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Jueves, 24 de mayo de 2012

INFORME HISTORICO: CANCIONES ARGENTINAS CON MUSA REGISTRADA

El olor a chivo del rock

Si dos compositores insignes de la música sin patrocinadores, Luca Prodan y el Indio Solari, mencionaron a marcas de champú, vaqueros y pastillas, vermú, analgésicos y zapatillas, ¿qué queda para el resto de los músicos del rock argentino? ¿Quién pierde más en la relación entre las canciones y las marcas?

 Por Javier Aguirre

Hay canciones que hablan sobre putas, policías, faso, amores, odios, soledades, ecologías, estadistas, vidas, muertes, amistades y... ¿sobre marcas registradas? También: ¡el rock del logotipo! Sin que se trate de publicidades encubiertas –no necesariamente–, el rock argentino tiene un importante historial de temas cuyas letras nombran marcas. Los letristas no dudan y parecen estar a salvo de esa especie de tabú televisivo que supone que, toda vez que se menciona una marca o un producto comercial, es preciso aclarar que “no se trata de un chivo”.

No hay necesidad de pensar mal de la poesía. No hace falta creer que Luca Prodan se vendió al oro de una ochentosa línea de jeans cuando escribió La rubia tarada, cuyo segundo verso hablaba de “hombres encajados en Fiorucci”. Ni, mucho menos, inferir que el fallecido líder de Sumo era la calva visible de campañas promocionales desde las sombras de una línea de champú –”soltate con Wellapon, soltate”, de Heroína, que en sí fue todo un sampleo after-chabón del jingle– o de una bodega sanjuanina –cuando en Mañana en el Abasto cantó “un hombre sentado ahí, con su botella de Resero”, la misma marca que evocó Ricky Espinosa en Más feliz que la mierda, de Flema–.

De igual manera, la malicia tampoco parece haber salpicado al Indio Solari (o no por esto, en todo caso): nadie cree que el ex líder ricotero haya abrochado secretos e inconfesables canjes con promotores de zapatillas deportivas, vermús italianos, analgésicos de venta libre o cadenas –menguantes– de videoclubs a la hora de concebir piezas como Nike es la cultura, Martinis y Tafiroles o La Piba del Blockbuster. Así y todo, desconfiar es humano.

El primero te lo regalan

¿Toda mención a una marca, en una canción, resulta inocente? Las cámaras del NO alcanzan a Claudio Destéfano, periodista especializado en temas de empresas y negocios. “No creo que cuando un compositor menciona una marca en su canción, pueda tratarse de una publicidad no tradicional (PNT) sino que, en el proceso de creación de una letra, una marca puede reflejar exactamente lo que el artista quiere decir. Y tal vez, encima, aportar una rima interesante; no me parece que haya una contraprestación económica previa a que salga la canción”, evalúa el especialista en mercadotecnia.

“En cambio –agrega–, una vez que la canción ya es conocida, es probable que el equipo de marketing de una empresa vea con buenos ojos acompañar en algún proyecto al músico, si considera que el artista ‘invirtió’ primero en el acercamiento con la empresa, al citar la marca en la letra.” La reflexión de Destéfano parece, precisamente, inspirada en la anécdota que Pipo Cipolatti ofrece a los movileros del NO, en relación con la golosina vintage incluida en el verso “Bajé en Sarmiento y Esmeralda, compré un paquete de pastillas Renomé” del hit de Los Twist Pensé que se trataba de cieguitos. “Cuando escribí esa letra, a bordo de un colectivo, elegí las Renomé sin pensar en la rima, pudieron haber sido las DRF, que eran otras pastillas que también consumía de niño”, cuenta Pipo. Y agrega un dato agrio, al menos en lo económico: “Renomé nunca me dio ni cinco de bola. Ni siquiera hace un par de años, cuando sus productos reaparecieron en el mercado y les escribí al respecto”. Destéfano cierra la fábula de Pipo y los caramelos: “Que un artista la mencione en una de sus canciones le da visibilidad a una marca, pero no necesariamente le genera ventas ni le mejora la imagen”.

Una doble mirada puede acercar Mathias Harbek, en su calidad de agente rocker y publicista (guitarrista del Festival de los Viajes y Los Kahunas y director creativo en la agencia Don). ¿Qué significa, para una marca, aparecer nombrada por un músico en una canción? “Se vuelve más cercana”, dispara Harbek a los grabadores del NO. “La canción saca a la marca de la tanda, del ámbito publicitario, y la mete en lo cotidiano; el resultado es que la marca se vuelve más amigable.” Sin embargo, puede resultar un arma de doble filo: “Hay casos en que las marcas se ven perjudicadas por cierta mención, pero eso es otro tema... los dolores de cabeza se los llevan los directores de marketing”, revela la interna Harbek. ¿O acaso el hecho de aparecer en tu disco favorito supone para una marca algo mucho más valioso que una mera PNT pegadiza? “Una marca inclusive puede trascender su tiempo de vida cuando aparece en una canción”, arriesga el músico y publicista, y tira el caso de las Renomé y de Fiorucci, “que aunque cada tanto amaga por volver, es más conocida por la canción que por su presencia en shoppings”. A tomar notar: el rock –el arte– podría tener la llave de la inmortalidad.

