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Jueves, 24 de diciembre de 2015

REVELACIóN: OCTAFONIC

Son ocho los monos

 Por Santiago Rial Ungaro

¿Un octavito? ¿Un octaedro? ¿Un octopus? Nada de eso es Octafonic, una extraña sorpresa como Revelación 2015 por la calidad del proyecto que lídera Nicolás Sorín, compositor de música para películas y productor. Es un grupo de excelentes músicos provenientes del jazz y la música clásica que desafían las matemáticas y las convenciones: más allá de su nombre, son nueve –entre ellos está el tecladista Esteban Sehinkman– y producen una música polirrítmica pero bailable y cantable, aunque su inglés medio neutro y onomatopéyico sea algo así como el pelo del huevo.

Cada tema de Monster, su segundo disco, se distingue por sus arreglos contrastantes y sorprendentes, poniendo su virtuosismo y creatividad al servicio de las canciones. “Más que una fusión, lo nuestro es un licuado”, definió Nico Sorín –que estudió en el Berklee College of Music– sobre este disco también elegido como “mejor álbum de rock/pop alternativo” y “mejor álbum nuevo artista de rock” en los últimos Premios Gardel. ¿Licuado de qué? Hay unas bananas de jazz a lo Herbie Hancock, unas frutillas melódicas beatlescas y unos duraznos Frank Zapperos que se combinan con un poco de alcohol rocker industrial –hace poco abrieron para Faith No More y los han comparado con NIN– en un cóctel estimulante y original.

Segunda entre las revelaciones estuvo Marilina Bertoldi, que se animó a abandonar Connor Questa y salió al ruedo con La presencia de las personas que se van, un disco catártico, sensual y visceral. En sus shows en solitario, la cantante (que es hermana de Lula Bertoldi de Eruca Sativa) parece estar curando sus cicatrices en público, mientras hechiza por su personalidad y una voz profunda y expresiva que la convirtió en una suerte de PJ Harvey santafesina.

Por su parte, con A punto caramelo, Lo Pibitos empardaron a Bertoldi y no sólo se confirmaron como una de las propuestas más groovedélicas y pisteras de la escena, si no que también demostraron que la fusión criolla entre música latina, funk y hip hop, tan lejos de los “bitches-niggaz-rims & blings” de tanto rap crónicamente misógino y violento, está dulce y a punto. Desde sus comienzos hace casi una década en la 870 (un rancho abandonado donde paraban los pibes y ellos, “lo’ pibitos”), los wachines de Villa Crespo siguen en la saludable búsqueda kármica de inventar un puente (cubierto de grafitis, en lo posible) que los llevé del rap al P-Funk, con el aún inspirador recuerdo del show de George Clinton en La Trastienda como paradigma bailable y filosófico, ético y estético.

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