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Jueves, 8 de octubre de 2015

AGUAS(RE)FUERTES

COLILARGOS

 Por Juan Ignacio Provéndola

Desde El Bolsón

lSe oían en los techos y avanzaban por las calles. Conquistaban patios y parques. Entraban en manada a las casas para coparlas. Trepaban las paredes, mordiendo lo que encontraban. “Es aterrador, parecen escenas de una película de terror. A los cerdos les comen las orejas y el lomo, a los caballos y a las vacas les roen las pezuñas, a las gallinas les mastican las patas y han lastimado mis ovejas”, contaba una mujer en un diario.

Según especialistas, tenían una compleja logística para la toma, que podía durar hasta cinco días, con una fase fundamental: uno probaba los alimentos 24 horas antes que el resto. Si al cabo de ese tiempo no moría envenenado, la tropa se le plegaba. Así se constituía en líder. Juntos, podían resistir hasta dos meses en una casa. No tenían mejor lugar: ahí había refugio y comida. Lo necesario para vivir.

En 2011, poco antes de las vacaciones de invierno, El Bolsón fue invadido por una cantidad nunca vista de ratas. Al tesoro oculto por el cacique mapuche Foyel, las apariciones del Plesiosaurio y el sueño hippie, se le sumó a la comarca una nueva leyenda: la del copamiento de los Colilargos. El hecho, lejos de ser un cuento de viejo, descontroló a todo el pueblo.

Sucedió que la caña del colihue floreció en la zona después de 70 años y millonadas de ratas acudieron al banquete. Sobreexitados en su voracidad, bichos de hasta 25 centímetros de largo avanzaron más allá de los cañaverales y bajaron al valle, donde está El Bolsón. Y fue un desastre. El pueblo tuvo que improvisar soluciones para frenar lo imposible: la rata, por naturaleza, anida en cualquier hueco y se reproduce mucho más rápido que el hombre. Hasta dominarlo. La ciudad estaba sitiada.

Pero fue la vanidad del roedor la que salvó la situación de una catástrofe mayor. Los bichos, desbordados por la cantidad de alimento a disposición, comían más de lo que necesitaban. Hasta reventar. Como un castigo, el peor padecimiento aparecía en el umbral de la gula, con una sed atroz que arrastraba a la rata, desesperada, hacia alguno de los ríos cercanos. Y ahí bebía literalmente hasta morir. El fenómeno se expandió rápidamente y fulminó la población intrusa. No fueron los pesticidas, las tramperas ni las toneladas de cal, sino el agua quien puso fin al breve reinado de los Colilargos en El Bolsón. Y todo volvió a la normalidad.

Durante un tiempo, el Azul y el Quemquemtreu parecieron el Ganges de los Colilargos. Fue una fiesta para los amos de esos ríos: las truchas. Así lo cuentan muchos pescadores que encontraban una sorpresa en el estómago del pescado mientras lo fileteaban. Resulta que la trucha tiene una capacidad digestiva muy curiosa. Pero ésa es otra historia.

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