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Jueves, 5 de junio de 2008

MASSACRE A LA OBRAS

Rockero por naturaleza

 Por Roque Casciero

¿A quién le dice Walas “un beso, mi amor” cuando pisa por primera vez el escenario de Obras con Massacre, su banda de toda la vida? Nos lo dice a cada uno de los que estamos ahí, que sentimos igual que él que será una de esas noches para el recuerdo. La banda de culto, la de los hermosos perdedores destinados por siempre a jugar en la B, llega al lugar donde se consagraron varias generaciones de rockeros argentinos, aunque la masificación de los últimos años haya subido la barra hasta los estadios de fútbol. Ahí, en ese mismo Obras (que seguiremos llamando así, aunque le pongan nombre de gaseosa), Walas se había emocionando viendo a Sumo, cuando todavía ni siquiera se le había ocurrido formar Massacre Palestina. Todo un ciclo cumplido para él, un natural born rocker, y para tantos de su generación, que apostaron por un modo de hacer las cosas en el que uno puede sentarse a la mesa con un sello, pero lo único que no puede transar es en el arte.

“Massacre se vendió”, dice, irónico, un cartel sobre la pantalla que está detrás del escenario mientras suena Seguro es por mi culpa. Y no, la banda llegó a Obras por mérito propio, con más de veinte años de sótanos encima, y con un disco en el que cuenta, por fin, con el apoyo del sello con más peso de la Argentina. Habrá algún viejo fan que, por esas cosas del esnobismo, dirá que Massacre era el de antes (cuando era de él y de nadie más), pero lo cierto es que la banda logró vencer su propio regodeo en el malditismo y apuntar hacia más público. Eso, obviamente, es importante para cualquiera que de verdad tenga algo que decir, más allá de que las cuentas bancarias crezcan con la masividad. Entre otras cosas, ahora Walas tiene más amores a los que darles un beso, y su beso es el rock.

El único frontman argentino que muestra la busarda con orgullo le canta a esa “octava maravilla del mundo”, a ese rock que está en todos lados y que sirve a intereses diversos. Mientras algunos salen a decir que está muerto, otros se ríen de su propia boludez (por eso amamos a Peter Capusotto) y hay quienes no paran de facturar usando su nombre en vano. Pero Walas, en Obras, afirma que es “una verdadera revolución individual, que es la que importa”. “Cada vez lo extraño más”, canta, y es lógico: lo que añora es una cultura que inexorablemente cambió con el tiempo y los tiempos. El rock ya no es la música para combatir la guerra de Vietnam o para hacerle resistencia a la dictadura, y quizá parezca demasiado distraído entre tanto esponsoreo. Pero Walas también sabe que esa identidad forjada a partir del rock será su refugio. Y por eso haber llegado al nivel de Obras es, para él, mucho más que la posibilidad de que su arte sea también el origen de su sustento: es la certeza de que no abandonará ese “laberinto privado” al que entró allá por los ‘80, el que lo nutrió como persona mientras repartía besos y se divertía como loco en el trayecto.

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Imagen: MARISELA MENGOCHEA
 
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