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Domingo, 3 de enero de 2016

FAN › UN ARTISTA ELIGE SU OBRA PREFERIDA: ALEJANDRO MONTALDO Y THE CLOCK, DE CHRISTIAN MARCLAY

RELOJ, NO MARQUES LAS HORAS

 Por Alejandro Montaldo

No recuerdo en qué momento di con The Clock y supe de Christian Marclay. Sí, en cambio, la fuente que me puso al corriente de su existencia: Internet. Se trata de una película de 24 horas reproducida en loop, compuesta por miles de fragmentos de películas en los que se evidencia la hora exacta de la escena, sea por la aparición de un reloj en cuadro o por mención de los personajes, editados de manera tal que todas las horas del día quedan representadas en sucesión cronológica. El film es reproducido en sincronía con la hora oficial, de modo que al verse en la pantalla un reloj dando las 9.27 de la mañana, son, en efecto, en la sala donde está siendo proyectado, las 9.27 de la mañana. No tuve la oportunidad de verlo como corresponde. Solo vi segmentos de la obra en YouTube, con lo que la experiencia de la sincronización con el mundo quedó excluida (aunque sigue en mis manos la posibilidad de darle play al video en el segundo indicado y así hacer coincidir los relojes que aparecen en la película con la hora real).

Prefiero conservar el título de la obra en inglés, su idioma original. A diferencia del conocido Tic-Tac pendular, el sonido de la articulación The Clock me lleva a pensar en la rigurosidad de un segundero que se destraba y pasa a la siguiente posición. Es el sonido del instante mecanizado, que se hace visible en las apariciones en pantalla de los relojes, pero que no es otra cosa que el esqueleto cinematográfico: instantes que se suceden, del modo en que una línea es una sucesión de puntos, pero con la particularidad de que sus puntos establecen una asimilación simultánea con el mundo. Sus puntos son los del mundo.

The Clock es el resultado de una idea muy simple; pero su empresa fue titánica. Algo similar me ocurre al hacer mis obras aunque, desde luego, en otra escala: durante el proceso de materialización de una idea me doy cuenta (recién cuando empiezo a sentir cansancio, ya que cuando sé que puede llevar mucho tiempo hago un cálculo preventivo de lo que podría insumir) de todo lo que me falta para terminarla y de lo tedioso que será ese trayecto, muchas veces repetitivo. La satisfacción, al final, es grande. Si la recompensa es proporcional a lo invertido apenas alcanzo a dimensionar vagamente lo que es tener un equipo de trabajo sumergido frente a las pantallas durante los años que demandó este proyecto. No reside aquí, sin embargo, mi principal identificación con la obra. Viendo un fragmento por internet, me asaltó una escena sumamente enquistada en mi memoria: el doctor Indiana Jones pendiente de su reloj en la mesita de luz, resistiendo despierto hasta la hora de su encuentro en la habitación de enfrente con su compañera ocasional de aventuras, pendiente a su vez del suyo. Hasta el momento, las escenas que venía viendo para mí eran nuevas; aunque las sabía del pasado del cine, se presentaban ante mí por primera vez. Pero la aparición del famoso arqueólogo, ídolo de mi infancia, actuando tal como lo hiciera tantas veces en mi VHS grabado de la tele, me desestabilizó. ¿El mismo Indiana Jones que antes obrara según sus propias determinaciones, con libertad e intransigencia heroicas, estaba ahora siendo subordinado a los caprichos de la obra? Lejos de brindarme la confianza de lo conocido, la aparición de la escena me extrañó por completo. Después, nada pudo impedir que viera a todos los personajes de todas las películas trabajando en función de la obra, actuando con el secreto propósito de hacer coincidir sus relojes con el reloj del mundo. Tuve la convicción de que los actores calculaban el tiempo exacto de cada acción; en sus miradas no leía otra cosa que la preocupación por no fallar una milésima de segundo y así llevar la obra a buen puerto.

Hace poco volví a mirar algunos fragmentos de The Clock y esa misma sensación se interpuso en el acto. Así, frente a una escena en la que un home run definitorio en un partido de béisbol se concreta con la incrustación de la pelota en el reloj del cartel anotador sobre las tribunas, no pude dejar de ver al público asistente al partido, quien segundos antes mostrara unos nervios inusitados, celebrar estrepitosamente la correspondencia del plano del reloj maltrecho con el reloj del mundo.

Me interesa que las obras hagan de su medio un elemento constructivo de su sentido. Tras 24 horas de reproducción, la película vuelve a comenzar. Pero ese fin y el recomienzo consecuente son imposibles de identificar: cualquier cuadro podría ser el final; cualquier cuadro podría ser el principio. Todos los cuadros son a la vez el final y el principio. Lo que The Clock no cesa de mostrar es justamente lo que ha perdido: el tiempo. Sin un futuro y un pasado determinados la obra se ensancha hasta volverse puro presente. Lo que me interesa encontrar en las obras, en el arte, es tal vez ese espacio que se abre como una plataforma caminable sin mañana ni ayer, para acercarme un poco más a alguna razón profunda mientras me arrimo a la certeza de que nada tiene sentido. Acaso en mi trabajo consiga algo de esto reconfigurando las cosas hacia un fin para el que no fueron hechas, restallando el látigo, mal que me pese, contra Indiana Jones: la ganancia de espacio compensatoria que The Clock obtuvo a cambio de su pérdida de tiempo sistemática.

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