La marca de la gorra

Una de las razones que con mayor frecuencia justifica la mención a una marca parece tener que ver con el estatus que supone consumirla; es decir con la capacidad económica o con la condición de paganini de quien utiliza sus productos. Es el caso de los autos; no por nada los que más seguido aparecen cantados son de alta gama, como los Cadillacs (Pappo en Suzy Cadillac), los Mercedes Benz (otra vez Pappo, en Sube a mi Voiture, importador de la mención internacional de Janis Joplin) o bien Rolls-Royce (aquel genial verso de Los Auténticos Decadentes en El gran señor: “Ahí está, es el gran señor... es aquel que está en aquel Rolls-Royce; ahí va, mírenlo, qué aire sobrador”). “Elegí el Rolls-Royce porque es el auto de los millonarios”, comenta, en vivo para el NO, Diego “Cebolla” Demarco, autor de esa letra, y explica la llegada de la máxima gema automotriz de la industria británica al imaginario decadente. “Para mí, el Rolls-Royce no significa mucho. Quizá es el auto más perfecto y caro, pero está en la letra porque representa al personaje de la canción. Y porque, además, me venía bien para la rima”, agrega el guitarrista bossa-cumbiero-decadente.

Por supuesto –pinta tu aldea o, mejor dicho, canta tu aldea–, resulta lógico que buena parte de las marcas apuntadas en las canciones tengan que ver con productos conectados directamente con la vida, la obra, la praxis... el minuto a minuto de los músicos. Bajo esa idea, es esperable que aparezcan los guiños a instrumentos musicales o sellos discográficos, como las menciones a la guitarra Gibson Les Paul o a la multinacional EMI que el Fito Páez todavía rocker hiciera en La rueda mágica y Los buenos tiempos, respectivamente. “El vínculo entre los músicos y las marcas se da desde el momento en que apoyás tus dedos sobre un instrumento y hay una relación de amor con Fender o Gibson o con la marca de tu preferencia”, observa Harbek, ahora más músico que publicista.

Esta forma de predilección se parece bastante al homenaje. ¿Pero será precisamente el agradecimiento que siente como consumidor de un producto X lo que lleva al músico a pensar en una marca y no en otra al escribir una canción? Quizá por eso algunas citas provengan de borracheras con final feliz, como los cameos de Cinzano (No bombardeen Buenos Aires, de Charly García) o la caña Legui (Al lado del camino, Fito Páez). Porque en caso de que el escabio termine mal, la mención puede ya no ser para la causa –la bebida–, sino para la consecuencia –la resaca–, como cuando Andrés Calamaro honró, seguramente en situación de vómito y en la hincada intimidad del sanitario, a una tradicional marca de inodoros en Adiós, amigos adiós (“Llorándole a un Pescadas su borrachera cruel”).

Las clásicas canciones que se quejan del periodismo también recurren a marcas, por ejemplo, mediante el recurso poético de nombrar la parte para aludir al todo. En este caso, a un determinado bolígrafo (“Bic”) como símbolo de todas las lapiceras, de todos los procesadores de texto, de todos los periodistas de rock... Algo de eso hay en Sacá los garfios de ahí, de Los Caballeros de la Quema: “Vos, tu culo blando y tu Bic, sacá los garfios de ahí”.

El rock multimarca

Las musas registradas rockeras pueden venir de todos lados: desde una intoxicación ferretera potencialmente letal con Poxipol (Blues del chico pobre, MAD), hasta una posible definición del perfil de los lectores de este diario (“compramos el Página”, canta León Gieco en Los salieris de Charly), pasando por remembranzas de dulzores pasados, ya sea vía Nesquik (Pepe Lui, de Divididos, y la confusa dicción de Nextweek, de Sumo), vía alfajores Guaymallén (Patri, Los Caballeros de la Quema) o vía Coca-Cola (Tercer mundo, Fito Páez). Es que, con o sin tarifario para anunciantes, la precisión poética no admite genéricos: no es igual precisar que alguien se bajó de una “Ferrari Testarossa” que apenas decir que descendió de un “auto”. No guiña el mismo ojo cantar que te clavaste una “Ugi’s” que limitarte a mencionar una “pizza”. Ni sugiere las mismas cosas lucir “Caro Cuore” que una mera “chabomba”. El riesgo, vamos de nuevo, es que dichas decisiones poéticas impliquen no buscados focos difusores para nombres comerciales de automotrices, prendas de lencería o grandes de muzzarella.

Y, por otro lado, la inclusión de marcas comerciales en canciones no se trata de un fenómeno únicamente presente en el rock de acá; en el uruguayo hay algunos ejemplos directamente desaforados, canciones casi temáticas al respecto. Es el caso de El Cuarteto de Nos, cuya Yendo a la casa de Damián vende la tanda completa y menciona a Sony, Lee, Carefree, Chanel, Shell, Levi’s, Bic y Porsche, entre la maraña de sustantivos comerciales que se agolpan en sus discos (Gillete, Intel, CNN, MSN, Gucci, Versace y Fuji). El otro gran ejemplo oriental es el de –ya en la banquina del rock– Leo Maslíah, que en su canción Todo con respaldo parece evocar a “El show del Clío” e incluye a Calvin Klein, Colgate, Nestlé, Hitachi, Gillette, IBM, Lucky Strike, McDonald’s, Texaco, Paco Rabanne, Peugeot...

Las reglas son claras: cada productor de cultura popular que mencione un producto que se consigue en el supermercado, cargará con la cruz de su propio sospechómetro, tanto en el rock como en otras arenas –por caso, la literatura o las telecomedias–. Y quizá el margen de duda maliciosa que dejen las marcas que aparecen en las novelas de terror de Stephen King no sea el mismo que dejan las que se exhiben en las novelas de terror de Adrián Suar. O tal vez sí.

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