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Domingo, 2 de abril de 2006

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Mondrian sin Mondrian

Una fotógrafa elige su favorita: Piroska Csúri y Chez Mondrian (1926), de André Kertész

 Por Piroska Csúri

La foto que elegí es de 1926. Pertenece a una época en la que André Kertész, un fotógrafo húngaro emigrado, vivía en París. Kertész se insertó rápidamente en el ambiente artístico de su nueva patria. Los artistas más importantes y personajes de la vida bohemia parisina eran sus modelos de costumbre: Leger, Chagall, Brancussi, Collete; todos desfilaron frente su cámara. Los retratos de Kertész siempre dan una sensación muy íntima del carácter de esos personajes, aun cuando sean retratos relativamente tradicionales formalmente.

Un personaje peculiar que aparece en varias fotos de Kertész, a veces de manera más obvia y otras de manera más indirecta, es Piet Mondrian, el artista considerado el padre de la pintura abstracta y con quien más adelante compartió su exilio en Nueva York. La imagen, simple y quieta, muestra una vista de la casa de Mondrian. Es una suerte de naturaleza muerta, con un plano muy abierto: por el recuadro de la puerta de entrada se descifran las tablas toscas del pasillo, las cerámicas hexagonales del piso y, en la habitación, un florero sencillo con una flor sobre la mesa. La foto tiene una sencillez y una tranquilidad que me atraen mucho. La composición de la imagen es muy elegante. La puerta al palier y la mesa aparecen dentro de una composición casi de cuadrícula, una geometría disciplinada que justamente remite a la pintura de Mondrian. Una composición abstracta donde las líneas y las superficies llegan a un extremo de pureza, casi a la asepsia, algo que Mondrian encarnó en su pintura y que Kertész captura.

Al mismo tiempo la forma rebelde de una escalera con la curva del pasamanos aparece desde el palier: es acá donde esta composición tan estática y cuadrada se ablanda. La luz que entra desde afuera a este espacio relativamente oscuro juega suavemente con el florero puesto en el borde de la mesa. A primera vista la flor ahí plantada parece una tulipa sencilla como aquella flor melancólica que marchita en la imagen de la serie de las distorsiones. Cuesta un poco darse cuenta de la broma que nos hace Kertész: el único elemento de la naturaleza en esta naturaleza muerta urbana en realidad es una flor artificial.

Aunque a primera vista parece ser un espacio impersonal, cuando una empieza a mirar un poco más de cerca, aparecen más cosas. En la sombra a la izquierda se dibuja un sombrero de paja. Es un sombrero muy geométrico, muy poco suelto en sus líneas. Es justamente el sombrero con el que Mondrian se retrató varias veces. Y es ese pequeño elemento, un detalle sutil, engañosamente incidental, lo que permite que este espacio aparentemente tan impersonal adquiera el aura de la presencia humana.

A André Kertész se lo suele conocer por sus imágenes documentales de París y de Nueva York, sus retratos y su serie de desnudos con distorsión. Pero para mí, son la sencillez de la composición, la escasez de objetos y la economía de los recursos lo que le dan a esta foto tanta fuerza y una pureza tan particular. Captura de manera indirecta la estética aséptica de Mondrian como pintor y persona. Es un retrato ambientado, pero sin el retratado. Sin embargo, aun en esta composición rigurosa y fría, el humor quieto y la ternura, efectos delicados y frágiles si los hay, no faltan. Es a través de estos guiños que la humanidad de la fotografía de Kertész se manifiesta. Es justamente esta combinación de destreza técnica y visión humana, en formas tan destiladas, lo que tanto me atrae de esta imagen.

Kertész es sin duda uno de los maestros más grandes de la fotografía. Como dijo Henri Cartier-Bresson: “Cualquier cosa que nosotros hemos hecho, Kertész la hizo primero”. Las imágenes de Kertész me acompañaron desde mi Hungría natal, durante mi paso largo por los EE.UU. hasta el Hemisferio Sur. Su foto temprana del violinista ciego que sacó en el pueblo húngaro de Abony donde, unos años más tarde, nació mi madre, me sigue produciendo cierta nostalgia. Pero fue solamente después de mi llegada a la Argentina en 2000 que me enteré de la conexión particular que unió a Kertész con Buenos Aires. Su última exposición a la cual asistió personalmente, y que lo sobrevivió, se realizó justamente en 1985, en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Vino también para visitar por última vez a su hermano Jenô que vivía acá. El círculo se cierra.

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André Kertész nació en Budapest, Hungría, en 1894, y es conocido por sus imágenes de la vida cotidiana y por los desnudos distorsionados que realizó en París en los años ‘30. Viajó en 1936 a Nueva York donde vivió hasta que murió en 1985. Allí trabajó como freelance para las revistas Harper’s Bazaar, Vogue y Look, pero su trabajo no se dio a conocer al gran público hasta que en 1964 el Museo de Arte Moderno de Nueva York organizó una exhibición individual de su obra. A partir de ese momento su obra fue expuesta en los principales museos internacionales.
Chez Mondrian corresponde a su período parisino iniciado en 1925 y prolongado por una década. Kertész solía frecuentar el café Dôme, cita obligada de la vanguardia, y tenía una intensa relación con el mundo artístico de Montparnasse. En 1927 realiza su primera exposición individual y empieza a desarrollar sus trabajos más conocidos: cuerpos desnudos distorsionados, imágenes reflejadas y escenas callejeras llenas de poesía. Sus fotografías, en apariencia sencillas, se apoyan en una rigurosa composición, en una calculada calidad, tanto técnica como estética, que resultan en una calidez e intimidad extremas.
 
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