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Jueves, 25 de septiembre de 2014

UNA RECORRIDA POR LAS CATACUMBAS PARISIENSES

Penumbras de la Ciudad Luz

En el lado oscuro y subterráneo de París hay raves entre esqueletos y reuniones clandestinas, una playa y la resistencia de la oscuridad.

 Por Juan Ignacio Provéndola

Desde París

Las luces de la Torre Eiffel, sus museos, el verde intimidante del Jardín de Luxemburgo, los Campos Elíseos, la bohemia de postal del Montmartre y el romanticismo de la media hora en barquito por el Sena a cinco euros. La lista de lugares comunes se nutre de estereotipos trillados sobre París. Sin embargo, la capital turística del planeta conserva aún algunos secretos. No son misterios insondables, pero al menos están fuera de la intervención contaminante del turismo despreciable, ese que se preocupa sólo por acumular llaveros, remeras y terabytes de fotos con las que atormentar a víctimas de ocasión. Sitios a los que pocos acceden; y el Sol es uno de sus impedidos. Sobre la superficie, flamean banderas de un país que se mece entre el gobierno más impopular de su historia y una insólita intervención militar en Medio Oriente. Debajo, todo este escenario se derriba, como cuando acaba una partida de TEG y el mapa, las fichas y tarjetas vuelven al grado cero de la caja tapada.

Desde los primeros siglos del milenio se extienden bajo tierra 300 kilómetros de pasillos que atraviesan París como tripas densas y profundas: muchos de los túneles están conectados ahora con desagües. Hoy, al otro extremo de la historia, la extensa ciudadela en forma de gruta se convirtió en la trinchera subcutánea de los catáfilos, esos que se abisman diariamente a esta dimensión oculta, marginal y prohibida. Tras ingresar a través de alcantarillas o entradas ocultas, los catáfilos se sumergen en la penumbra de la Ciudad Luz para tomar algo, encontrarse con amigos, escuchar música y hasta participar de fiestas electrónicas. Algunos prefieren pintar o esculpir las paredes, dejando su arte a disposición de quien lo descubra. También se habla de magia negra y rituales satánicos, algo incomprobable pero probable: es más factible que eso ocurra en un oscuro pasillo subterráneo que en la Pirámide del Louvre.

Aunque a estos túneles se los conoce como Catacumbas, en sus orígenes fueron una cantera de piedra caliza que los romanos, ocupantes de la región, extraían para sus monumentos. En 1786, a poco de la Revolución Francesa, se decidió destinar la extensa gruta para el depósito de cadáveres. Los cementerios parisienses estaban desbordados y el mal manejo de los cuerpos desparramaba enfermedades. Durante quince meses, las noches parisienses se inundaron de carruajes que trasladaban restos humanos en la oscuridad. Fueron enterrados alrededor de seis millones de cuerpos (el doble de la población actual de París) y muchas de las paredes siguen cubiertas por huesos y calaveras de aquellos tiempos, desplegando sobre los túneles una escenografía surrealista.

Las Catacumbas de París también se usaron como lugar de fusilamiento, bunker de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial y refugio de ladrones y criminales. Cuentan que el escritor Victor Hugo las curtía y que en ellas se inspiró para escribir Los Miserables, donde dictaminó: “La cloaca es la conciencia de la ciudad. En este lugar hay oscuridad, pero no secretos”. Todo cambió en 1955, cuando el gobierno decidió abrir al público un ínfimo trazado de un kilómetro, en la zona de Montparnasse. La limitación no hizo más que reforzar el interés por lo prohibido. Y el lugar, que históricamente había sido utilizado para enterrar cadáveres, fusilar enemigos o escapar a la muerte de la guerra, incorporó lo que nunca tuvo: vida. Dicen que las primeras exploraciones masivas se produjeron entre los ‘70 y los ‘80, de la mano de los punks. Hay recuerdos de fiestas salvajes y violentas, aunque con el tiempo los modos cambiaron y el público se diversificó.

La intervención humana ha sido notable. Entre las piedras de los túneles se abrieron distintos salones. “La playa” tiene arena y en una pared alguien reprodujo la ola de Kanawaga, del artista japonés Hokusai. La “Sala del Sol” está dedicada al cine, con imágenes de Jack Nicholson, Chaplin y Travolta. Y, debajo del hospital militar Val-de-Grâce, funciona la “Sala Z”, donde tocan bandas. El español Víctor Serna se internó treinta veces en este submundo con una cámara y el resultado está en Catacombes, historias del subsuelo en París, webdoc que revela un fenómeno jamás encontrado en los folletos de las agencias turísticas. Allí muestra, por ejemplo, una de las concurridas fiestas electrónicas. O las formas de acceder a las Catacumbas. La más cómoda es a través del tubo de una alcantarilla, bajando 30 metros de escalera después de mover los 100 kilos que pesa la tapa del sumidero. También hay ingresos en plazas, lugares abandonados, estaciones de subte y tren. Son angostos huecos labrados con paciencia de topo que, en su mayoría, sólo pueden ser atravesados boca abajo, reptando.

Los catáfilos tienen un lema: “Si descubren y clausuran una entrada, abrimos diez nuevas”. Un cuerpo especial de policía fue creado para combatirlos, aunque la inofensiva pena (60 euros de multa) no infunde temor entre los díscolos. El fenómeno despierta intriga en muchos estudiosos, quienes aún no saben si definirlo como una manifestación de rechazo a la sociedad, una excentricidad de burgueses o una experiencia ociosa. Sin tanto rigor, Universal Pictures utilizó las Catacumbas en la inminente As Above, So Below para generar un escenario en el que tres amigos ven apariciones macabras, espíritus siniestros y hasta las puertas del infierno. Como película de terror tal vez sobreviva, a pesar del abuso de obviedades. Pero como relato impone una ridiculez intolerable: no es necesario irse hasta París para llegar al averno.

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