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Jueves, 31 de diciembre de 2015

#LAMILITANCIA

 Por Brian Majlin

Se ha batido con ingenuo desparpajo que la última década ha estado signada por el retorno de la política; por la incorporación de millones de jóvenes al ser político aristotélico. La incorporación masiva a la vida democrática –con el voto joven, por ejemplo– es incuestionable. Tanto así como cuestionable es la noción de que la participación política acaba en el voto. La juventud, a trompicones, reanudó su vínculo cotidiano con quien entiende su devenir diario en lo político. Es una generalidad, porque jóvenes militantes hubo siempre, pero es un relato aceptado que ahora hay más y que ya no es patrimonio de un microcosmos de izquierda o híper escolarizado.

La militancia, palabra que se ha bastardeado mucho, también es polisémica. Si un joven troskista forja su actuar en la idea de una inevitable lucha de clases, el joven kirchnerista acondicionó el concepto para amigarse, en parte, con la porción empresaria puertas adentro, y el nuevo militante, del actual oficialismo que a la vez lleva ocho años de oficialismo porteño, simplemente se quitó de encima la militancia: para despegarse de un término al que conciben peyorativo, dicen que no son militantes sino voluntarios o técnicos. Son, insisten, un equipo.

No es solo un abrazo a la consigna de la política para los que no toleran la política, bandera del asesor Durán Barba. Es, en definitiva, una concepción de mundo: no hay tal lucha de clases, hay –y la reminiscencia peronista podría abrazar a viejos y nuevos militantes– un país con una comunión de intereses, una unidad posible.

El problema del relato, que se problematizó solo en los alardes de la espumilla que brota del agua por la superficie, anuda una definición sustanciosa: se arman militancias y se construyen identidades en base a lo que –cultural y discursivamente– se cree que se está haciendo. El arte (la música, el teatro, el cine, la literatura, los etcéteras y hasta el posporno) tienen una función primigenia, inescindible con la de entretener, claro: sacudir y repensar aquello que la cultura estandariza.

Los militantes del PRO dicen sin pudor que ha llegado, al fin y tras largos años de efusividad kirchnerista –en plazas, cantos y discursos militantes y dirigentes– la normalidad. Su celebración fue medida y, a sus ojos, normal.

La cultura guarda, entre sus pliegues, el guion de los relatos, esas ficciones que engendran sus propias acciones militantes. Siempre es necesario volver al arte –la juventud sabe–, ese elemento político por excelencia que, si rompe con la cultura, reaviva la llama dialéctica y da nuevos sentidos al quehacer militante.

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