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Jueves, 31 de enero de 2013

EL NO CARGA LA MOCHILA DESDE NUESTRO VIETNAM HASTA DEEP CAMBOYA

Sobrevivir sólo cuesta vida

Chicos amputados que venden libros sobre masacres reciben al viajero en Vietnam y Camboya. Chicos que escuchan britpop y “Gnamgnam Style” junto a los túneles desde donde fueron repelidos los invasores franceses y norteamericanos. Date una vuelta por la capital mundial del mutilado.

 Por Brian Majlin

“Me llamo Thian Lio; Lio, como Messi”, bromea el guía que trabaja en los túneles de Cu Chi, una selva a pocos kilómetros de Ho Chi Minh –ex Saigón, ex centro de Vietnam del Sur–. Allí sus compatriotas se sumergieron bajo la tierra para resistir ante el embate francés primero y el norteamericano después. Lio tiene 21 años y se considera afortunado: sobrevive con 7 dólares al día (unos 150 al mes) en un país donde el salario promedio va de 80 a 100 dólares, y la universidad oscila entre 100 y 300 dólares mensuales. Aunque reconoce que hay pobreza, piensa que se compensa porque es todo muy barato. Aun así, un 15 por ciento vive bajo la mínima y la desigualdad crece al ritmo del “desarrollo”.

“Acá, en el tour, podés hacerte el Rambo o probar una Kalashnikov Ak 47”, dice Lio, mientras mezcla –quizá sin saberlo– la historia de su país, la de la Unión Soviética y la de los Estados Unidos. Enseguida, al referirse a los “yanquis”, aclara que en Vietnam ya no se los odia. “Al menos, los jóvenes no los odiamos”, explica. En varios comercios de la ciudad es común ver banderas norteamericanas como decorado. Parece una provocación a los que vivieron esa época, pero no lo es. La cultura oriental impone un extremo respeto a los mayores.

Países adolescentes

Hace algunos días, cuando la presidenta Cristina Fernández pisó suelo vietnamita en visita oficial, todos en la Argentina hablaron de Vietnam. Pusieron los ojos sobre ese país que tiene un territorio ocho veces menor que el argentino y, sin embargo, una población dos veces mayor. Se habló de Ho Chi Minh, de San Martín y de algunas pavadas, pero no se dijo nada de sus jóvenes. De sus sobrevivientes.

Si Argentina es un país joven, como suele decirse, Vietnam y –su primo renegado y pobre– Camboya, son dos países que están aprendiendo a atarse los cordones. Como para entenderlo: cuando en 1945 las potencias se repartían el planeta tras la Segunda Guerra Mundial, Vietnam y Camboya aprovechaban el momento para deshacerse de los colonos franceses. Pasaron un par de años hasta que pudieron sacárselos de encima, pero sufrieron la presión de Estados Unidos y Francia, y tuvieron sendas guerras civiles –inclusive, en el caso de Vietnam, con el país dividido en dos– hasta abril de 1975. Ese mes, ese año, la historia dio un vuelco definitivo. Un giro que hasta hoy define a estos países y a sus habitantes, que son quienes dan sentido a las banderas.

En ese mismo abril de 1975, en Camboya, Pol Pot ya controlaba Phnom Penh, la capital, y la guerrilla de los Jemeres Rojos inauguraba la dictadura comunista. En Vietnam, el Vietcong de Ho Chi Minh tomaba Saigón y reunificaba para siempre –bueno, hasta ahora– la República Socialista de Vietnam. Al mismo tiempo, en los Estados Unidos, Bill Gates fundaba Microsoft.

Sobrevivientes

Los países de la antigua Indochina Francesa son la capital mundial del mutilado. Hay más de tres millones de personas que han sufrido mutilaciones o deformaciones producto del Napalm arrojado por bombarderos norteamericanos en Vietnam, y más de un millón de personas que sufrieron mutilaciones o amputaciones por las minas impersonales que dejó el legado de Pol Pot cuando desapareció –finalmente, en 1998– en Camboya. La diferencia es que en las calles de Camboya los heridos son indisimulables, ya que en total son 11 millones de personas, mientras que entre los 80 millones de vietnamitas, los mutilados pasan inadvertidos.

