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Jueves, 3 de diciembre de 2015

EL BARRIO SANTA FE, LA “ZONA DE TOLERANCIA” BOGOTANA

ZONA DE TOLE-TOLE

CHALECITOS VENIDOS A MENOS, PROSTITUTAS EN TETAS CON HIJOS A CUESTAS, Y LA SENSACION DE QUE TODO ES CONSEGUIBLE, AUNQUE TODO PUEDA IRSE AL CARAJO EN UNA VUELTA DE ESQUINA. ENTRE CABARETS QUE SORTEAN “CULEADAS O LICORES” Y LOS FANTASMAS DE LA TRATA Y EL NARCOTRAFICO HABILITADOS POR LA POLICIA, LA ZONA ROJA DE LA CAPITAL COLOMBIANA TE CHUPA, TE GASTA Y TE EXPULSA.

 Por Hernán Panessi

Desde Bogotá, Colombia

Son las 13 de un templado sábado de noviembre y en Punto de Oro, un puticlub del barrio Santa Fe, en Colombia, sortean “una culeada”. Entretanto, una petisa ancha con los pómulos colorados de pura faena le baila a un cliente al son de Diamonds de Rihanna. Al premio principal le suman una opción: una botella de licor. El maquillaje de la mujer se le resbala entre el sudor y la fiebre. Utilizando sus piernas, le hace una suerte de llave de lucha libre, amarra su cabeza y la empuja con fuerza hacia su vagina. Va y viene, va y viene, va y viene. El cliente corre la cara de sus humedades pero pagó para eso: compró una experiencia.

Desde mitad del siglo XX, el barrio Santa Fe comenzó a ganarse su reputación. Son 20 manzanas ubicadas entre la avenida Caracas y la carrera 19, y de la calle 19 a la 26, que sostienen una geografía repleta de prostíbulos, whiskerías y comercios tradicionales. Es un espacio endémico, un no-lugar dentro de Bogotá en el que funciona la “zona de tolerancia”, concentración más o menos consentida de casas de prostitución y lugares de vicio a las orillas de las grandes ciudades. Entre sus pasillos resuenan los rumores sobre explotación sexual infantil, narcotráfico y delincuencia. Aquí la policía no se mete ni mosquea.

Abarrotadas de concreto y bajo un solemne espíritu colonial, sus calles supuran sexo y lujuria. Y en sus entrañas sucede un microtráfico: en Santa Fe se consigue lo que sea. ¿Quiénes son sus verdaderos dueños? Nadie sabe, pero se sospecha de celebridades televisivas, funcionarios, contratistas estatales, cabecillas narcos señalados por la DEA y millonarios de toda calaña. A nadie le consta pero la fantasía sigue su cauce. El barrio es uno de los puntos rojos de la ciudad, y en él destacan dos establecimientos: La Piscina y El Castillo Night Club. Las especulaciones sobre sus propietarios engordan mientras que un murmullo ventilado por un periodista de la revista Soho señala que son de un ex comandante de la policía de Bogotá. No obstante, estos megalocales son un verdadero misterio.

Los periódicos colombianos del 30/10/15 dieron la noticia de un grupo de prostitutas que drogaban y asaltaban hombres en Santa Fe: eran amarrados mientras sus cuentas eran desocupadas. Después de 10 denuncias, la policía se camufló en el barrio y desarticuló la organización que actuaba en El Castillo. No parece haber intenciones de profundizar la cuestión por parte del Estado. Lo que se resuelve es maquillaje, el trasfondo sigue latiendo.

A la vera de sus estrechas calles, los indigentes fuman bazuco, una mezcla entre resina de cocaína, ladrillo molido y hasta detergente. Sus síntomas son miedo, persecución y enajenación, pero quita el hambre y el sueño. Las leyendas más insólitas dicen que hay tantos indigentes que se mueren que, para desaparecerlos, los queman y los vuelven a mezclar con bazuco.

Santa Fe no es lo que se ve, es lo que se siente. Te chupa, te gasta, te expulsa. Ante la mirada de la capital, el barrio parece un lugar inexistente por la poca cobertura de los medios y la ausencia casi total del Estado. Sus normas proponen una dinámica peculiar: en esta zona también viven las familias de las prostitutas. Los niños corren entre mujeres con poca ropa, pezones al aire y un mar de clientes babeantes. Sus paredes demuestran una gloria que ya no está: casas altas estilo inglés con baldosas de colores. El neón rompe con el aire clásico y el paisaje se llena de mujeres semidesnudas. Y, aunque parezca curioso, las 13 es un horario meridiano. La acción comienza desde las 7 de la mañana.

La ciudad presenta una síntesis: las realidades y problemáticas sociales están bien definidas. Bogotá es una ciudad en la que se ven las brechas de desigualdad. El norte y el sur tienen su cosmografía, sus fenotipos y sus estigmas. En cualquier caso, Santa Fe es un lugar que seduce por atracción, no por promoción. El viajante o el bogotano pasaron o pasarán alguna vez. En el sector se vulneran constantemente los derechos de los individuos, existe un alto nivel de marginación y el barrio es estigmatizado por la élite de Bogotá.

