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Jueves, 20 de marzo de 2003

SALTA Y JUJUY, NUEVAS PATRIAS MOCHILERAS

El gran país del Norte

El turismo de fronteras adentro y con bajo (bajísimo) presupuesto encontró una nueva Meca. Jujuy y Salta, donde los aislantes enrollados en las espaldas se convirtieron en el símbolo del verano 2003.

TEXTO Y FOTOS DE JAVIER AGUIRRE

El sol pica, pero gracias a la ausencia de humedad (que, confirmado, es lo que mata) no hace calor, salvo al mediodía. Y el enclave mochilero argentino por excelencia, el Sur, mudó este año la posta unos 2 mil kilómetros hacia el Norte. Así, Jujuy y Salta viven una primavera turística, acaso no tan redituable como el flujo de gringos alentado por el dólar alto, pero sí mucho más numerosa y ruidosa. Rondas de mate y cigarrillos de todo tipo, duraznos a un peso la bolsa de quince, gorros de lana recién comprados, cumbia, Los Piojos, sikus, más cumbia, tamales amarillos de venta callejera, guitarras con fundas de fajina, neoartesanos vendiendo pulseras, grupos de minitas con mejillas rojas, grupos de chabones con barbas de una semana... El paisaje nórdico argentino incorporó como nunca la estética mochilera.
El extremo norte de la Quebrada de Humahuaca (norte del Norte) está a casi 24 horas de micro de Buenos Aires, una travesía de cielos e infiernos, como las hiperdensas selvas de altura o los ardientes llanos de Santiago del Estero, respectivamente. Humahuaca es un pueblo colonial; los coches avanzan lento por callejuelas que parecen intestinos y rozan con sus espejos a los mochileros más lentos, quizás algo apunados. La bolsita –siempre de nylon verde– de hojas de coca cuesta un peso y es el chicle perfecto; quita el hambre y la sed. Ahora que la opción “convertibilidad” de continuar hacia el Norte (La Quiaca, Bolivia, Perú, siga hasta Machu Picchu) quedó en desuso por cuestiones cambiarias, aparecen tesoros ocultos en el circuito argentino, como Iruya. Un colectivo setentoso va y viene una vez por día entre Humahuaca (Jujuy) e Iruya (Salta), por un camino que recuerda al de “La Meca” mochilera boliviana, Coroico. Con ripio en zigzag montañoso y zona de derrumbes abierta las 24 horas, son tres las horas de viaje para llegar a un pueblo imposible, cabeza dura, construido en un balconcito de piedra en la montaña y con una iglesia de techo ¡azul! como todo centro. Tres cóndores sobrevuelan el pueblo a eso de las siete de la tarde, cuando los únicos turistas que todavía quedan son los previsores que llevaron carpa (ningún camping sino el jardincito de algún vecino que cobra “a voluntad”) o se animaron a un parador. Al día siguiente, una cabalgata de dos horas lleva a San Isidro, que no es el aventajado municipio bonaerense sino un caserío de tejedores formado por viviendas de piedra, sin luz eléctrica, donde los pobladores usan la tracción del agua de un mini-río para hilar gorros, morrales y ponchos. Es martes a las diez de la mañana, pero no parece hora pico.
Otra vez en la Quebrada, la cumbia suena de 8AM a 6AM si estás en Tilcara, capital del bardo jujeño y de las pintadas “Aguante Talleres de Perico”, uno de los equipos de fútbol del Norte con hinchada más militante. Las caminatas entre cactus y piedras, para ver una cascada que se llama Garganta del Diablo o bien restos arqueológicos (los mainstream, como el Pucará; o los under, como el Antigal), tienen a las frutas como víveres esenciales y baratos: duraznitos, peras, manzanas, higos y uvas son la dieta del día. Y las empanadas, el locro o el cabrito (con vino tinto), la de la noche. Aunque los cartones de tetra en el piso evidencian que, como pasión regional, el vino no tiene horario.
El recorrido Norte-Sur lleva a Purmamarca que, más allá de su marketinero Cerro de los Siete Colores, tiene otras montañas, rojas como ladrillo (el Camino de los Colorados), que recuerdan a Tattooine, aquel planeta desértico de La Guerra de las Galaxias (digamos, episodio 4). Desde Purmamarca, un par de astutos baqueanos –con una 4x4, o con una camioneta curtida– viajan por veinte pesos hasta Salinas Grandes, un descomunal desierto de sal al que sólo se animan las vicuñas más osadas del mundo y los mineros más sufridos del mundo. Y que queda a tres horas del pueblo por un camino de leyenda, que cruza las nubes, los valles, los cardonales y las montañas. Durante el viaje, sentados o en cuclillas en la caja de la camioneta, los mochileros son blanco de la competencia entre las crueldades del solazo, el frío, la altura y el viento. Pero la llegadaal país de la sal infinita y el descubrimiento de sus inesperados pozos de agua –helada, cristalina y, claro, bien salada– lo vale.
Otra vez en Salta; los derrumbes, el precio (120 pesos), los desperfectos y otros misterios paranormales hacen que el hiperturístico Tren de las Nubes sea siempre una empresa de incierta concreción. Este verano, acaso con la llegada del flujo mochilero, otro colectivo setentoso (el “Quebradeño”) inició su recorrido por una ruta paralela a la vía. Y se convirtió en la alternativa top, tanto para mochileros como para pobladores locales que se trasladan entre San Antonio de los Cobres (pura Puna argentina, a pasitos de Chile) y Salta capital, una ciudad hermosa pero notoriamente afeada por las caripelas de la nefasta fórmula Ya saben quién-Romero (gobernador salteño). El trayecto paralelo al Tren de las Nubes sorprende por lo que ocurre a bordo –cajones de fruta, encomiendas de pueblo a pueblo, bocinazos en medio de la nada para advertir a un rancho que llegó el Quebradeño, nenas que llevan pollitos en su falda y vendedores ambulantes cuyas mercaderías alimenticias desafían toda lógica–, pero mucho más por los paisajes. Montañas, más cactus, desiertos, arbustos, cabras negras, sitios arqueológicos en cada curva, burros rebeldes en el camino que no se intimidan ante los motores, y zonas urbanizadas que no son más que una capilla, un corral hecho de piedras y una canchita de fútbol al lado del infinito. Si no es el fin del mundo, lo parece. Aunque también parece el principio.

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