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Domingo, 22 de febrero de 2015

FAN › UNA DRAMATURGA ELIGE SU PELíCULA FAVORITA. CARLA MALIANDI Y LOS MUERTOS, DE JOHN HUSTON

LA NOSTALGIA INFINITA

 Por Carla Maliandi

Hace muchos años mi mamá me regaló una edición de Dublineses, de Joyce, con la especial recomendación de que leyera el último cuento del libro: “Los muertos”. Lo empecé y lo dejé varias veces, algunos problemas me tenían más distraída que de costumbre en esa época. Estaba enamorada, había empezado la facultad y mi familia estaba por mudarse a Mar del Plata. Yo, que ese año iba a cumplir diecinueve, tenía algo claro: no me iba a mudar con mis padres. Hubo discusiones con gritos y algunas lágrimas, pero finalmente mi familia apoyó la decisión de quedarme en Buenos Aires.

En un momento más sereno retomé la lectura del cuento y en alguna visita a Mar del Plata lo comenté con mi mamá. A ella le intrigaban sobre todo las tías de Gabriel Conroy, el protagonista de la historia. Le gustaba la forma en que fantaseaban sobre el continente, ese lugar donde sucedían las cosas importantes, no como en la Dublín olvidada y solitaria donde les había tocado hacer su vida. La sola evocación del continente las hacía suspirar con la nostalgia infinita de lo que nunca se tuvo ni se tendrá. Yo recordaba sobre todo a la esposa de Gabriel, Gretta (que en la película es interpretada por Anjelica Huston). Es el final de una fiesta cuando queda estupefacta al escuchar una canción que le trae el recuerdo de su primer amor, un noviecito que ha muerto muy joven por esperarla largas horas bajo la nieve. De pronto su recuerdo la toma por completo y al llegar donde se hospedan le confiesa a su marido, entre extraviada y adormecida, que la remuerde la culpa, que no hubo ni habrá un amor igual a ese de su juventud. A mí no se me había muerto ningún novio, pero ya sabía cómo era llorar por el fin de un amor hasta quedar dormida.

Cuando más tarde vi la película de John Huston, recordé el cuento entero con sus procesos narrativos y el momento en que me tocó leerlo. Y toda aquella mudanza o éxodo colosal de mi familia. En ese recuerdo yo aparezco zambullida en un mar de papeles dentro del escritorio de mi papá, preguntándole a los gritos por qué guarda monografías de alumnos de la década del 60. El escritorio es sólo un ambiente más. Hay cosas por todos los rincones de la casa, chiquitas, grandes, frágiles, antiguas, cachadas, insólitas, casi ninguna de valor en dinero pero todas cargadas de historia y de emociones intransferibles a otros objetos. Yo finjo ante mi papá querer tirar todo y agilizar la tarea, pero cada cosa que aparece me fascina. Y cuando algún amigo se acerca a ayudarnos y sugiere deshacernos de lo que es en apariencia inservible, soy yo quien da la orden en voz baja: acá no se tira nada. Embalar todo eso fue el milagro de una voluntad misteriosa, tal vez nacida de las mismas cosas envueltas. La mayoría de esas cosas hoy sigue conviviendo con mis papás y aparece de pronto como si el tiempo no existiera, como si todas las casas en las que han vivido fueran la misma casa.

En “Los muertos” vemos el transcurso de una celebración familiar. No importa que sea en Dublín, que las mujeres usen vestidos largos, que nieve y que los personajes lleguen en carruaje. En Mar del Plata, cuando festejamos Navidad o Año Nuevo, hace calor y los turistas chancletean sus ojotas por la peatonal. Para llegar tengo que atravesar las terminales de ómnibus atestadas de gente. Pero se siente parecido. Siempre hay un momento de enojo o de malhumor, de algo que sale mal, un fastidio que sólo pueden provocar las familias y que no sabría explicar bien pese a los años de psicoanálisis. Después eso pasa. Se busca el mantel de fiesta, se sacan las copas de la vitrina, se apretujan las sillas alrededor de la mesa y se festeja en serio.

Hay una escena de la película que ahora me impresiona más. En plena fiesta la cámara se detiene sobre algunos objetos repartidos por la casa de las viejas tías de Gabriel Conroy. Esas cosas, que posiblemente sólo tengan valor para las dueñas de casa, seguirán estando cuando ellas mueran y ya nadie sabrá encontrarles sentido. Es devastador, pero la mirada de Huston lo convierte también en algo hermoso.

Sé poco y nada sobre la carrera de John Huston y escribo esto en pleno enero, de vacaciones en medio de las sierras, casi sin conexión a Internet. No dudo de que habrá suficiente información escrita sobre la película y la historia de su filmación, pero como no puedo acceder a ella me la voy a imaginar. Sé que Huston estaba enfermo durante el rodaje y que pasó esos días trabajando junto a su hija. Imagino que a Anjelica le habrá costado un gran esfuerzo concentrarse viendo a su padre mover la silla de ruedas entre sondas que le entraban y salían del cuerpo. Una locura. Un acto de valentía y libertad. En un diálogo imaginario John felicita a Anjelica; su majestuosa presencia escénica permitió otra toma perfecta; ella le pide que no se esfuerce, que se tire a dormir una siesta, que no se olvide de tomar el remedio de la tarde.

Huston, Joyce, los objetos insignificantes que cargamos, más perdurables que nosotros, todo nos recuerda sin maldad que vamos a morir, que los que más queremos se irán también y que los que ya murieron todavía nos acompañan, nos enojan, nos enamoran, nos dejan solos. No existe un mundo de los vivos y un mundo de los muertos, la nieve cae encima de todos por igual.

John Huston murió dos días antes del estreno y dejó, entre otras cosas, una película preciosa.

Había llegado a una edad envidiable, lleno de afecto, de respeto por su trabajo y con ganas de seguir viviendo. En este mundo tan injusto todo eso es un feliz privilegio. Anjelica debe extrañarlo como loca.

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