Las diferentes generaciones demostraron que no hay industria más infalible que la del terror cinematográfico. Ya fuera comprando entradas, alquilando VHS blockbusteros o clickeando en el último agregado de Netflix, hordas de personas le dieron el visto bueno al gusto mórbido que mantiene joven a un género que está por cumplir unos frescos 271 años. El colectivo social expuesto a la psicología barata mantuvo durante mucho tiempo que el miedo no es otra cosa que un sentimiento preseteado ante situaciones peligrosas. Y quizás ésa fuera la realidad impuesta hasta un estudio hecho en 2009, donde las psicólogas Judy DeLoache y Vanessa LoBue comprobaron que los niños no tienen un sentimiento por default para las situaciones de peligro sino que imitan las reacciones de su entorno. De esta manera, concluyeron que el terror es un sentimiento que se despabila de forma social.
El despertar del miedo es una forma de recopilar las experiencias de todos los individuos cercanos y construir una base de datos psíquica para alejarse del peligro inminente. Desde los relatos mitológicos hasta los últimos estrenos en cartelera, la sociedad sigue necesitando crear advertencias inconscientes, aún si en el siglo XXI ya lo ha experimentado todo. Andrés Borghi, director del galardonado corto Alexia y efectista en películas de horror, comprende que esta fascinación es parte del ciclo natural de la neurosis de las personas: “La gente tiene miedo si les hacen sentir que debajo de lo normal hay algo horrible. Para esa gente, ver una película de terror es una forma de analizar y entender eso, sin enfrentarlo a la realidad, es una especie de simulacro”.
El género terror también comprobó tener un elemento que viaja en el tiempo y también universaliza al espectador. Como director de Ataúd blanco: el juego diabólico, la película argentina de terror que postergó su estreno al 1/12, Daniel de la Vega cree que ese elemento permite crear experiencias que trasciendan barreras culturales: “Parto de que la característica de nuestra condición de humanos nos hace en muchos sentidos distintos pero también muy similares. De esa similitud construyo qué contar. Parto de la base de que soy un espectador prototípico, un ser humano como muchos, y de ahí me acerco al espectador. Intento entender mi sentir y cómo afectar al otro”.
De la Vega también afirma que es un gaje del oficio el saber cómo manejar el ambiente para que cada película logre un tipo de terror distinto: “Es manipulación muchas veces, a través de recursos técnicos, de la puesta de cámara, lentes, altura, movimientos; posicionar la cámara en un punto de vista concreto para afectar al espectador y su emoción, entendiendo que uno puede manipular, transformar y deformar en ese tácito acuerdo que se hizo entre espectador y director, donde se entra en la psiquis del espectador para llevarlo en esa montaña rusa de emociones”.
Más allá de lo técnico, Andrés Borghi enfatiza que la inmortalidad de las películas del género no podría haber sido garantizada sin una buena trama, y que existen factores clave para la creación de esta ecuación: “Robert McKee (gurú norteamericano de la creación de guiones) habla de una amenaza a los protagonistas, que es una fuerza más allá de lo humano, y siempre tiene que existir el peligro de morir. En un drama, esto no está implícito y en un thriller, como con Hitchcock, la amenaza es humana. Si el peligro demuestra su supernaturalidad, es terror.”
Generación tras generación, la sociedad está destinada a buscar experiencias que ayuden a desentrañar qué hacer si fuerzas incomprensibles confabulan en su contra. Si bien el cine no aterra a la humanidad como comprender cómo se desglosan las cuentas de la luz, sí necesita saber cómo matar un vampiro, contrarrestar una maldición egipcia o por qué decapitar un zombi en lugar de sólo dispararle a la cabeza. Hasta que las fuerzas tenebrosas no se desencadenen en la realidad, el género de terror continuará alimentando su industria millonaria mientras construye advertencias supernaturales para deleite del inconsciente de su espectador.