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Jueves, 19 de diciembre de 2002

DICIEMBRE 2001-2002: HISTORIAS (NO TAN) MINIMAS

Vivir para contar

Hoy y mañana se cumple un año de dos días que rankean alto entre los más violentos de la historia argentina. El saldo fue: 34 muertos en todo el país, la mayoría de ellos jóvenes, menores de 25 años y de clase media baja. Todos recibieron disparos de balas de plomo, que ingresaron por la espalda y de la cintura para arriba. Esta producción con dos testimonios de sobrevivientes y con la historia de un pibe correntino que se topó con la muerte, pretende honrar la memoria de todas esas víctimas de la violencia de un Estado represor, pero también dejar constancia de la intención de no olvidar. Y pedir justicia, lo mismo de siempre.

PRODUCCION Y TEXTOS:
PABLO PLOTKIN Y JAVIER AGUIRRE

1
El centro de Buenos Aires cambió para siempre –para todos– el 20 de diciembre de 2001, pero la transformación se hace mucho más patente y definitiva si en alguna de esas calles se te metió una bala en el cuerpo. Fabián Coca trabajaba entonces en una editorial de Saavedra: hacía dos años que se había comprado la moto y recorría los barrios del oeste del Gran Buenos Aires para hacer cobranzas en las escuelas. Autodefinido como “apolítico”, las imágenes televisadas de la noche del 19 le provocaron, como a tantos otros jóvenes no militantes, la necesidad de ser parte activa de esa reacción popular. Afectado por las escenas de fuego y escuadrones y el relato apasionado de vecinos de Ramos Mejía que habían ido a Plaza de Mayo, Fabián salió a trabajar aquella mañana y volvió a casa para reunirse con Daniela, su pareja, y dos amigos de Lomas del Mirador que habían pasado la noche en Ramos. Fueron al centro en el auto de uno de ellos, mientras De la Rúa decidía su renuncia y el helicóptero presidencial barría el polvo de la terraza de la Casa Rosada.
“Cuando llegamos acá, esto era el apocalipsis”, recuerda Fabián. “Había restos de gases y piedras, y la poca gente que quedaba estaba muy desprotegida.” Estacionaron el coche cerca del Obelisco. No sabían exactamente qué hacer, ninguno de los cuatro tenía demasiada experiencia en revueltas, pero el instinto histórico los guiaba directamente a Plaza de Mayo. Probaron distintas calles, algunas franqueadas por brigadas policiales, otras sospechosamente desoladas y silenciosas. Llegaron a Esmeralda y caminaron para el lado de Corrientes. De pronto dobló la esquina una avalancha de manifestantes –tal vez no fuera más de treinta, pero en esa atmósfera enrarecida se veía como una multitud–. Corrían hacia ellos, escapando de los tiros de la policía. “Me dije que no tenía que correr, porque me iban a tirar en la espalda, como les estaban tirando a todos”, cuenta Fabián. Tomó a Daniela de la mano y se parapetó junto a la persiana baja de un local. Dio media vuelta, abrazó a su novia y vio a los policías disparando a menos de diez metros. Fue un momento de claridad y aturdimiento: leyó las siglas de la PFA, escuchó el sonido del plomo y sintió un impacto imborrable. “En ese momento me toqué y supe lo que me había pasado. Sentía un vacío.” Una bala de goma le había barrido el ojo derecho.
Sangrando a chorros, Fabián logró conservar la calma y procuró tranquilizar a Daniela. Cruzaron a un garaje situado a diez metros de Corrientes. Querían llamar a una ambulancia, pero los aterrados empleados permanecían en la garita. Nadie recordaba un número de emergencias, y el único tipo que se le acercó se limitó a improvisar un diagnóstico inequívoco: “Me parece que la sacaste cara, hermano. Perdiste el ojo”. Entonces apareció un policía al que Fabián recuerda alto y mal afeitado, preguntando qué había ocurrido. El herido personificó en ese uniforme a la fuerza que acababa de mutilarlo: “¡Hijo de puta, mirá cómo me diste! ¡Me tiraste a la cara!”. El tipo no pareció conmoverse. Se cruzaron algunas puteadas y sencillamente se fue, sin amagos de pedir una ambulancia. La corrida había dispersado a los manifestantes y Esmeralda estaba completamente vacía. Fabián y Daniela supieron que tendrían que arreglárselas solos.
Caminaron dos o tres cuadras y encontraron un taxi libre estacionado, pero el conductor se negó a llevarlos, alegando que estaba esperando a otro pasajero. Luego apareció “de la nada” un segundo taxi, que rápidamente los llevó al hospital oftalmológico Santa Lucía. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando ingresaron en la guardia. Esa noche le hicieron algunos análisis y se decidió su internación. A la mañana siguiente lo operaron. Existía una posibilidad de recuperar parte de la visión, pero el intento podría haber generado una infección y puesto en peligro el ojo sano. Le implantaron una prótesis interna (“una bola denombre raro”), que al cabo de dos semanas fue reemplazada por otra más pequeña y porosa.
Mientras tanto, Fabián se rehusaba a dejar de tocar la batería en Careta Tucón, una banda de “punk rock divertido”, netamente ramonera, que este sábado participará de un festival en Hangar. “La bala me rozó y siguió de largo, ni siquiera me tocó las pestañas. No sé qué habría pasado si me daba de frente”, dice el hombre que, a los 33 años, perdió la licencia para manejar motos y por ende su trabajo en la editorial. Al igual que otras víctimas de aquellos días de furia, Coca lleva adelante una querella asistido por La Liga de los Derechos del Hombre, y el gobierno porteño le consiguió un trabajo temporario en la Comisión de la Vivienda. Le molesta un poco estar encerrado en una oficina, pero trata de pensar lo menos posible y convivir amigablemente con el ojo de vidrio. Mañana volverá a la Plaza, con las mismas dudas y certezas que hace un año. “Tengo mucha bronca”, asegura. “Porque, más allá de lo que me pasó a mí, no veo que haya habido un cambio. Nos siguen gobernando los mismos de siempre.”

