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Jueves, 17 de julio de 2014

FILHOS NUESTROS, EL SUB-SUPLEMENTO MUNDIALISTA > EL MEJOR MUNDIAL DE LA HISTORIA

Nos vimos en Río

ALGUIEN CAMBIO EL FINAL DEL CUENTO

 Por Mariano Verrina

Desde Brasil 2014

Las lágrimas estaban preparadas para salir. Cargadas de más de cien minutos de sufrimiento. Cargadas de los penales que atajó Romero contra Holanda, de los arranques mágicos de Messi que sirvieron para hacer camino al andar, del tiempo suplementario contra Suiza y hasta de la ajustada victoria contra Irán. Hay bolsos y mochilas en la arena. Hay una botella de plástico cortada que ya no tiene fernet. Las lágrimas están listas. Contienen los abrazos con cada amigo que aparece, la emoción de escuchar el Himno en tierra ajena, el banderazo, las charlas interminables en idiomas mixtos que enroscan la lengua con caipirinha. Poner pausa ante tanto ruido sirve para intentar ubicar la experiencia en su justa dimensión, aunque será el tiempo el encargado de hacerlo. Hay una fila interminable de patentes argentinas. Baúles que se abren y se transforman en habitaciones, un desfile de camisetas del ascenso y la magia brasileña que le pone los condimentos ideales a un evento único.

Las lágrimas quieren salir. Se escuchan argumentos futboleros, se habla de la perfección alemana y de la puntualidad a la hora de definir. De que no los podés perdonar, de que Palacio esto y el Kun Agüero aquello. Reflotan las críticas de muchos que tuvieron que esconderse pero, en realidad, esperaban agazapados. El gusto del segundo puesto es ácido e invita a imaginar de qué se habría tratado la gloria. Imposible saberlo. Se siente tristeza. Se refleja la frustración de todas esas camisetas celestes y blancas que viajaron ochenta horas en auto.

Antes de darse cuenta, las lágrimas salen despedidas. Son las otras. No son de alegría, alguien cambió el final del cuento, alguien no quiso que la historia fuera perfecta. Sacuden la arena de las mochilas y se van con la bandera sobre los hombros. Los brasileños disfrutan con una sonrisa pícara, mueven la mano enrostrando sus cinco estrellas, se la agarran con Maradona, pero entienden mejor que nadie los límites de las cargadas. Siguen bailando. El gol anulado a Higuaín es el recorte perfecto de lo que podría haber sido, pero no fue. Un grito desaforado que se fue deshilachando cuando apareció el juez de línea con la bandera levantada para arruinar la fiesta.

Futbolísticamente, este Mundial le llena el futuro de preguntas a la Argentina. Sabella optó por armar cada estrategia de acuerdo con el rival de turno, alternó diferentes tácticas, a veces con cinco defensores, con dos volantes centrales, con tres delanteros, parado de contra o presionando bien arriba. Messi demostró que puede ser el mejor entre los mejores, pero que físicamente ya no es el que supo ser y necesita acompañantes en su misma sintonía. Rojo, Romero y Mascherano ganaron sus batallas; Higuaín, Agüero y Palacio quedaron en deuda. La escuela bilardista estuvo a punto de dar otra gran lección, pero ahora son sus propios principios los que no le permitirán disfrutar del segundo puesto.

El pibe sigue en cuclillas y con las palmas de sus manos bien apretadas sobre su rostro. Uno se acerca y lo levanta mientras la enorme pantalla del Fan Fest escupe la misma escena, pero con otros protagonistas. Se terminó el Mundial. Río de Janeiro acomoda su casa después de una tremenda fiesta. Más allá de los profundos problemas sociales de fondo, queda la sensación de que es el lugar ideal para realizar la Copa. Y para realizar lo que sea.

Ya no hay patentes argentinas, pero las avenidas siguen siendo pistas de carrera. La hermosa pasarela que bordea la playa luce más relajada. Por ahí desfilaron el falso Messi, el clon de Maradona, las salteñas que vendieron empanadas, la banda de cordobeses que llegaron en camioneta y pusieron cuarteto a cada paso. Ahí revendieron entradas, ofrecieron caipirinhas, tequila, maní (y por lo bajo colaban un “marihuana” con gesto cómplice), camarones, helados...

Faltan cuatro años para el Mundial es el mensaje amargo, modo Crónica TV. Alguien cambió el final del cuento. Las lágrimas de alegría estaban preparadas para salir y se bancaban cargar con una nueva definición por penales si era necesario. Pero la pelota cayó en el corazón del área. No faltaba nada. No puede ser cierto. Tiene que haber un juez de línea que haga algo para evitar que pase lo que no tiene que pasar. Se hace un silencio que aturde. Tiene que aparecer Messi para poner las cosas en su lugar. Tiene que subir y levantar la Copa del Mundo, mostrársela a Pelé y a todo el mundo, nos tenemos que abrazar y llorar y recordar y festejar. Eso es lo que tiene que pasar, lo que se fue tejiendo en cada puntada hecha a los tumbos, sin jugar del todo bien, con sufrimiento, con hidalguía y con guiños de la suerte que empujaban a que cada vez más autos salieran a la ruta. Pero la habitación vuelve a convertirse en baúl y el golpe de la puerta marca el final del partido, del Mundial, del cuento. De esa historia perfecta de la que participaron millones de argentinos.

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