Y, bajo la situación del trabajo sexual, su materia prima son las mujeres. La Piscina es el lugar más ingenuo, más conocido y más popular de la zona, en la que habitan casi 100 mujeres. ¿Su tarifa? 30 dólares por 20 minutos de sexo. Algunas trabajan en lugares VIP para extranjeros, por fuera de la “zona de tolerancia”. Se emplazan sitios como Lido, Lutrón, Oz y La Casa Dorada, dentro de la llamada “zona rosa”. El mismo turno, la misma liturgia, puede salir 100 dólares.

Como sea, la población de Santa Fe es migrante. Gente entra y sale, pocos viven ahí. Sin embargo, resulta común la convivencia entre kioscos, tiendas de ropa XXX (de babuchas hasta tangas, pasando por zapatos de tacón y lencería chancha), peluquerías, restaurantes al paso, casas de familia y los famosos “puteros”. Antiguamente, sólo se trataba de un barrio comercial y de viviendas. Y entre sus lugareños, el ascenso social es un anhelo pero también lo es la supervivencia.

En Santa Fe existe la trata intraurbana: personas que son captadas dentro de los barrios y explotadas dentro de la ciudad. Veedurías internacionales lideradas por organizaciones sociales de lucha contra el tema han diagnosticado el problema. Su propósito es “erradicar la trata” pero el proceso se huele lento. Administradores de bares, matrimonios serviles, proxenetas, traficantes de droga y hoteleros son los mayores tratantes. Un documento del 2009 del Estudio Nacional Exploratorio Descriptivo sobre el Fenómeno de Trata de Personas en Colombia determinó que se ha evidenciado que paramilitares, comerciantes, guerrilla y transportistas son sujetos activos del delito.

De vez en cuando, no siempre, la policía hace rondas cautelosas y discretas. Entran con sus motos, pululan sus esquinas. Enseguida, circulan señales para que la cosa se anestesie. La droga se esconde y gana la doble moral. Hay intenciones vecinales de remover el lugar en pos de una renovación urbana pero, a ciencia cierta, se posan mansas y crudas. En rigor, la alcaldía determinó que Santa Fe es una “zona especial de servicios de alto impacto”.

Sentada sobre el piso, una indigente prende un cigarrillo y ofrece hilo de coser. Hay que sobrevivir como sea. Para entonces, en aquel abarrotado lugar llamado Punto de Oro, nadie ganó aún su “culeada” ni tampoco el licor. El maestro de ceremonias imposta la voz y sigue agitando para que su público compre un bono y participe. De fondo, una porno en un televisor plano de 20”, en la que un tipo masajea el culo de una señorita. Aquí la entrada es gratis, el alcohol es barato y el negocio es el de la carne.

La luz tenue emerge desde misteriosas puertas. “Pase, pase”, dicen enérgicos los porteros. Son las 16 y el funcionamiento en la zona es total. Ya baldearon sus veredas, relevaron sus cajones de cervezas y dejaron todo presto para la acción. Todavía el piso está húmedo y otras partes ya empiezan a estarlo. Entre el público, trabajadores, vagos, empresarios, rufianes y jubilados se agitan esperando el próximo show.

“Señores, llegó el turno de la japonesa”, invita el presentador. La chica no es japonesa pero tiene ojos rasgados y movimientos de samurai. Por allá, un cliente celebra unas nalgas y da un chirlo sin pagar. Pide otra cerveza, se entusiasma y se infunda de coraje: esa tarde tendrá sexo. Un mesero desconfía de un turista gringo que intenta sacar una foto del lugar. Son las reglas, en este sitio no se permite sacar fotografías. El registro es visual y mental. Es decir, para siempre.

En el barrio Santa Fe la privacidad es un valor relativo. Muchas de las prostitutas que viven ahí pasan buena parte de sus días sin salir de la zona. Y sin dejar de mostrarse. Las “piezas de rato” son los lugares donde hacen su trabajo. No duermen allí pero sus cuerpos pasan mucho tiempo en esas sábanas. Siguen corriendo las horas y el lugar no para: se yergue sobre su existencia un non-stop de mete y saca.

Después de las 18, cuando comienza a anochecer, la “zona de tolerancia” se pone aún más picante. Un tipo le apoya una pequeña navaja en el cuello a una chica. Ambos ríen. No se sabe si la situación es “de broma” o “en serio” pero no deja de flotar la tensión. A propósito, los colombianos le dicen “rumba” a la joda. Y en Santa Fe la rumba es bailar, beber, coger, pagar y lo que pinte. La bruma tiñe sus calles y se larga una tenue y molesta lluvia. Una travesti tira un besito en búsqueda de complicidad y, en efecto, alguien compra. La música sale desde rockolas a 200 pesos colombianos la canción. O bien, los disc-jockeys disparan un enérgico “pum, pum, pum” de música electrónica. Y queda develado que hay algo sexual en ese ritmo. “Pum, pum, pum”, las chicas bailan, los demás observan pasivos el espectáculo de las pieles. Sobre la pasarela, estático, un palo de pole dance. Todas las chicas del lugar lo manejan con precisión quirúrgica. Se mueven, se enganchan, suben y bajan. La bachata confunde la performance.