2
”Yo trabajaba en moto, para una mensajería del centro. El 20, cuando vi el quilombo que se estaba armando –había muchas mujeres y gente mayor–, fui hasta Avenida de Mayo y me puse con la gente. Estuve resistiendo un tiempo a pie, y después de una corrida muy grande pasé por la agencia y volví, con la moto. Me junté con otros chicos que estaban resistiendo en motos, y hubo una serie de avances y retrocesos. La policía estaba sobre Avenida de Mayo y quería liberar la 9 de Julio; pero se les hacía imposible, porque cuando se metían en la avenida los rodeábamos y tenían que retroceder. En una de esas idas y venidas sentí que algo me pegaba al costado de la frente. Sentí un mareo, quedé ciego, pero escuchaba todo... Me habían pegado un tiro.” Sergio Sánchez lo cuenta sin perder la calma ni la precisión del recuerdo. Del asfalto caliente fue al Hospital Argerich, donde le sacaron una placa y le dijeron que era una bala de goma, que no se preocupara y que se fuera a su casa. Pero en la noche del 20, mientras buscaba que le recetaran un calmante para el dolor, el médico de su obra social lo revisó y le dijo la verdad: la bala era de plomo, y no había margen de error; le habían mentido. Lo operaron de inmediato en un sanatorio. La bala policial (¿de quién si no?) había golpeado en el filo del cráneo y se había partido en dos. Sólo pudieron sacarle la media bala que había quedado entre el cráneo y la piel. La otra mitad, hoy, aún permanece entre el hueso y el cerebro.
Sergio tiene 25 años y una hija. No hay por qué aclararlo, pero no era militante. Aunque a partir del tiro sufre de mareos –especialmente peligrosos siendo motoquero– ya volvió a trabajar. Ahora lleva adelante acciones legales contra el Estado y la policía, y organiza junto a otros treinta heridos de aquel diciembre de sangre una convocatoria para mañana en la Plaza.
–¿Tenés miedo?
–Cuando recibí el tiro, y durante la operación, tuve mucho miedo, pero también estaba muy contento con todo lo que pasaba. Después de diez años de que la gente bajara la cabeza con el menemismo, aparecía una resistencia. Pensaba “por fin se despertaron”.
–¿Qué sentiste cuando, después de la internación, volviste al lugar del balazo?
–La primera vez que volví al centro después del tiro fue durante un cacerolazo. Yo vivo en Valentín Alsina, y durante todo el trayecto hasta la Capital –en moto, con mi señora– se escuchaba el ruido de las cacerolas... Para mí era algo mágico, estábamos haciendo una revolución sin que nuestro bando tirara un solo tiro ni matara a nadie. Era increíble, en ese momento pensé que realmente estábamos cambiando algo, habíamos ganado las calles, teníamos la atención del mundo... Queríamos que se fueran todos –políticos, sindicalistas y todos los responsables del hambre–, pero sólo se fue De la Rúa. Y yo no me hice pegar un tiro para que viniera Duhalde, que había sido vice de Menem.
–¿Sentís que participaste de un acontecimiento importante en la historia argentina?
–Fue un hecho histórico porque la gente salió a la calle a echar a un gobierno sin pedir que vengan los milicos. Y estábamos resistiendo en serio. Era una batalla campal, aunque un bando tenía piedras y el otro, armas de verdad. Y tiraba balas a la cabeza de la gente. Yo de la policía no esperaba otra cosa... (se ríe por única vez en la charla).
–¿Qué creés que va a pasar mañana?
–Violencia no va a haber, el gobierno de Duhalde ya tiene muertos y no quiere más. Lo que me gustaría es que la gente se quede después del 20 y que siga luchando. Los 33 muertos que hubo el año pasado no sólo se merecen justicia sino también victoria.

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