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Jueves, 21 de febrero de 2002

CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

 Por Marta Dillon

Sé que está hablando porque es su turno de hacerlo. Es verdad, no siempre lo aprovecha, el silencio es sólido como gelatina entre los dos la mayor parte del tiempo. Pero ahora está hablando, un murmullo leve, casi un chistido, como si en lugar de dejar salir las palabras las estuviera recuperando, aspirando incluso aquellas que no dijo. A mí me duele la cabeza, supongo que es la impaciencia, los incontables cigarrillos con los que creo que puedo domarla, el esfuerzo no siempre útil por callar lo que yo pienso que él quiere decir. Pero eso no facilita las cosas. Casi nunca acierto lo que sigue aunque él apenas se da cuenta de mis sugerencias, no levanta los ojos del piso. Dice que le pasó a un amigo de Rodríguez, donde él vive, que el amigo no se anima a hablar con nadie y entonces él quiere averiguar, quiere saber, quiere ayudarlo. Tiene los ojos como estrellitas de dibujo animado, festoneados de pestañas, pero apenas se le ven bajo la visera de la gorra que no se saca nunca. Pantalones deportivos, zapatillas como tractores, una remera demasiado brillante, demasiado sintética para el calor de la siesta. Es sport, “sportcito”, diría mi hija como dice stoncito, punga, o alterna para definir el modo en que se visten sus amigos y que automáticamente se transforma en identidad. Acaba de salir de un instituto al que entró el mismo día que mataron a su amigo de un balazo en la panza, cuando los encontraron arrebatando una cartera en San Telmo. No es el primer amigo que muere en la calle, ni es la primera vez que sale de un instituto, pero quiere que sea la última, por eso volvió a Rodríguez, a la casa de su padre. Pero con él no se puede hablar, y además el problema no es suyo es de su compañero de viaje diario en el Sarmiento, de Moreno a Once, de Once a Moreno y después a patear la calle en busca de alguna oportunidad. Cuidar coches suele darles para el día. Y a veces para más. Sobre todo cuando hay partido en La Boca, donde están la mayoría de sus amigos. Saca un trapo cualquiera y les hace señas a los autos para que se detengan en su zona y lo más cerca posible uno de otro, para que rinda. Sí, el compañero tiene sida, dice, y no está muy informado. Por eso quería hablar, porque no tiene muy claro cómo sería ¿ir al hospital y decir denme los remedios? ¿Y si me dicen que tengo que venir con mi vieja? Quiere saber qué pasa si no va al médico, ¿se puede morir? El o vos, digo, sin preguntar. No, él, su amigo. Morir, nos vamos a morir todos, me sale, reconociendo lo estúpida que puedo ser. El tema, insisto, que tal vez tu amigo se sienta mal, y en esos casos es mejor tener dónde ir. Fue un buen intento, creo y me animo, me ofrezco a acompañarlo y él dice que no sabe si su amigo querrá. Por las dudas, se lleva el teléfono del hospital, en una de ésas. Porque el diagnóstico se lo dieron en el instituto y ahí, está seguro, no quiere volver más.

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