Algunos de los lugares se cortan solos entre las preferencias de sus habitantes. La Piscina es tan famoso que hasta sale en la película Soñar no cuesta nada, co-producción argentino-colombiana de 2006 donde unos militares se encuentran una valija con dinero y la despilfarran. Un auto se detiene en su puerta y pregunta precios a una mujer de seguridad. Ella responde sin mirar y, ahora, el conductor se convierte en cliente sin solución de continuidad.

La lluvia no amaina y a la gente parece no importarle. Sobre un poste de luz, dos prostitutas juguetean con un tipo con remera del club Millonarios que advierte la presencia de curiosos, y parece no gustarle. “Ajám, ¿de dónde eres?”, pregunta porfiado. La gente entra y sale de los lugares como si se tratara de una incansable feria del amor. Otro tipo ofrece cigarros y nadie le compra. Pasa de largo y busca un nuevo objetivo. A este oficio le llaman “trabajador informal”. Reparan las urgencias de sus habitantes por unos pocos pesos. Sobre el gris cemento, el servicio de taxis electrónico se congestiona y el fluir de autos amarillos no encuentra paz.

En los ojos de un pelado de tez morena –que posa sentado con un codo sobre la mesa– parece vivir la eternidad. Lleva horas allí y planea quedarse hasta la madrugada. Cuadras al fondo, detrás de un vidrio, unas señoras gordas y tatuadas ofrecen sus tetas en señal de gancho. El espejo de la “zona roja” de Amsterdam da pie a decir que no, que ésta no es como aquélla. El marco de lo pintoresco no concuerda. Estas mujeres son llamadas “las enrejadas” y conforman el deseo de los estratos más populares.

Litros de tragos se depositan en los estómagos de los concurrentes y encienden la llama de la pasión. “O bebe o culea”, grita fervoroso el presentador que incentiva el sorteo. Finalmente, una señorita saca un número de una bolsa de plástico. “Sesenta y uno, seis uno”, comenta el host y busca complicidad entre el público. En una de las mesas cerca de la puerta de salida está el ganador. “Bueno, o bebe o culea, usted decide”. Y ni siquiera hace falta aclarar qué elije.

Carlos & el Pussycat

Antes de entrar a su escritorio, Carlos sabe que su tarea ya está hecha. En la mesa, monedas de pequeña denominación -alguna argentina- agolpan la estampa de un hombre común en situación extraordinaria. Desde 1995, es el administrador del Teatro Pussycat de Bogotá, la única pantalla porno de la ciudad y una de las más fuertes de toda Colombia.

Un cartel blanco con una gatita delineada en rojo rompe de lleno y, a su vez, se camufla con una avenida -la Séptima, la principal- que propone gastronomía, librerías y venta ambulante de revistas. Entre su cartelera figuran títulos como ExGirlfriends, Mother in Law 5, Verano Sexual y otras. Más allá, esquivando el olor a tabaco, el hall insinúa gestos de otros tiempos: gigantografías de paisajes -abdominales, conchas, pijas- ochentosos y bien peludos. Y al costado, un nutrido sex shop.

Como toda sala que se precie de tal, durante los ‘80 se estrenaron allí películas en 35mm. Pasaron cine soft y, progresivamente, fueron enganchándose con propuestas más intensas. En su momento, cuando el público se crispaba por la programación, se desquitaban rompiendo los asientos: la silbatina es para los débiles. Hoy, no más de diez hombres flotan separados entre las 500 butacas del lugar (por el Pussycat pasan unas 60 personas por día). Sobre el suelo, bollos de papel higiénico, vasos de café y algún envoltorio de caramelos.

En el piso superior, una pareja de cincuentones –él empresario, ella docente- espera ansiosa que termine el interludio para poder disfrutar de su dosis semanal de faena puerca. También arriba se posan las cabinas: el usuario demanda una película y, por unos pocos pesos, usa el encierro para autocomplacerse. Y no, el papel higiénico no viene incluido.

“Quiero que el cine demuestre libertad”, confiesa Carlos, la cara visible del establecimiento, mientras bebe de a sorbos un café amarronado. Revisa una carpeta negra llena de DVD piratas y muestra con solidez algunas obras de arte de la pornografía mundial. Y agrega: “En 20 años no hemos tenido un solo roce”. Esta es una sala de cine y lo que haga la gente lo tiene sin cuidado. Su mayor valor es la discreción.

¿Suceden cosas raras en la sala?

-Lo único raro aquí es que no sucede nada raro.

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