En Vietnam suele haber centros de artesanos discapacitados en cada parada turística. Hay uno entre Hanoi y la Bahía de Ha Long y hay otro, por ejemplo, entre Ho Chi Minh y los túneles de Cu Chi. Allí, el guía Lio cuenta que no se los ve porque la mayor parte de ellos no puede caminar y que el resto está en las cooperativas gubernamentales, que funcionan al modo capitalista de concepción mercantil, pero producen artesanalmente. Con verdadera maestría algunos, sin pies o sin manos, cuecen el barro y la cerámica con los pedazos de cuerpo que tienen a mano. El gobierno les da 40 dólares al mes. “No alcanza para nada”, aclara Lio. Parece dispuesto a la charla, a contar sus verdades. Pero enseguida calla ante las preguntas. “No nos gusta hablar de política. No nos gusta, y al gobierno tampoco le gusta”, dice.

“Afuera del país saben más de Vietnam y de nuestra historia que nosotros mismos”, me dirá Dung un par de días después. Ella tiene 20 años, estudia idiomas y trabaja de guía los fines de semana. Muchos estudian lenguas extranjeras porque es una fuente de trabajo garantizada ante la eterna búsqueda de inversiones y la cantidad de empresas multinacionales que llegan al país. Se viste a la moda (de Occidente) y ríe compulsivamente. Bajo los aparatos fijos guarda una aparente inocencia que ratifica con sus respuestas: “¿Comunismo? Para nosotros es la historia de la independencia y el partido único: es lo que hay. Antes había más estatismo y ahora no tanto”. No puede decir mucho más del tema. Como si no supiera o no quisiera hablar.

Prefiere hablar de música. A ella le gusta la música de Gran Bretaña y los Estados Unidos, el brit-pop o el rock. Le gusta salir a cenar o a pubs, no tanto el karaoke, aunque es de lo más popular por estas latitudes. Dung es de Hanoi, la capital vietnamita, epicentro histórico de Vietnam del Norte, que tiene siete millones de habitantes. “También hay siete millones de motos”, cuenta Dung. Allí está el mausoleo de Ho Chi Minh, que todo lo ve desde su apacible eternidad embalsamada. Los jóvenes salen de las escuelas en motos y bicicletas. Llevan polleras o pantalones azules, remeras blancas –o chombas– y todos, según la provincia, usan un buzo igual (puede ser verde, verde agua, azul o azul Francia). Todos tienen algo en común: pagan por sus estudios. En el Vietnam modelo 2000 no existe la educación pública gratuita, pero hay locales de Swarovski, Apple, SubWay, Burger King, Kentucky Fried Chicken o Adidas.

Juegan, al salir, en parques: en el Lenin o en los alrededores del lago Hoan Kiem –como unos bosques de Palermo– en la capital Hanoi, o en el que está frente a la estación de micros y el Ben Thanh –mercado antiguo– de Ho Chi Minh, cerca del Palacio de la Reunificación. Juegan con unas pelotitas pequeñas hechas de bambú o goma, livianas, que rebotan y les permite mantenerla en el aire, haciendo “jueguitos” como si fuese un globo que casi nunca cae al suelo. No son destacados futbolistas, pero sí buenos malabaristas. Son sobrevivientes.

Por la noche la juventud se arrebata sobre banquitos de 40 centímetros de altura, con las piernas casi en cuclillas. Allí, sobre las veredas y entre la marea de motos estacionadas, beben cervezas, o tés o aguas. Ríen. Gritan mucho, sobre todo.

Comulismo o capitanismo

Juan Pablo Cambariere

La historia de las diferencias entre el Vietnam que fue y el que es, se cuece en 1986. Ese año, el de la Reforma y la aprobación de un Congreso partidario que decidió “abrirse” al mundo, son las bases para entender este Vietnam confuso y contradictorio. Este país que se dice comunista, que se piensa comunista, que se escribe comunista, pero en el que se vive un capitalismo pleno y vigoroso, repleto de desarrollo y desigualdad.

El silencio es poco usual en Vietnam, pero basta preguntar de política para que la mayor parte de los jóvenes calle o cambie el tema. Con los adultos es diferente, la incomunicación proviene del idioma. La barrera idiomática es distinta de todo lo conocido: acá no hay inglés mediador ni portuñol. Acá hay señas, sonrisas, y ante todo, amabilidad.

Ly –”decime Cherri”, pedirá– es distinta de los de su generación. Ella sí quiere hablar de política y busca entender algunas cosas. Tiene 23 años, trabaja en hotelería con esmero y displacer: “No me pagan lo que merezco”. Cobra cerca de 200 dólares, el doble de la media.

