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Jueves, 14 de enero de 2010

CRóNICA SOBRE LA GENTE QUE NO ENTRA

Las puertas de la percepción

En ese lugar que divide el “ser” y “no ser” de la noche, la puerta se convierte en objeto de deseo... bah, en deseo de ser atravesado para poder pertenecer a algún espacio de La Feliz, aunque sea por unas horas.

 Por Facundo García

Desde Mar del Plata

“Te espero en la puerta”, ni adentro ni afuera. Es decir, en el límite entre ingresar y quedar out, diferenciación que por lo general está a cargo de patovicas con un nivel de simpatía sólo perceptible mediante microscopio electrónico. Quién no recuerda una noche desperdiciada alrededor de una puerta; o alguna conversación en el umbral, que es esa porción de suelo que queda exactamente debajo de las puertas. En verano da la impresión de que pierden importancia. Después de todo, no hay frío de que protegerse. Pero basta puertear un poco para darse cuenta de que, como buenos agujeros, esos huecos en la pared siguen siendo sede de deseos, placeres e ilusiones. ¿Quién tiene la capacidad de decidir sobre las puertas? ¿Quién otorga ese poder y quién lo sufre?

Hay un cuento de Las mil y una noches en que un tipo llega a un palacio donde viven cuarenta minas, una más buena que la otra. Se queda y juntos la pasan bárbaro. Comen manjares, beben y se mandan unas orgías de la san puta. Después de un año, las chicas le avisan al flaco que tienen que ausentarse por cuarenta días. “Cumplido ese lapso –le aclaran–, vamos a volver. Entretenete en el palacio. Lo único que te imploramos es que no abras la puerta que está al fondo del jardín. No nos preguntes por qué.” Basta la advertencia para que esa pieza del fondo se transforme en obsesión. Y no es éste el lugar para contar cómo termina la historia, pero sí para resaltar que los dueños de las discos de la costa se aprovechan de esa fascinación que produce lo prohibido. Hacer difícil y exclusiva la entrada se ha vuelto norma. En consecuencia, recorrer la zona de los boliches marplatenses a eso de las dos de la mañana es ver filas de pibes esperando al reverendo pedo, en filita, con la ilusión de sentirse parte de algo por lo que además están dispuestos a pagar una fortuna.

Calor, fin de semana, enero. La vereda de Esperanto –en la calle Constitución– está que explota. Hay un ingreso para los del montón y otro para “personas importantes”. Por el VIP entra una caterva de afectaditos que le provocarían vómitos a una ballena. Ojo, no es que pase sólo ahí. Lo que ocurre es que el contraste se acentúa cuando entre los simples mortales se ve a un muchacho con muletas que está haciendo la cola desde hace más de media hora. Se llama Dardo, vino desde Santiago del Estero y dice que se banca el maltrato porque “quiere conocer”. Se lo nota obnubilado por el ambiente cosmopolita. Otra media hora. El santiagueño sigue en el mismo sitio. Adentro suena El meneaíto. El rengo cambia la muleta de apoyo. Se afirma de un lado, del otro; y más rubias teñidas entran por el VIP. Curioso: el esperanto fue un idioma que se inventó para que los hombres tuvieran una lengua equilibradora. El código más usado por aquí, no obstante, parece ser el de la desigualdad.

El Topo anda ajeno a estas meditaciones. Es el acomodador de autos oficial en ese sector de la ciudad, y hace diez veranos que estaciona autos. Se vanagloria de haberles dado instrucciones viales a Pappo y al Diegote. Y sigue agitando el trapo, armando un Tetris de coches que entiende solamente él y los conductores que atienden sus señales. “¿Hubo en este tiempo algo que no pudieras estacionar?”, le consulta el cronista. “Sí, mi cabeza”, devuelve él, y le marca un espacio libre a dos conchetos que vienen escuchando a Depeche Mode en un Audi negro. El resto de las Very Unimportant Persons sigue en la cola. Leo, por ejemplo, también se está bancando la amansadora, pero en Sobremonte, una disco que queda a un par de cuadras. “Tengo un pedo atravesado y no me lo tiro porque con toda la gente que hay, si me alejo no entro. No aguanto más”, confiesa pegado a la valla. Transcurridos unos segundos, queda claro que no se trata de una metáfora.

Metros más allá –mejor correrse–, una ventana deja entrever el cachengue de una de las pistas. Mujeres infernales bailan al lado de varios treintañeros. Del otro lado de los cristales, Damián, Pachi, Mauricio y Marcelo siguen la escena hipnotizados, respondiendo con sus caderitas al ritmo reggaetonero que se filtra hasta la avenida. Andan por los quince o dieciséis, son de un barrio invisibilizado de La Feliz y no tienen un sope. Cualquier palo o piedra bastaría para quebrar la barrera que los separa de la joda. Sin embargo, ellos eligen sentarse, fumarse unos puchos y mirar. Solamente mirar y moverse un poquito. La piedra, por ahora, está solamente en la expresión de sus caras.

Impasibles, los patovas controlan la admisión. ¿Siempre tienen que tener esa jeta? ¿Acaso los patovicas “buena onda” no rinden? Armando –un cejudo con cantidades equivalentes de músculos y gel– da vueltas por la boletería de Mundo Latino, un bolichón del centro. Menciona que muchos colegas trabajan en seguridad privada, lo que según él vendría a explicar el gesto amargo y el pelo casi siempre rapado que curten los puerteros. También confiesa que después de recibir en su cabeza el impacto de los diversos objetos que le han tirado desde que se dedica al rubro –zapatos, celulares, carteras, soretes–, se le acabaron las sonrisas. “A pesar de eso no me volví pegador, mirá vos... Justamente el problema en este laburo es que a algunos les gusta pegar más de la cuenta. Esos son los que no sirven”, describe.

–¿Y a vos te gusta pegar?

–Sólo lo necesario.

–Pero te gusta.

–Sí.

El reloj no se detiene. En escenarios similares, miles desperdician minutos interminables ante otras tantas puertas. Hasta que no vean lo que hay del otro lado, no sabrán si valió la pena el plantón. Mejor todavía si desde el exterior no se puede adivinar nada: cada quien imaginará la fiesta ideal, y estará dispuesto a garpar lo que sea por ver si la realidad coincide con lo que craneó su imaginación. Con tal de alcanzar la “tierra prometida”, el ganado se deja administrar mansamente por grandulones que son, a su vez, controlados por empresarios. Es el principio de una hermosa relación.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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