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Jueves, 21 de marzo de 2013

Reducción de daños (2)

 Por Luis Paz

Hace exactas tres semanas, en este suplemento apareció una columna de este mismo cronista alertando sobre cómo y por qué una serie de decisiones de organización y producción en el festival de música electrónica Ultra había colaborado en la generación de una situación de riesgo. Fue escrita con la noticia puesta de que dos jóvenes fallecieron, presuntamente por la mezcla de drogas sintéticas y alcohol, o bien de un policonsumo estupefaciente.

El contexto no había sido saludable: el elevado precio del agua (algo fundamental para alivianar las consecuencias de la ingesta de drogas químicas), la falta de información médica para un consumo responsable, la propia incomodidad de un predio totalmente anegado (recordar la tormenta nocturna de ese sábado 23 de febrero) sobre el que nadie atinó a colocar algún tipo de alfombra, ante la eventual necesidad de una corrida hacia un puesto de atención de la Cruz Roja. En fin, una serie de desavenencias y de omisiones que no generaron pero aportaron a lo que terminó ocurriendo.

Nuevamente se insiste con que nadie, ningún promotor, ni DJ, le obliga a nadie a que consuma elementos que, sin los debidos reparos, informaciones y asistencias a mano, son realmente peligrosos. Pero parte del dinero que uno paga por la entrada debería ser invertido en estas últimas áreas, ¿no?

El fin de semana pasado se realizó otro encuentro de música bailable, la ya instaurada fiesta Moonpark. Ocurrió el sábado en un galpón de Costa Salguero y actuaron Hernán Cattáneo y el galés Sasha, dos exponentes del house y el progressive house. Primero hay que decir que el precio del agua fue el mismo, 25 pesos por cada botella de medio litro, cuando el consumo recomendado si se está con algún tipo de pastilla dentro es de dos a tres litros (100 a 150 pesos, como mínimo).

Una vez más: ni todos ni la mayoría de los asistentes lo hacen habiendo ingerido algún químico. Pero qué distinto es cuando la producción de un evento admite la posibilidad de recibir a gente drogada y se preocupa por cuidarla, ante la imposibilidad de prohibir el consumo. Es que, asimismo, es verdad que en los ingresos se repartió folletería que alertó sobre los peligros de un consumo irresponsable. Los baños, químicos pero también edilicios (o como se deba llamar a los edificados con ladrillos y cemento, etcétera), no estaban a más de cuarenta metros del escenario, cinco de la última tanda de bailarines. La ventilación del lugar fue óptima: aberturas plenas en el fondo y casi todo el lateral. Cada diez metros cuadrados había personal de seguridad de la fiesta atento a posibles inconvenientes.

Y cuando uno dice “personal de seguridad”, no es por pura costumbre. Al ingreso, sin ir más lejos, el NO fue testigo de cómo, ante un grupo de jóvenes que quería colarse en la fila, uno de esos empleados ajustició: “Lo que estás haciendo es una falta de respeto para los que están en la cola chupando frío hace media hora”. No es seguro que haya tan buenos modos ni en recitales de Sabina y Serrat. En el acceso por molinetes, otro empleado requirió revisar la mochila: “Perdone que lo moleste, pero tengo que ver lo que tiene dentro. ¿Podría abrirla? Gracias”. ¡Habrase visto!

Por lo demás, las actuaciones de Cattáneo y Sasha, primero en solitario y luego mano a mano, desarrollaron una noche progresiva en lo emocional, con un house on fire del que era fácil oxigenarse. Es que, claro, aquellos que pusieron la moneda para que tocaran y se quedaron con su comisión se ocuparon de, por lo menos, invertir para el cuidado de los asistentes. Lo cual es también cuidar a Moonpark, a la escena y a los artistas. Bien ahí.

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