Respecto de las preguntas sobre el socialismo, dirá: “Para nosotros es el partido único y no más. Es decir, en teoría es bueno y nos gusta, pero en la realidad hay muchísima corrupción”. La apertura trajo más pobreza –es decir, más riqueza para menos gente–, pero los jóvenes –incluso Cherri, según admite– prefieren esa apertura. Al menos sienten que lo que obtienen responde a sus méritos laborales. No hay educación ni salud 100 por ciento gratuita, no hay alimentos garantizados, ni siquiera créditos para motos, que son un bien casi de primera necesidad en este país, a juzgar por los usos y costumbres, pero que vale entre 1000 y 7000 dólares. “Hanoi es muy estresante y competitiva. Yo soy del sur, de las afueras, pero vine aquí, como todos, para buscar las oportunidades”, soltará Cherri en medio de la charla. El Vietnam actual tiene esos matices típicos del capitalismo occidental: la migración del campo a las ciudades en busca de trabajo. “No me gusta vivir aquí, pero en mi sitio no había oportunidades. Es demasiado esfuerzo para una mala paga”, dirá resignada y siempre sonriente Cherri. El budismo, que enseña la simpleza de la felicidad, es la fe que los acompaña. Ni el comunismo –teórica, histórica y esencialmente ateo– se atrevió a discutir a Buda: el mausoleo del tío Ho convive con la sede gubernamental y una pagoda antigua.

La juventud rural

Aunque tenga ciudades inmensas, el 73 por ciento de la población de Vietnam sigue siendo rural. Hoi An es una ciudad costera y el baño del mar le otorga sus beneficios. La mayor parte de la hotelería es de lujo, abundan las casas de veraneo y, en suma, el dinero vietnamita y europeo chorrea sobre las costas que bañan el Mar Oriental de Danang a Hoi An. Son unos 25 kilómetros.

Allí, en Hoi An, la ciudad de los sastres, todos viven del turismo o del arroz. Los campesinos –mayoría silenciosa e invisible al costado de la ruta– plantan arroz con las botas en el barro. Los trabajadores urbanos –aunque viven todos mezclados– hacen trajes: antes para los vietnamitas, pero ahora para los extranjeros. Hace años que Asia, por sus excelentes telas y su mano de obra baratísima, sino esclava– es el costurero del mundo. Copias, originales, a medida. Todo por un valor hasta veinte veces inferior al que se consigue en las casas de marca de las principales capitales del mundo. Allí vive Nhung Nyugen (el apellido más común de Vietnam, que fue el de los emperadores y que algunos lo utilizan incluso como nombre de pila). Parece más pequeña, su hermano también. Tienen 25 años y parecen de 15.

“Nhung significa velvet”, dice. Y velvet significa “terciopelo”. Es suave, chistosa y trabaja mucho desde pequeña. Sus padres murieron hace años y no tuvo opciones. No me animo a preguntarle si murieron en la guerra, de todas formas no me dan las cuentas, aunque mucha gente en el campo ha muerto a consecuencia de los venenos con los que fueron rociadas sus tierras y plantaciones. Tampoco sabe bien qué es el comunismo: admite que algunos, si son muy pobres, reciben tarjetas de descuentos en salud o becas escolares. “Nada es gratis aquí”, repite insistente, como un mantra. Y ríe. Para divertirse, los jóvenes de Hoi An salen a caminar o a tomar algo en la calle. En algún bar en la calle. También algunos van a bailar, pero la mayoría no, prefieren los karaokes. La música más popular entre muchos vietnamitas, entre ellos, Nhung, proviene de Corea del Sur. Aquí Psy fue furor con el “Gnamgnam Style” antes que en cualquier otro lado. Es más, lo conocían antes de esa canción. De todas formas a Nhung no le gusta, ella prefiere baladistas surcoreanos como Kim Hyun Joong. “Algo más lento”, dice. Su sueño es viajar. Viajar como los turistas a los que les hace las sandalias a medida y en 24 horas. Sandalias, botas, zapatos o zapatillas. “Primero quisiera conocer mi país, luego, sí, otros lugares”, dice. Pero ahora está esperando un bebé, recién casada. Y cuenta que la costumbre local es tener hijos ni bien se casan: todos lo cumplen, como ritual. Dejan su legado, que es otra forma de sobrevivir.

