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Jueves, 25 de junio de 2015

A 10 AñOS DEL ASESINATO DE FERNANDO BLANCO

EL GRITO AHOGADO

La del pibe hincha de Defe es otra de las historias impunes del fútbol, el rock y la policía.

 Por Juan Ignacio Provéndola

La Policía dice que la culpa fue de él. Sus padres, en cambio, se la echan a la Policía. El pibe ya no puede darle la razón a nadie, aunque su muerte (tan absurda como lo es fútbol cuando mata) habla por encima de todos: diez años después, aún nadie sabe qué fue lo que sucedió con Fernando Blanco el 25 de junio de 2005. Desde entonces, se sucedieron operativos policiales cada vez más caudalosos, la veda a los hinchas visitantes y el cuento ridículo de las entradas personalizadas. Todo cambió. Para estar igual de peor.

Fernando tenía 17 años y salió de su casa con la ilusión de que Defensores de Belgrano, su equipo, ganara esa tarde el desempate que debía jugar ante Chacarita. El que perdía se iba a la B, lo que finalmente sucedió con Defe. La peor noticia llegó dos días después, cuando Fernando moría agonizando en una camilla a causa de un coágulo cerebral. Fue la víctima fatal de una de las represiones más violentas que el fútbol argentino recuerde en su historia.

La policía se ensañó brutalmente con los hinchas del perdedor con argumentos confusos y contradictorios. Se habló del uso de bengalas en la tribuna y de un cruce previo entre algunos barras y la Federal. A la salida del estadio de Huracán, donde se jugó aquel partido, los cerebros del operativo montaron un “puente chino” en el que cobraron pibas, nenes y viejos. El ruido seco de los bastones y el grito aterrado de las víctimas enfatizaba el horror en una tarde brumosa de invierno.

Según el parte clínico, Fernando sufrió fracturas de cráneo, contusión cerebral y hemorragia meníngea. Fuentes policiales aseguran que el pibe se dio la nuca contra el asfalto cuando intentaba escaparse durante el traslado, luego de abrir la puerta de un celular que estaba preparado justamente para que eso de ningún modo sucediera.

La familia no compra el amargo caramelo y está convencida de que Fernando murió por la paliza que recibió. Unas imágenes del programa Cámara Testigo, que había ido a cubrir el partido, muestra efectivos azules y de civil azotando sin distinción. En un momento, se ve claramente cómo uno de ellos golpea a una mujer y luego arrastra de los pelos a Fernando, que estaba saliendo en calma del estadio. Lo hace con una mano, ya que la otra la tenía ocupada con una manopla de acero.

A los pocos días, miles de simpatizantes de fútbol se reunieron en la puerta del estadio de Defe. La brutalidad había logrado lo que ninguno de los fiscales morales del universo. Para ellos, que hoy se indignan porque un infeliz salpica con pimienta a cuatro millonarios, la anomalía no era el hecho que se denunciaba, sino el abrazo entre hinchas de Defensores y de Excursionistas, enemigos históricos que, ese día, se reconocieron hermanos.

Insólitamente, la causa naufragó en la deriva. El único acusado fue un tal Mario Lagorio, el perejil que iba al volante del celular de la discordia. Carlos Kevorkian, jefe de aquel operativo, recibió por premio un cargo jerárquico en la Policía Metropolitana. El único castigado fue un hincha que colgó una bandera con la leyenda: “Macri: ¡basta de asesinos en la nueva policía!”.

Los padres de Fernando, entonces impulsores del pedido de Justicia, hoy tienen terror de hablar. Motivos no les faltan. Un mural recuerda a Fernando en el patio de su colegio, el Raggio, conocido en otra época por cobijar a estudiantes desaparecidos en la Dictadura. “Nadie es capaz de matarte en mi alma”, dice la frase. Es de Los Redondos, la banda a la que había ido a ver un tal Walter Bulacio, que tenía la misma edad que Fernando cuando fue asesinado por policías que hoy también leen sobre estos casos en la impunidad de su libertad.

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Imagen: Cecilia Salas
 
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