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Domingo, 19 de julio de 2015

FAN › UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: ALFREDO STAFFOLANI Y EL CASAMIENTO DE MURIEL, DE P. J. HOGAN

LA GRAN TRANSFORMACIÓN

 Por Alfredo Staffolani

En Australia son buenos en natación. Eso lo supe un tiempo después. Parece que importan sudafricanos y les dan la nacionalidad para que puedan competir en su equipo olímpico. Australia tiene muchos recursos. Igual que Nueva Zelanda, donde podés ir un tiempo a juntar kiwis y te dan dólares. Eso lo sé hace poco.

Yo conocí Australia sin haber viajado nunca. Sucedió que vi El casamiento de Muriel, una película muy taquillera en ese país, pero que acá fue más bien discreta. La historia gira alrededor de Muriel, una chica de Porpoise Spit, una ciudad balnearia como Santa Teresita, un poco alejada de Sidney. Ella quiere casarse, está obsesionada, nunca salió con un hombre, tiene unas amigas que la rechazan, un padre que casi fue Alcalde, pero perdió, y decide viajar a Habisco a cambiar su vida, con la excusa de vender unos cosméticos. Allí se encuentra con una compañera de la primaria, y es quien finalmente será el motor para la gran transformación de Muriel (que luego de esta aventura, cambiará su nombre por Mariel).

La película es de 1994. Yo tenía doce años y un sueño: quería que los juegos de Barcelona se trasmitieran en vivo. No pensaba en otra cosa. Posiblemente, Carl Lewis iba a retirarse pronto del salto en largo, mi prueba favorita. Carl Lewis era mi héroe. Algunos años antes, cuatro exactamente, se había llevado el oro olímpico dejando a los ojos del mundo el doping positivo de Ben Johnson, ganador de los cien metros llanos. Entonces Lewis, que había salido segundo, se alzó con el oro, y lloró envuelto en su bandera: Anglicano, muy respetuoso, y con amor por los Beach Boys, así era. Pero finalmente no pude ver nada: Video Cable Sur, el que teníamos en Avellaneda, no lo televisó.

Quizás un poco por eso y otro poco por haber conseguido el VHS en la colección de una revista, fue que miraba El casamiento de Muriel siempre que podía. No era por la banda sonora de Abba, ni por la empatía con la mayoría de los personajes, sino que, me importaba tanto como los capítulos de Amigovios, o todo lo que hiciera Benji Price en Supercampeones. Fue una adicción. La veía con todo el mundo, más de una vez por semana. Usaba frases, y hasta me identificaba mucho con un nadador que se termina casando con ella por conveniencia, sólo por su nacionalidad.

Y esa costumbre se sostuvo en el tiempo. Robo ejemplos de la película en cada obra que dirijo. Uso la película para hacer un ejercicio de actuación con mis alumnos y me reencuentro, siempre que puedo, con la misma sensación. Quizás haya algo del relato que ya no me interese, pero el tono de actuación tiene una identidad propia, una suerte de ironía muy corrida, y a la vez, muy sensible, que creo inspiró mucho de lo que pensé e investigué trabajando algunos años después.

Hubo un día, hace poco, que llevé la película a mis alumnos. Pongo pausa: Muriel se casa con el sudafricano interesado y así él podrá representar a Australia en los juegos olímpicos. En la ceremonia, su papá la lleva del brazo, está emocionado, su hija triunfó. El padre le dice: Todos tus hermanos son inútiles. Ahora vos, no. La madre asiste a la iglesia con un paquete en la mano. Muriel no la ve. La madre se toma un taxi. El taxi tiene la leyenda “Sidney 2000” Poco después la madre muere.

Les pregunto a mis alumnos cuál de todos los personajes les gustaría actuar. Yo tengo mi respuesta. Siempre elijo a David Van Arckle, el candidato nadador, pero no lo digo. Un alumno dice Perry, y vuelvo a poner pausa. ¿Perry? Casi no aparece, pienso. Me interesa la respuesta. El justifica su elección: Cuando la madre muere, y el hijo menor, Perry, se queda a vivir con el padre. El hijo –mientras la madre vivía– le prometió todos los días que iba a cortar el pasto. La madre le decía que no paraba de desilusionar al padre con su pereza. Entonces el hijo –muerta ya la madre– prende fuego todo el césped de la casa. Ahora ya está. No va a crecer más. Ni el pasto ni el recuerdo. Y tampoco te voy a desilusionar más, papá, dice Perry. Es el personaje más difícil de la película, cierra.

Esa parte la había pasado por alto. En el fervor de ser campeón olímpico, me había olvidado de otras cosas. Perry me pareció fascinante. Ahora quisiera ser Perry y jugar al fútbol en un parque prendido fuego.

Siempre que reviso algo que me fanatizó de chico –cartas, fotos, un guardapolvo firmado, una película– me avergüenza, me parece de otra persona, un chico, otro, un extranjero.

Ese día, cuando volví a mi casa después de dar clase, busqué en YouTube: “Perry escena del pasto subtitulada”. Me quedo enganchado y enseguida –para salir del trance– tipeo “Carl Lewis Barcelona ’92”. Me voy a hacer un tatuaje de Perry o de Carl Lewis, pienso. Mejor una remera. No. Una taza.

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