One dollar

Maly es un nombre muy popular en Camboya. Significa “florecer”. Maly tiene 17 años y trabaja hace tres en el local familiar del Mercado Antiguo de Siem Reap. No va a la escuela, porque debe trabajar. “No hay dinero y está bien así”, dirá. Es parte de una estadística que dice que el 75 por ciento de los chicos de Camboya no acaba la escuela primaria. Y que del 25 por ciento que termina la primaria, apenas un 30 por ciento completa la secundaria. La escuela, por cierto, no es obligatoria. Es gratuita, eso sí, pero igual pocos permanecen en ella.

La mortalidad infantil, el acceso al agua potable, el sistema sanitario, todo es peor en Camboya que en Vietnam. La desnutrición, por ejemplo, llega al 35 por ciento, y se acentúa entre los chicos.

Los pibes –flacos– sonríen, bromean o rezan frente al Palacio Real de Sianhouk, en Phnom Penh. Están presentes, casi siempre pidiendo limosna a los turistas. Las escuelas casi siempre se ven vacías. En un país donde hace poco mataron a cientos de miles, no hay una política fuerte que los contemple y rescate.

El museo de Tuol Sleng, en la misma capital, es como una metáfora camboyana. En 1975 los Jemeres Rojos cerraron la escuela que funcionaba allí –cerraron todas las escuelas, por considerarlas un obstáculo para su proyecto– y la llenaron de prisioneros y torturados que matarían luego en el campo de exterminio de Choeung Ek, a pocos kilómetros de Phnom Penh. Tuol Sleng fue como una ESMA y funcionó durante la misma época. La juventud también sufrió el régimen de Pol Pot: murieron miles y otros tantos fueron sus verdugos, analfabetos enlistados en las filas del ejército jemer sin formación más allá del dogma de Angkar: el partido, la organización.

En el campo de Choeung Ek, hoy devenido museo, hay fosas comunes, ropas que emergen de las tierras ante los movimientos producidos por la lluvia y un “monumento” con más de 9 mil cráneos hallados. Inclusive hay un árbol del exterminio en el que eran golpeados hasta la muerte una infinidad de bebés de prisioneros.

En las zonas rurales, como los alrededores de Angkor en Siem Reap, los chicos corretean descalzos entre el polvo. Venden libros de masacres o están amputados. En general los mayores sufren las lesiones. Los chicos están sucios y mal alimentados. Piden, en un mantra que se hace carne en el oído del que viaja, “one dollar”. Acentúan la “a” de “uan” y la “o” de dólar, que además la estiran –al igual que la “a”– como en un canto. “Uaaaan doollaaaaar”, suena. “Uaaan doollaaaaar”, repiten.

Cuando se compra algo a un chico, inmediatamente viene otro a reclamar que se le compre también. O que se le dé un dólar, en un país en el que el 40 por ciento de la población vive con menos de un dólar diario. O que se le compre al menos un imán, o al menos se les dé un chicle. Todos piden cantando. Se los puede encontrar en las calles linderas al río Tonle Sap en Phnom Penh o en las del Pub Street de Siem Reap, las zonas más turísticas de Camboya. Allí también hay otros chicos, atentos a ofrecer al turista drogas o estímulos de todo tipo. Camboya tiene, como todo país subdesarrollado, altos índices de trabajo infantil, de explotación sexual y de todo lo que al turista le gusta. Inclusive rige una curiosa ley: para casarse con una mujer camboyana, un extranjero debe poseer un salario de –al menos– 2000 dólares. Buscan evitar que se las lleven para prostituirlas.

El rey Sianhouk es la explicación a casi todo lo que ocurrió y ocurre en Camboya: de la independencia y resistencia contra Francia –que lo colocó en el poder en 1941–, de la dictadura de Lon Nol patrocinada por Washington, y de la llegada de los Jemeres Rojos y de su posterior salida. Sianhouk murió en octubre de 2012, en China. Su cadáver fue recibido por un millón de camboyanos. Un millón de sobrevivientes.

Las diferencias son inmensas. Vietnam es el vecino rico, el que tomó otro camino, el que creció, liberó a Camboya y hoy la llena de turistas. Sin embargo, tienen en común dos cosas: la juventud y la supervivencia.

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Imagen: Brian Majlin
 
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