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Domingo, 8 de marzo de 2015

FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA PREFERIDA: CAROLINA MAGNIN Y “SIN TíTULO”, DE RAúL RUSSO

LA NIÑA ESCONDIDA

 Por Carolina Magnin

Esta pintura de Raúl Russo forma parte del imaginario de mi infancia. Debe haber sido de las primeras que miré, que mi alma miró. Cuando la observo me doy cuenta de que tiene diferentes capas de mi historia personal que le dan otra densidad al óleo con que fue pintada. Tiene algo fuertemente proustiano, esta idea de que los objetos poseen algo de los ojos que los han mirado y de ahí el traslado (viaje) inmediato a mis 5 años. Ese fue el momento en que conecté con la obra y comenzó algo que rozaba la obsesión. ¿Qué era lo que me fascinaba de ese cuadro?

Sus colores eran maravillosos para una niña, los diferentes planos que ubicaban a ese objeto en un lugar completamente indefinido y abstracto. Sin ningún anclaje concreto en algo que pudiera reconocer y nombrar.

Pero lo que me fascinaba era algo más atávico, algo que sólo yo veía y que tras constatarlo preguntando a diferentes personas, nadie percibía: era una niña de pelo negro durmiendo plácidamente en un capullo que la acogía. Eso era lo único que realmente observaba, estaba en un primer plano y todo el resto era una circunstancia que acompañaba. Era mi conexión secreta con el artista. Sentía que había descubierto algo oculto, que había un velo que se había desvanecido y que desde ese momento en adelante, cada vez que mirara el cuadro, nunca mas sería lo mismo.

Mis padres me llevaban a clases de pintura y yo sólo pintaba ese cuadro: a veces con barcos, a veces con peces. Nunca con la niña. Era mi tesoro mejor guardado.

Todos veían muchos colores pero no los peces ni los barcos. Russo me enseñó a mostrar lo invisible, a conectar con el interior profundo de un plano por más bidimensional que se perciba.

Cuando pienso en esa época, aparecen imágenes oníricas, ambiguamente reales y ficcionales. Aéreas, etéreas, intensas y evanescentes. Visibles y sumidas en las oscuridad. Los recuerdos de la infancia son el nudo de esa gran historia única y ficcional que conforma nuestra presencia en este mundo.

Otro rastro que me llamaba mucho la atención y que me llenaba de extrañeza era esa marca negra al costado derecho de la pintura. Una huella indescifrable. Otro plano de sentido que posiblemente no tuviera que ver con la niña del capullo, pero que yo no podía descubrir con qué estaba relacionado. Un cabo suelto que me generaba, y me sigue generando, incomodidad. Una marca ominosa, innombrable. Que se desprende, que viene de otro lugar para estar de paso pero igual se queda, sin avisar, ni pedir permiso, sin decir por qué. Esta incertidumbre me atraía y mantenía en vilo, impidiéndome soltar, instigándome a saber más, a buscar indefinida y constantemente. Eso es lo que hace que una obra atraiga como un imán y genere una conexión irreversible.

Nunca pude dejar de ver a la niña. Hoy miro el cuadro y si estoy distraída, la estructura, la coraza que uno va construyendo por el solo hecho de existir más tiempo en este mundo y que tiene la falsa pretensión de permitirnos seguir adelante, me hace ver un florero, pero instantáneamente aparece la niña y me da mucho alivio.

También surge nuevamente la huella oscura con su presencia-ausencia incierta, esa latencia a punto de ser develada, la intimidante sugerencia del extraño-inquietante de Schelling, donde aquello que debía haber quedado oculto y secreto se manifiesta abruptamente, para mostrarnos la otra cara de lo familiar y revelarnos lo siniestro.

Cada vez que miro la obra de Russo, vuelvo a sentir esa porosidad pura y radiante de la niñez. Aquella instancia en que mi cuerpo sigue su curso, su propio camino y ya no guarda relación alguna con el alma, desaparece. Y me recuerda lo esencial que es vivir sin esa coraza.

(Muchas gracias, Raúl Russo, por permitirme espiar más allá.)

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