hacer trizas a la mayor cantidad de enemigos. “Hay mucho de estrategia”, asegura este miembro del clan NKT. Juan Daniel terminó la secundaria a los 15 años, se graduó de chef dos años más tarde y ahora reparte su tiempo entre el voley, las artes marciales y el Counter Strike. “La semana pasada estuve jugando veinte horas seguidas. Me zarpé –admite–. Tenía los ojos así.” Pero nadie iguala el record de Chanana, un pibe que se pasó una semana entera jugando, alimentándose a comida chatarra y durmiendo nerviosas siestas en los rincones del local. “Sí, hay muchos pibes que sonmuy viciosos –comenta Juan Daniel–. Y te lo dice alguien que llegó a jugar durante tres días seguidos. Y que cuando se junta con sus amigos casi no habla de otra cosa que del Counter Strike. Aunque a mí me interesa más la parte informática.”


VICIO VIEJO
Las pantallas reproducen persecuciones, estallidos y derrames de sangre a través de toda clase de escenarios. Un terrorista camuflado salta al vacío desde un rascacielos; hay un tiroteo enfermizo en la cima de una montaña púrpura; alguien lanza una granada a un depósito suburbano; un agente de elite se resguarda en el fuselaje de un avión caído en la nieve; otro degüella con una faca a un terrorista, lo que le reporta 300 dólares. La plata le servirá para adquirir equipamiento: armas, chalecos antibalas, ropa nueva, bombas de humo, flashes para cegar al enemigo. “Me gustan los gráficos”, dice Alejandro, 16 años, miembro del clan Sony. “Y bajar gente. Es muy parecido a la realidad. Fijate Afganistán: es casi lo mismo. Las mismas armas, los mismos uniformes.” Es bastante adictivo, ¿no? “Y... te envicia –concede Alejandro–. Además es accesible. Si vas a bailar, te gastás diez mangos. Acá con diez mangos podés jugar diez horas.” Sus compañeros de clan, Sebastián “Maverick” e Iván “Torino”, asienten. ¿Prefieren ser policías o terroristas? “Depende del nivel”, contestan todos. Torino se define: “Las armas de los policías son mejores. Y además, está más bueno matar a un terrorista”. Una voz anuncia un número y los tres corren a ocupar una máquina.
Si bien se registran casos de adicción ciertamente perturbadores, el desparramo de violencia en los juegos infantiles/adolescentes no es invención del Counter Strike. Desde el tiempo de los soldaditos de plomo y los combates entre indios y cowboys en los médanos de San Clemente, el enfrentamiento de bandos y los asesinatos en serie parecen ser un juego de niños. “A los padres mucho no les gusta, no entienden el juego. Por ahí lo aceptan, pero no les gusta que juegues”, dice Kastekniv, 15 años, miembro del clan 6x1 con base en Internet City, un local en Santa Fe y Junín. “A mí también me gusta jugar al fútbol, por ejemplo, no soy un vicioso del juego. Y, entre otras cosas, el Counter me gusta porque se juega en equipo.” Los 6x1 aseguran ser el cuarto mejor clan de la Argentina. “Poné que lo que más nos gusta es ver cómo le metés un terrible head a otro. Así la gente cree que somos unos deformes”, dice Dragunov, también del 6x1. Un head es un tiro, una muerte. Sakura, un chico de 14 años metido en una gigantesca gorra de béisbol, hace un gesto de “no le des bola”. Sakura juega al Counter Strike doce horas por día. Va al colegio a la tarde, de manera que apenas le queda tiempo para dormir. Es un experto. Un pro, en términos del juego. “Me gustaría ganar un torneo internacional –expresa Sakura–. En Estados Unidos, a la gente que juega muy bien le pagan 500 dólares por mes, sólo para que jueguen. Me gustaría llegar a eso.”

AKISHI EN LAVALLE
Es noche profunda en el local de la calle Esmeralda. Algunos chicos vestidos de escuela corren a sus casas a dar explicaciones, al igual que un par de oficinistas demorados. “Sí, mi amor, estuve en un antro de Esmeralda y Lavalle, escaleras arriba...” No suena del todo bien, ¿no? La concurrencia se renueva. Muchos se disponen a pasar la noche entera aquí adentro, buscando ser otro durante algunas horas. De eso se trata. De eso se trató siempre el juego. Juan Daniel, el pibe que terminó la secundaria a los 15 años y que es chef a los 18, señala a una chica oriental que opera un teclado en la penumbra. “Es del clan Las Leonas –informa–. La rompe. Hacele una nota.” Dos minutos después, la chica desaparece. “Vení, vamos a buscarla”, dice Juan Daniel. Lavalle expone toda su deslumbrante decadencia nocturna. Bingos, templos evangelistas, comida rápida árabe,gente husmeando en los tachos de basura. En un local de videojuegos, la chinita baila sobre la base policromática del Dance Dance Revolution 3rd. Mix, otro hit de la industria del entretenimiento electrónico. Al cabo de un rato pierde; bastante agitada, se apoya en el respaldo de un juego de autos. Usa anteojos de gran aumento y una remera estampada con un dragón. No le gusta hablar. A duras penas dice que se llama Vivi, que tiene 17 años y que juega al Counter Strike bajo el alias de Akishi. ¿Qué te gusta del juego? Vivi levanta un hombro y responde: “Qué sé yo”.

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