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Domingo, 18 de enero de 2015

FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA PREFERIDA: DELFINA BOURSE Y NOCHE ESTRELLADA, DE VINCENT VAN GOGH

TAN BRILLANTE Y TAN OSCURA

 Por Delfina Bourse

Muchas obras me conmovieron y me conmueven, pero hay un momento y un lugar suspendido en mi memoria, una cicatriz que marca mi relación con el arte y con mi propio trabajo como artista.

No crecí rodeada de libros de arte, ni tampoco visitaba museos los fines de semana. Si bien en mi familia existía una tradición artística –mi bisabuelo era arquitecto–, en mi casa el arte no tenía una presencia determinante. Aunque recuerdo que me gustaba mucho dibujar, tanto que tal vez por eso, a los 7 años, mi abuela me regaló clases de dibujo. Teresa Allaria, la profesora, venía al comedor de mi casa por la tarde. Me proponía una idea y simplemente yo dibujaba. Ella me acompañaba, me guiaba, estaba conmigo. Las clases eran sencillas, pero aún así me daban mucho placer.

A los quince ya no tuve dudas. Fue un impacto rotundo y contundente: quería pintar. Algo casi físico se impuso, inevitable, y tuve que darle lugar. En ese momento comenzó mi propia historia con el arte.

A los 19 años viajé a Nueva York con mi hermana. Un día fuimos al museo, al MOMA. En una de las salas algo me sorprendió. La presencia física de las obras se diferenciaba fuertemente de las reproducciones en los libros. De pronto estaba metida en una laguna, suspendida, respirando. La distancia entre la tela y yo era mínima. Algo se manifestaba en ese momento, una presencia que permitía todo, cualquier sentimiento era posible. No existía el límite. Y nada importaba porque delante de mí tenía el infinito. Era la sala de los nenúfares de Monet.

Seguí caminando y entré a otra sala. Estaba oscura pero una luz iluminaba cada obra. En la primera me quedé quieta, casi inmóvil. Luego me acerqué, la miré, y me aproximé aún más. Era increíble. La espesura del óleo tocaba directamente la emoción. Empecé a recorrerla con la mirada, ese cielo cargado, todavía puedo verlo. Recuerdo todo. Los círculos azules envueltos en amarillo y blanco. Las pinceladas. Parecía que el cuadro iba armándose mientras lo miraba. Brillaba. Los aros que rodeaban la luna, el amarillo de las estrellas, todo en el cielo se movía. Una ráfaga de azules iba de lado a lado. ¡Todos esos azules! Algo latía ahí adentro. Estaba vivo y era pesado, entraba y salía. Movimiento, zigzag, revolución. Me quedé mirándolo largo tiempo. Me di cuenta de que lloraba.

¿Cómo puede ser la noche más luminosa que el día? Brillar así y ser tan oscura a la vez. Tan densa. ¿Cómo seguir? Si caminaba, todo eso dejaba de suceder. Quería quedarme ahí. La sala seguía a oscuras pero yo parpadeaba. La luz que salía del cuadro era fuerte, y me costaba entender lo que estaba pasando.

Era La noche estrellada de Van Gogh. Seguramente ya había visto esa imagen mil veces, pero me parecía estar frente a algo que recién conocía. Me demoré en los negros oscuros de los cipreses, esos tonos de verde y rojo. Quietos, firmes, deteniendo un poco el mareo de cielo. Descansé. Recorrí entonces las montañas, los planos horizontales, la tierra. Un paisaje, esto es un lugar, me dije. Hay casas, una capillita, luces prendidas, poquitas. Y luego el cielo, esa ráfaga blanca, avanzaba otra vez. Había una estrella muy grande. ¿Sería la luna y lo que había visto antes era el sol? El cielo y la tierra se mezclaban, se convertían en una masa homogénea. Volví al ciprés que dividía los dos planos. Se veía un poco la tela del fondo, pero mientras iba subiendo otra vez empezaba a achicarse la copa del árbol y volvía a caer en el cielo. ¿Dónde estaba? Perdida. Mientras miraba La noche estrellada podía sentir mi respiración. Y como algo latía ahí dentro, vivo.

Ya sabemos de Van Gogh, de sus terribles estados de ánimo, sus internaciones, sus peleas con Gauguin y su relación con Théo. Se dice que éste era el paisaje que veía desde la ventana del psiquiátrico. Pintó el cuadro en un mes de mayo, trece meses antes de morir, durante el día y de memoria. Es una de sus obras físicamente más dramáticas y espiritualmente más trascendentes. Una experiencia que ahora nos pertenece a nosotros, como espectadores. En mi caso ésta fue la primera, un inicio. Fue así.

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